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—Pues, sí, señor Restarick existe tal posibilidad. Pudiera ser que estuviese vagando por las calles de la ciudad sin saber ella misma quién es. Puede haber sufrido un accidente… Esto es menos probable. Le aseguro que he llevado a cabo indagaciones en todos los hospitales y lugares semejantes.

—¿No cree usted… no cree usted… que haya muerto?

—Sería más fácil de localizar muerta que viva. Cálmese, señor Restarick, por favor. Tenga presente que puede tener amigos de los cuales usted no sabe una palabra. Tales amigos, viven, quizás, en este o aquel sitio de Inglaterra… Quizá los conociera en la época en que vivió con su madre, o con su tía… ¿Y si se tratara de algunos de sus condiscípulos? Para descifrar estos enigmas se requiere tiempo. Hay otra posibilidad y usted debe estar preparado para afrontarla: ¿habrá desaparecido en compañía de algún muchacho?

—¿Alude usted a David Baker? De haber pensado yo que…

—No se encuentra con David Baker —replicó Poirot secamente—. En este sentido, mis primeras indagaciones se orientaron por ahí.

—¿Cómo voy a saber quiénes son sus amigos? —Restarick suspiró—. Si doy con ella… Cuando la encuentre… voy a alejarla de todo esto…

—Alejarla… ¿de qué?

—La sacaré de este país. Desde mi regreso, señor Poirot, no he vivido un día de paz. Siempre odié la vida de la City. Me ha fastidiado desde bien joven el rutinario trabajo de la oficina y el despacho, las continuas consultas con abogados y financieros. Siempre gusté de otra clase de existencia, muy distinta. Me ha agradado viajar, ir de un lugar para otro, visitar parajes remotos y puntos de la Tierra inaccesibles para la mayoría de los hombres. Ésa es la vida que apetecí siempre. No debiera haber renunciado a ella jamás. Podía haber invitado a Norma a que se reuniese con nosotros en el extranjero… Algo de eso haré cuando la encuentre. Sí Nos marcharemos de aquí. Ya me han sido pasados buenos ofrecimientos. Que se queden otros con lo que aquí voy a dejar. Conseguirán condiciones muy ventajosas. Me llevaré mi efectivo para regresar a un país que dejé hace poco, un país que significa algo, que resulta real…

—¡Aja! ¿Y qué pensará su esposa de tal decisión?

—¿Mary? Está habituada a la vida que le aguarda. En su seno ha nacido, crecido y se ha hecho mujer…

—Indudablemente, Londres resulta fascinante para les femmes que disponen de dinero en abundancia —señaló Poirot.

—Se pondrá a mi lado. Me comprenderá perfectamente.

Sonó el timbre del teléfono. Restarick descolgó el micro para atender la llamada.

—¡Diga! ¿De Manchester? Sí. De ser Claudia Reece-Holland póngame inmediatamente.

Esperó unos segundos.

—Hola, Claudia. Sí… Hable… ¡Qué mal se oye, por Dios! Esta línea es pésima. ¿Se mostraron de acuerdo?… ¡Qué lástima!… No. Me parece que ha obrado bien. Conforme… Entendidos. Tome para regresar el tren de la noche. Hablaremos de ese asunto mañana por la mañana.

Restarick tornó a colocar el microteléfono en su sitio.

—¡Ésa sí que es una joven competente! —exclamó.

—¿La señorita Reece-Holland?

—Sí. Competente como muy pocas secretarias. ¡Válgame Dios! ¡La de preocupaciones que me ahorra! Le di carte blanche para que arreglara un asunto en Manchester según su criterio. Yo no podía dedicarle todo el tiempo que necesitaba. Ya sabe usted cómo estoy. Y ella se ha portado magníficamente. En las cosas del trabajo supera a algunos hombres y…

Andrew Restarick fijó la mirada en Poirot. Parecía haber vuelto de pronto al instante presente.

—¡Oh, sí, señor Poirot! Bueno… Creo que ya no sé dominarme siquiera. ¿Precisa de más dinero para gastos?

—No, monsieur. Le aseguro que haré todo lo que pueda para que vuelva a sus brazos pronto Norma, sana y salva. He adoptado todas las precauciones posibles, velando por su seguridad.

Andrew se quedó atrás. Poirot cruzó la oficina rumbo a la calle. Al poner los pies en la acera paseó la mirada por el firmamento.

—Una contestación concreta a determinada pregunta; eso es lo que yo necesito —se dijo.

Capítulo XX

Hércules Poirot contempló la fachada de la severa construcción de estilo georgiano que había sido hasta hacía poco tiempo mercado ciudadano, de los de corte antiguo. La calle High era una vía amplia. Los establecimientos elegantes de aquella zona, la «Gifte Shoppe». «Margary’s Boutique», el «Pep’s Cafe», un nuevo banco que parecía un palacio y el supermercado habían escogido sus sitios en la Croft Road.

El picaporte de latón había sido pulido a conciencia, observó Poirot haciendo un gesto de aprobación. Oprimió el pulsador del timbre.

La puerta fue abierta casi en seguida por una mujer alta, de aspecto distinguido, de canosos cabellos, que llevaba peinados cuidadosamente hacia arriba. Sus ademanes se notaban cargados de energía.

—¿Monsieur Poirot? Es usted muy puntual. Entre.

—¿La señorita Battersby?

La mujer inclinó la cabeza. Poirot entró en la casa. Ella dejó su sombrero en la percha del vestíbulo y condujo a su visitante a una agradable habitación desde la que se dominaba un pequeño jardín cercado.

La dueña de la casa señaló a Poirot una silla, mirándolo, expectante. Evidentemente, la señorita Battersby no era de las personas que suelen andarse con rodeos en determinadas situaciones.

—Tengo entendido que usted ocupó el cargo de directora de la Meadowfield School

—Sí. Me retiré hace un año. Deseaba verme para hablar de Norma Restarick, en otro tiempo discípula de dicho centro, ¿verdad?

—En efecto.

—En su carta —puntualizó la señorita Battersby—, no me daba detalles. Puedo decir ahora que sé quién es usted, monsieur Poirot… Me agradaría poseer alguna información más antes de proseguir: Por ejemplo, ¿piensa contratar los servicios de Norma Restarick?

—No es ésa mi intención, desde luego.

—Sabiendo cuál es su profesión usted se hará cargo de por qué deseo hallarme mejor informada. ¿Lleva usted encima, por ejemplo, una carta de presentación para mí procedente de cualquier familiar de Norma?

—No —contestó Poirot—. Me explicaré más adelante.

—Gracias.

—Lo cierto es que el padre de esa señorita, Andrew Restarick, ha recurrido a mí.

—¡Ah! Me han dicho que regresó hace poco a este país, después de muchos años de ausencia.

—Así es.

—¿Pero no le ha dado ninguna carta de recomendación para mí?

—No se la pedí.

La señorita Battersby miró extrañada a Poirot.

—Habría insistido en acompañarme —manifestó aquél—. Su presencia, entonces, me habría coaccionado, impidiéndome formular las preguntas que yo deseo formularle, ya que lo más probable es que las contestaciones correspondientes le afectaran dolorosamente. No hay por qué atormentarlo más… Ya sufre el hombre bastante en estos momentos.

—¿Le ha pasado algo a Norma?

—Espero que no… Claro que cabe siempre la posibilidad de que haya sufrido algún accidente. ¿Se acuerda usted bien de la muchacha, señorita Battersby?

—Me acuerdo de todas mis alumnas. Mi memoria es excelente. Meadowfield en todo caso, no es un colegio muy grande. No teníamos más que doscientas internas.