Poirot consultó nuevamente su lista.
—¿Qué hay acerca de David Baker? ¿Le han estado ustedes observando?
—¡Oh! David Baker es uno de tantos entre los de su clase. Frecuenta pandillas y no sale de los clubs nocturnos. Se junta con los que viven a base de heroína y otras drogas… Y a todo esto las chicas se vuelven locas por esta gente. Al igual que muchos de su calaña, afirma que su vida ha sido muy dura y que es un verdadero genio. Sostiene que su pintura no es apreciada como se merece.
Otro vistazo de Poirot a su papel.
—¿Qué sabe usted acerca de Reece-Holland, uno de los miembros del Parlamento?
—Desde el punto de vista político marcha bien. Ha habido una o dos transacciones especiales en la City, pero se ha salido de ellas limpiamente. Yo diría que es un individuo escurridizo. Ha reunido una buena suma de dinero, por medios más bien dudosos.
Poirot tocó el último punto.
—¿Y sir Roderick Horsefield?
—Un simpático anciano, algo chiflado, quizá. Pero, hombre… ¿De qué métodos se vale usted para poner siempre el dedo en la llaga? Sí, señor. Últimamente ha habido un poco de mar de fondo en la sección especial de Scotland Yard. Todo ha sido por culpa del aluvión de memorias personales. Nadie sabe qué indiscretas revelaciones tendrán lugar a lo largo de los meses venideros. Todos los viejos, pertenecientes al servicio secreto o que laboraron en otros organismos reservados, se aprestan a dar cuenta al público de los tropezones de los demás. Normalmente, lo que dicen carece de importancia, pero a veces… Bueno, ya sabe usted lo que suele ocurrir. Los sucesivos gabinetes alteran su política. Es una estupidez herir la susceptibilidad de nadie o hacer públicos determinados datos… En consecuencia, siempre que nos es posible, acostumbramos tapar la boca a esos individuos. No siempre es fácil tal labor. Para ponerse al corriente de ella habría de ponerse usted en contacto con los hombres de la sección. Me parece que no se han producido acosos graves. Se procura que no sean destruidos los documentos que realmente interesan. La cosa no es muy amplia, sin embargo. Y tenemos pruebas de que anda por ahí husmeando un tal Power…
Poirot suspiró.
—¿Es que no le sirven mis informes? —inquirió Neele.
—Estoy muy satisfecho de poseer la versión oficial de una serie de hechos que yo conocía o sospechaba en parte. Creo, no obstante, que lo que usted me acaba de referir no me va a servir de mucho. —Hércules Poirot suspiró nuevamente, agregando—: Si a usted le comunicaran qué una mujer, una bella mujer, usa peluca, ¿cuál sería su comentario?
—¿Qué comentario podría hacer? —Neele agregó con cierta aspereza—: Mi esposa usa peluca siempre que viajamos. Ahorra muchas molestias.
—Discúlpeme, Neele.
Cuando los dos hombres se habían dicho ya adiós, el inspector jefe preguntó a su visitante:
—Supongo que se habrá hecho con todos los datos del suicidio que tuvo por escenario el inmueble en que usted anduvo efectuando indagaciones, Poirot. Ya le envié el informe correspondiente.
—Sí. Y le doy las gracias por este nuevo favor. Conozco, por lo menos, los detalles oficiales. Un informe escueto.
—Hace unos momentos dijo usted algo que me llevó a pensar en ese caso. La historia triste de siempre… Una mujer alegre, que gustaba de los hombres, disfrutaba de dinero, no tenia muchas preocupaciones y que luego inició el descenso. Más adelante se siente perturbada por lo que yo denomino «el microbio de la salud». Ya se sabe: la persona de turno está convencida de que sufre de cáncer u otra enfermedad cualquiera muy grave. Se presenta en la consulta de un doctor, quien le dice que no hay nada de lo que ella sospecha. La paciente (o el paciente), se marcha a su casa sin dejarse convencer. ¿De dónde arranca tal actitud? Lo más frecuente es que la mujer supuestamente enferma haya perdido sus atractivos. Ve que los hombres ya no la buscan como antes. Esto le origina una terrible depresión. No es rara la historia… Esos seres se sienten muy solos, ¡pobres diablos! La señora Charpentier era una mujer más entre tantas… —Neele guardó silencio de pronto, agregando luego—: ¡Oh, sí! Ya me acuerdo… Recuerdo perfectamente lo que ha pasado. Usted me hablaba de un miembro del Parlamento llamado Reece-Holland. Es un sujeto algo alegre, pero sabe conducirse con discreción. Louise Charpentier fue su amante en otro tiempo… Eso es todo, amigo mío.
—¿Fue la suya una liasion seria?
—Hombre, yo no particularizaría tanto. Salían juntos, visitando algunos clubs nocturnos de dudoso carácter… Nosotros vigilamos esas cosas discretamente. Pero en la prensa no apareció nada sobre ese asunto. Nada en absoluto.
—Ya, ya…
—Pero aquello duró algún tiempo, ¿eh? Se les vio juntos constantemente, por espacio de seis meses, casi. Ahora bien, yo no creo que vivieran exclusivamente el uno para el otro. Existían otras relaciones secundarias por ambas partes… ¿Sacará algo en limpio de eso?
—A mí me parece que no —repuso Poirot.
«No obstante —se dijo mientras bajaba las escaleras—, no obstante, el dato constituye un eslabón más en la cadena. Queda explicado el embarazo del señor MacFarlane al llegar a cierto punto de nuestra conversación. Quedan así relacionados dos nombres: Emilyn Reece-Holland, miembro del Parlamento, y Louise Charpentier».
Probablemente, aquello no tenía ningún significado prometedor. ¿Por qué había de ocurrir lo contrario? Sin embargo…
«Sé demasiadas cosas —se dijo enfadado Poirot—. Sé demasiado, sí. Sé un poco de todo y otro poco de todos, pero no acierto a esbozar un planteamiento general del caso. La mitad de los hechos que domino carecen de importancia. Necesito ese planteamiento. Lo quiero a toda costa…»
—¡Mi reino para él! —exclamó Poirot en voz alta.
—¿Cómo ha dicho usted, señor? —inquirió el joven empleado del vestíbulo, mirándole sobresaltado.
—Nada, nada…
Capítulo XVIII
Poirot se detuvo en la entrada de la «Wedderburn Gallery» para contemplar un cuadro en el que aparecían tres vacas de aspecto agresivo y alargados cuerpos que sombreaban los colosales molinos de la complicada composición. A consecuencia del colorido, sin embargo, la mitad del tema parecía no guardar relación con la otra mitad.
—Muy bien, ¿verdad? —dijo a su lado alguien con voz baja y ronroneante.
Poirot volvió la cabeza para contemplar el rostro de un hombre de mediana edad, quien exhibía un número excesivo de blancos y bellos dientes.
—¡Qué frescura, qué impulso juvenil del artista!, ¿eh?
El hombre movía sus carnosas e inmaculadas manos en el aire, dibujando complicados e invisibles arabescos.
—Una exposición inteligente. Se clausuró la semana pasada. Anteayer colgó sus cuadros Claude Raphael. La exposición marcha bien, muy bien, francamente.
—¿Sí? —preguntó Poirot.
Su acompañante apartó unas cortinas verdes de terciopelo para que él pudiera penetrar en una larga estancia.
Poirot formuló unas cuantas observaciones. El hombre de las manos gordezuelas, notando sus vacilaciones, decidió hacerse cargo del visitante. Pensaba, evidentemente, que había que hacer lo posible para no «espantar» a aquel probable cliente. Era un hombre muy experto en el arte de la venta. Todos los que entraban en aquel local experimentaban la impresión de que podían deambular libremente por aquél sin hacer una compra siquiera. No había nadie que al penetrar en el establecimiento pensara que los cuadros que colgaban de los muros merecían, por ejemplo, el calificativo de deliciosos… Luego era cuando se juzgaba el vocablo apropiado. Tras aprovechar algunas de las tímidas observaciones del aficionado para explayarse sobre el tema de la pintura, en el momento en que el cliente en potencia decía: «A mí me gusta mucho más ése», el señor Boscombe, muy vivaz, respondía, más o menos con las mismas palabras, en los siguientes términos: