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—Todos los apartamentos se entregan parcialmente amueblados —declaró el señor MacFarlane—. Los inquilinos no necesitan traer consigo nada. Claro que si quieren… Esto es ideal para la gente que va y viene.

—¿Es siempre igual la decoración?

—No por completo. A nuestros inquilinos parece agradarles particularmente este empapelado. Es un buen fondo para fotografías. Los apartamentos difieren sobre todo en el decorado de la pared que hay enfrente de la puerta. Tenemos un juego completo de dibujos, con motivos diferentes. Nuestros inquilinos escogen el que más les place.

»El juego se compone de diez modelos —subrayó el señor MacFarlane—. Está el japonés, muy artístico; tenemos el clásico jardín inglés; otro sorprendentemente atractivo, con pájaros; un Arlequín; uno de composición abstracta, con rayas y cubos, de vivos y contrastados colores… Se trata de trabajos realizados por artistas magníficos. Con nuestros muebles pasa lo mismo. Hay dos colores para elegir. Naturalmente, los ocupantes del apartamento pueden incorporar al mobiliario lo que deseen. Pero habitualmente no se molestan en eso…

—Es decir —sugirió Poirot—, que aquí el personal no es muy estable…

—Verá usted. Aquí impera principalmente el ave de paso, aunque tenemos también hombres de negocios que lo único que desean es comodidad, que no se interesan lo más mínimo por la decoración y otros detalles similares. Contamos también con el tipo que se lo hace todo, que a nosotros es el que menos nos agrada. Hubimos de poner una cláusula en el contrato de arrendamiento, por la cual se especifica que al dejar el piso cualquier inquilino, éste se comprometía a poner todas las cosas donde las encontrara al llegar… o a pagar para que fuese realizado esto en su nombre.

Los dos parecían estar apartándose demasiado del tema de la muerte de la señora Charpentier. Poirot se aproximó a una de las ventanas.

—¿Se arrojó por aquí? —murmuró Poirot.

El otro asintió.

—Sí, señor. Ésa de la izquierda.

Hércules Poirot se asomó al exterior.

—Siete pisos —comentó—. Es mucha altura.

—En efecto. La muerte fue instantánea. Mejor para ella, ¿no? Por supuesto, pudo haber sido un accidente.

Poirot hizo un movimiento denegatorio con la cabeza.

—No habrá usted sugerido esa idea en serio, señor MacFarlane, ¿verdad? Tuvo que ser forzosamente un suicidio.

—¿Qué quiere que le diga? Uno no quiere pensar en que haya seres que vivan tan desesperados y busca instintivamente una explicación. Sé que no era una persona feliz.

—Gracias por su atención, amigo mío —dijo Poirot—. Ahora ya estoy en condiciones de informar a sus familiares en Francia con una versión casi directa del suceso.

La versión que para sí mismo reservaba no estaba todo lo clara que él hubiera deseado. Hasta aquel momento no había hallado nada allí que reforzara su hipótesis de que la muerte de Louise Charpentier constituía un hito importante. Repitió, mentalmente, el nombre de pila. Louise… ¿Por qué el nombre de Louise le invitaba a querer recordar algo? Movió la cabeza. Tras haber dado las gracias de nuevo al señor MacFarlane, se separó de él…

Capítulo XVII

Neele, el inspector jefe, se hallaba sentado detrás de su mesa de despacho, adoptando una actitud solemne, oficial. Saludó a Poirot cortésmente y le señaló una silla. Tan pronto el joven que había introducido a Poirot en la habitación se hubo marchado, Neele cambió de modales.

—¿Qué es lo que andará usted buscando ahora, viejo y reservado diablo?

—Sobre ese punto —replicó Poirot—, está usted ya informado.

—¡Ah, sí! Algo he conseguido, pero no creo que usted obtenga nada sustancioso acechando desde su particular escondrijo.

—¿A qué viene esa palabreja?

—Es que le veo como si fuese un gatazo, un buen cazador de ratones, aguardando pacientemente la aparición de su menuda víctima. Mire… Yo no digo que usted no pueda «airear» ciertas transacciones dudosas. Ya sabe lo que son realmente esos financieros. Me atrevería a afirmar que hay engaños por en medio y todo lo demás en relación con concesiones mineras y petrolíferas y asuntos por el estilo.

»Sin embargo, la firma Joshua Restarick Ltd., goza de una reputación excelente. Es una empresa familiar (o lo era)… Simon Restarick no tuvo descendencia y Andrew sólo tiene una hija. Había una vieja tía por la parte de la madre. La hija de Andrew Restarick vivió con ella después de abandonar el colegio y morir la madre. La anciana falleció a consecuencia de un ataque al corazón hace cosa de seis meses. Era una mujer algo extravagante… Perteneció a varias sociedades de carácter religioso. Simon Restarick fue un hábil hombre de negocios, un arquetipo dentro de los de su clase. Su mujer alternaba mucho en sociedad. Se casaron cuando contaban ya algunos años.

—¿Y qué me dices de Andrew?

—A Andrew le sedujo la distancia. Nada se conoce en contra de él. Nunca echó raíces en ningún lado. Estuvo en África del Sur, en América, Kenia y otros sitios. Su hermano insistió más de una vez, pidiéndole que volviera. Era igual… No le agradaba Londres ni sus negocios, pero parecía haber heredado el olfato de los Restarick a la hora de ganar dinero. Con los minerales se encumbró… No fue nunca cazador de elefantes, ni arqueólogo, ni botánico. Veíase abocado a las transacciones financieras y de éstas siempre escapó bien.

»Ignoro qué fue lo que le hizo regresar a Inglaterra después de la muerte de su hermano. Su nueva esposa, seguramente… Habíase casado por segunda vez. Se trata de una mujer de buen ver, mucho más joven que él. De momento, vive con ellos el anciano sir Roderick Horsefield, cuya hermana estuvo casada con el tío de Andrew Restarick. Pero me imagino que ésta es una situación provisional. ¿Hay alguna novedad para usted en mis declaraciones? ¿Estaba ya al tanto de lo que acabo de decirle?

—Sabía ya casi todo lo que me ha contado —declaró Poirot—. Por una rama u otra, ¿ha habido enfermos mentales en la familia?

—Creo que no… si exceptuamos a la vieja tía a que me he referido y sus manías religiosas. Tales derivaciones no son raras en las personas que viven solas.

—En consecuencia, todo lo que puede indicarme es que disponen de mucho dinero, ¿eh?

—Mucho —corroboró Neele—. Parte de él, tome usted nota, constituye una aportación de Andrew Restarick a la firma. No en balde ha tenido que ver siempre con concesiones de minas y depósitos de minerales de gran importancia…

—Y… ¿quién heredará todo eso? —preguntó Poirot.

—Depende de cómo lo deje todo dispuesto Andrew Restarick. Pero, desde luego, los herederos evidentes son su esposa y su hija.

—En consecuencia, llegará un día en que serán poseedoras de una gran fortuna.

—Tal creo, amigo mío.

—¿No existe ninguna otra mujer en quien él pudiera hallarse interesado?

—Nada se sabe a ese respecto. No lo estimo probable. Tiene una esposa muy bella.

Poirot se quedó pensativo.

—Más de un joven podría saber lo que usted dice.

—¿Que abrigara en consecuencia el propósito de contraer matrimonio con la hija? Nada podría detener al que fuese… Claro que el padre siempre dispondría del recurso de desheredar a aquélla.

Poirot consultó una hoja de papel que tenía en la mano.

—¿Qué puede usted explicarme acerca de la «Wedderburn Gallery»?

—Me pregunto cómo ha llegado a reparar en esa entidad. ¿Le consultó algún cliente sobre cualquier falsificación?

—¿Trafican con falsificaciones?

—La gente no se dedica a esas cosas —dijo Neele, en tono de reproche—. Hubo una historia desagradable más bien. Un millonario de Texas se presentó en Londres con el fin de adquirir algunos cuadros. Pagaba sumas increíbles por ellos. Le vendieron un Renoir y un Van Gogh. El primero era una cabeza femenina. Circularon rumores… No existían razones fundamentales para creer que la «Wedderburn Gallery» no había comprado el cuadro de buena fe. Surgió el problema… Se requirió el auxilio de muchos expertos, los cuales dieron sus veredictos. Como de costumbre, éstos fueron contradictorios. La galería se ofreció, aceptando la devolución. Pero el millonario siguió opinando lo mismo que al principio, debido sobre todo a que el último experto convocado aseguró la autenticidad del cuadro. Desde entonces, la firma ha sido censurada por algunos, se ha sembrado la desconfianza…