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Bien. Eso estaba claro. Debía entrevistarse con Andrew Restarick, evidentemente afectado por la desaparición de su hija. Aquél estaría irritado. Lo más seguro era que le echase en cara su ineficacia. Poirot comprendía, se hacía cargo de cuál era su estado de ánimo. Tal situación no le era nada favorable. Aparte de eso no podía hacer otra cosa que telefonear a cierta persona para inquirir qué había sucedido últimamente…

Pero antes volvió a ocuparse de la pregunta que había dejado a un lado.

—¿Qué es lo que sé?

Sabía que se recelaba de las actividades comerciales de la «Wedderburn Gallery»… Hasta aquel día se había mantenido la firma dentro de la ley. Los que la regían, sin embargo, no vacilaron en seducir a millonarios ignorantes que se prestasen a comprar cuadros de dudosa procedencia.

Se acordó del señor Boscombe con sus gruesas y pequeñas manos, muy blancas, tanto como sus dientes. Poirot decidió que aquel individuo no le hacia la menor gracia. Era un tipo que casi con absoluta certeza se prestaría al juego sucio, si bien sabría ponerse a salvo de cualquier contingencia desagradable, perfectamente. Había aquí un hecho útil porque podía tener relación con David Baker.

David Baker, «el pavo real» ¿Qué sabía acerca de él? Le había conocido, había charlado con el joven, concibiendo una opinión sobre su persona. Por dinero aceptaría lo que fuese… No vacilaría, quizás, en casarse con una rica heredera, por su dinero exclusivamente, que no por amor. Y era una persona que se podía comprar, ¿tal vez? sí. Esto era lo más probable. Andrew Restarick, por ejemplo, estaba convencido de ello. A menos que…

Su pensamiento se detuvo en Andrew, considerando más el cuadro que colgaba de la pared, a su espalda. Recordó los firmes rasgos, el prominente mentón, su aire resuelto, decidido… Luego, pensó en su mujer, en la difunta señora Restarick. Vio las arrugas de su boca, denotadoras de una gran amargura. Algún día se acercaría, quizás, a «Crosshedges» de nuevo para echar otro vistazo a aquel retrato. Probablemente, existía allí una pista conducente a Norma. Norma… No debía pensar en ella todavía. ¿Qué más había allí?

Mary Restarick… De esta mujer había afirmado Sonia que tenía un amante, porque se desplazaba con frecuencia a Londres. Examinó este punto. Pero no creía que la joven estuviese en lo cierto. Lo más seguro era que la señora Restarick visitase Londres con el exclusivo fin de estudiar la posibilidad de adquirir algunas propiedades: pisos de lujo, viviendas en Mayfair, todo cuanto proporcionaba el dinero en la gran ciudad.

Dinero…

Poirot se inclinaba a pensar que todos los elementos que había estado clasificando mentalmente terminaban en aquél.

Dinero.

El dinero era un factor importante. Y en aquel caso era lo que más abundaba. De una manera u otra, en una forma que no resultaba evidente, el dinero pesaba lo suyo en aquella historia. Sí. Estaba representando su papel.

Hasta aquel punto no había surgido nada que justificara su creencia de que la muerte de la señora Charpentier había sido una consecuencia de las actividades de Norma. No apreciaba pruebas, no veía móviles. Y, sin embargo, se figuraba que allí existía otro innegable eslabón.

«Quizás he cometido un crimen». Tal había sido, aproximadamente, la expresión de la joven. Un día o dos antes, tan sólo, alguien había muerto violentamente. La víctima vivía en el mismo edificio… ¿Y no sería demasiada coincidencia que aquella muerte no estuviese relacionada con la joven de algún modo? Poirot volvió a pensar en la misteriosa enfermedad de Mary Restarick. El incidente era tan simple que por sus trazas resultaba clásico. Un caso de envenenamiento… El culpable era —tenía que ser—, uno de los habitantes de la casa. ¿Habría intentado Mary Restarick envenenarse a sí misma? ¿Sería Norma la culpable de aquello? ¿Tendría que ver algo Sonia con el suceso? ¿Habría sido todo obra de Andrew…? Poirot tuvo que confesarse que todos los razonamientos señalaban a su hija como autora lógica del intento.

Tout de même —dijo Poirot—, puesto que no doy con nada. Et bien… Entonces la lógica se derrumba… por la ventana.

Suspiró una vez más, diciéndole a George que le buscara un taxi. Tenía que atender a su cita con Andrew Restarick.

Capítulo XIX

Claudia Reece-Holland no se encontraba en la oficina. Poirot fue recibido por una mujer de mediana edad, quien le dijo que Andrew Restarick le aguardaba en su despacho.

—¿Y bien? —Restarick apenas esperó a que Hércules Poirot hubiese franqueado la puerta—. ¿Qué puede usted decirme acerca de mi hija?

Poirot extendió ambas manos.

—Hasta ahora… nada.

—Pero… vamos a ver, hombre…, ha de haber algo…, alguna pista. Una muchacha no puede esfumarse en el aire, desaparecer así como así…

—No es esta la primera vez que desaparece una joven. Ni será la última, claro.

—¿Usted se ha dado cuenta de que, estoy dispuesto a gastar lo que sea con tal de localizarla? Yo… yo no puedo seguir de este modo. Andrew Restarick estaba muy nervioso, más nervioso que nunca. Daba la impresión de haberse quedado más delgado. Sus enrojecidos ojos hablaban de noches sin sueño…

—Me hago cargo de su inquietud, señor Restarick. Le aseguro que he hecho cuanto en mi mano estaba para localizar a su hija. En estas cosas, sin embargo, no hay que precipitarse.

—¿Y si ha sufrido un ataque de amnesia? Pudiera ser que estuviera enferma…

Poirot conocía muy bien el significado de aquella frase. Restarick había estado a punto de decir: «Tal vez esté muerta…»

Tomó asiento frente a la mesa, declarando:

—Créame usted, señor Restarick: comprendo su ansiedad. Volveré a repetirle lo que ya le he dicho: obtendría resultados más positivos y rápidos poniendo el hecho en conocimiento de la policía.

—¡No!

La exclamación fue casi explosiva.

—La policía dispone de más medios que yo. Le aseguro que no es cuestión de dinero. Éste no le dará jamás lo que puede proporcionarle una organización altamente eficiente.

—Nada ganaremos los dos perdiéndonos en divagaciones. Sus palabras, proferidas en tono de consuelo, no me sirven, Poirot. Piense usted que Norma es mi hija, la única que tengo, mi única descendencia. Es carne de mi carne y sangre de mi sangre…

—¿Está usted seguro de que en relación con ella me lo ha dicho todo, absolutamente todo?

—¿Qué más podría decirle?

—Usted puede saberlo yo no. Por ejemplo: ¿se han producido algunos incidentes en el pasado?

—Incidentes… ¿de que clase? ¿A qué se refiere usted, hombre?

—A si ha habido algún suceso originado por cualquier alteración de tipo mental.

—Usted cree que… que…

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Cómo podría saberlo?

—Eso mismo he de preguntar yo —repuso Restarick con repentina amargura—. ¿Cómo voy a saberlo? Han transcurrido muchos años. Grace fue siempre una mujer de mal carácter. Era una mujer que no perdonaba ni olvidaba fácilmente. A veces pienso… pienso que era la persona menos indicada para educar y criar a Norma.

Andrew Restarick comenzó a pasear de un lado a otro del despacho.

—Desde luego, obré mal al abandonar a mi esposa, lo reconozco. Nuestra hija así quedó en sus manos. Mi acción, no obstante, se explica… Pensé que Grace sería una buena guardiana para Norma. ¿Lo fue realmente? Varias de las cartas que me escribió hallándome yo lejos de aquí rezumaban ira y afán de venganza. Estimo su actitud natural hasta cierto punto. Yo estaba ausente… Debí volver de cuando en cuando, aunque sólo hubiera sido para observar a mi hija. Fui egoísta, sin duda… ¡Oh! ¿A qué formular excusas ya?

Súbitamente miró a Poirot.

—Sí. Al enfrentarme con Norma, ya crecida, descubrí en ella a una neurótica. No tenía la menor noción de lo que era la disciplina. Abrigué la esperanza de que Mary… Creí que mejoraría. Tuve que admitir qué esa chiquilla no era por completo normal. Me figuré más tarde que le convenía vivir y trabajar en Londres, para pasar los fines de semana con nosotros. Así no le impondría a todas horas la compañía de Mary. Me imagino que he terminado cometiendo una serie de errores imperdonables. Y ahora, ¿dónde está, señor Poirot? ¿Qué ha sido de ella? ¿Cree usted posible que haya perdido la memoria? ¡Se oyen tantas cosas raras por ahí!