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—Encuentro sumamente interesante su elección. Demuestra una gran perspicacia. Desde luego, la suya no es la elección corriente en el aficionado. La mayor parte de la gente prefiere uno como éste… —el señor Boscombe señalaba un lienzo en que predominaban las tonalidades azules y verdes—. Esto, en cambio… Sí. Está claro: usted se ha dado cuenta de que aquí hay calidad. Yo diría… Bueno. Se trata de una opinión muy personal, ¿eh? Yo diría que aquí tenemos una de las obras maestras de Raphael.

Poirot y su amable acompañante contemplaron en silencio durante unos momentos un diamante de anaranjado tono, del que pendían dos ojos humanos mediante una especie de tela de araña. Formalizada la conversación entre los dos, acordada tácitamente la inexistencia de ingratas prisas, Hércules Poirot preguntó:

—Tengo entendido que trabaja para usted una señorita llamada Frances Cary. ¿Es eso cierto?

—¡Ah, sí!, Frances… Una chica inteligente. Muy capaz… Acaba de regresar de Portugal, donde ha organizado una exposición por nuestra cuenta. Trabaja muy bien. Es ella misma una artista… Compréndame. No hay que buscar en esa chica al artista creador. Donde se desenvuelve perfectamente es dentro del sector comercial. Me imagino que Frances hace tiempo que descubrió en si misma lo que le estoy diciendo.

—Me han dicho que en la medida de sus fuerzas es una especie de mecenas del arte…

—¡Oh, sí! Se interesa por les jeunes. Estimula a los talentos prometedores… La primavera pasada me convenció para que organizase una exposición colectiva a la que aportaron sus trabajos los miembros de un grupo juvenil. Fue un éxito… Así lo dijeron los periódicos. Claro que tampoco se pretendía nada de resonancia nacional, ¿me comprende? Pues sí, Frances tiene sus protegidos.

—He de confesarle que soy un hombre algo anticuado… Esos jóvenes, amigo mío… Vraiment!

Poirot levantó ambas manos, en un elocuente gesto de aprensión.

—¡Ah! —exclamó el señor Boscombe, indulgente—. No se guíe usted por su aspecto. Se trata de una moda a base de barbas, pantalones ajustados, telas brillantes y cabellos largos. Pasará, como todas.

—Estaba pensando en David… ¡Vaya! Se me ha olvidado el apellido —declaró Poirot—. La señorita Cary parece tener un gran concepto de él.

—¿Seguro que no se refiere usted a Peter Cardiff? Éste es su protegido actual. Debo confesarle que a mí no me convence como a ella. No es tan avant garde… A veces resulta positivamente ¡reaccionario! ¡Lo mismo, lo mismo que Burne-Jones en otras! Claro que nunca se sabe… La muchacha actúa también de modelo.

—David Baker… Éste era el nombre que yo intentaba recordar.

—No es mal pintor —contestó el señor Boscombe, sin entusiasmo—. No hay mucha originalidad en sus obras, a mi juicio. Formó parte del grupo de artistas a qué me he referido antes, pero no causó ninguna impresión particular en la crítica, ni en el público. Pintará bien, bastante bien, pero, es de suponer que, no dará lugar a una revolución precisamente.

Poirot regresó a su casa. La señorita Lemon le puso delante unas cartas que tenía que firmar y se fue. George le sirvió una omelette fines herbes, desplegando la discreción y cordialidad de siempre, característica de él. Después de la comida, cuando Poirot se había recostado en un cómodo sillón, con el café al lado, sonó el timbre del teléfono.

—La señora Oliver, señor —dijo George, alargándole el micro.

Poirot lo cogió de mala gana. No le apetecía en aquellos instantes hablar con la señora Oliver. Pensaba que podía apremiarle, inducirle a hacer algo contrario a su voluntad.

—¿Monsieur Poirot?

C’est moi.

—¿Qué está usted haciendo? ¿Qué ha hecho?

—Estoy sentado en un amplio sillón. Pensando.

—¿Y no se le ocurre nada más?

—Lo importante, de momento, es que me entregue a la meditación. Ignoro si mis reflexiones terminarán proporcionándome un nuevo éxito.

—Pero… ¿no se acuerda ya? Tiene que localizar a esa chica. Lo más probable es que haya sido secuestrada.

—No le digo que no —dijo Poirot—. En el correo del mediodía me ha llegado precisamente una carta del padre. Quiere que vaya a verle y le expliqué qué progresos he hecho en el asunto de la desaparición de su hija.

—Bien… ¿Qué progresos ha hecho usted?

—Ninguno, por el momento —manifestó Poirot, muy a su pesar.

—¡Monsieur Poirot! Entiendo que ha sonado ya la hora de que ponga en marcha su voluntad…

—¡Vaya! ¿Usted también?

—¿Yo también? ¿Por qué me dice eso?

—Usted también me apremia.

—¿Por qué no va usted a Chelsea y visita el lugar en que fui atacada?

—¿Para qué? ¿Para que me golpeen a mí asimismo en la cabeza?

—No le comprendo, hombre… Es que no le comprendo. Le di una pista magnífica para que localizase a la joven en aquel establecimiento que usted sabe. ¡Y la encontró! Es lo que me dijo, al menos…

—Desde luego…

—¡Para después perderla de vista!

—Sí.

—¿Qué me dice sobre la mujer que se arrojó por una de las ventanas de Borodene Mansions? ¿Ha sacado algo en limpio de ese asunto?

—He hecho indagaciones, sí.

—¿Con qué resultado?

—Con ninguno positivo. Es una historia repetida hasta la saciedad… Son muchas las mujeres que, atractivas de jóvenes, ganan dinero, se divierten y cambian de amigo frecuentemente… Después comienza el descenso. Se sienten desgraciadas, beben con exceso, se ponen a pensar que están enfermas, que padecen cáncer o cualquier otra grave enfermedad… Por último, sobreviene la desesperación y agobiadas por su terrible soledad terminan arrojándose por una de las ventanas de su piso.

—Usted dijo que la muerte de esa mujer constituía un hecho importante, que significa algo concreto…

—Tenía que sucederle eso, forzosamente.

—¿Qué me dice?

Perpleja incapaz de formular un comentario más, la señora Oliver colgó.

Poirot se recostó en su sillón todo lo que pudo, que no era mucho, a causa de la natural conformación de su figura muy derecha. Luego, hizo una seña a George para que se llevara el servicio de café y también el teléfono, entregándose seguidamente a la meditación, a pensar en lo que sabía y en lo que aún ignoraba. A fin de aclarar mejor sus ideas, hablaba en voz alta. Se planteó tres filosóficas preguntas:

—¿Qué es lo que sé? ¿Qué espero averiguar? ¿Qué debiera hacer?

No estaba seguro de habérselas planteado en el orden lógico. Tampoco sabía si eran las procedentes en aquella etapa. Sin embargo, se puso a pensar en todo lo que sugerían.

—Quizá sea ya demasiado viejo —dijo Poirot, profundamente desanimado—. ¿Qué es lo que sé?

Al cabo de unos minutos se dijo ¡que sabía demasiado! Dejó aquella pregunta a un lado, de momento.

—¿Qué espero averiguar? Hombre… Hay que ser ambicioso. Espero averiguarlo todo, merced a mi cerebro, gracias a Dios eficientemente organizado. Tarde o temprano acabaré dando con la solución del problema que ahora se me antoja intrincado e incomprensible.

—¿Qué debiera hacer?