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Su actitud había sido dictada por la sensatez. Había querido que Norma saliese de la casa, librándose ella misma de un peligro. Había colaborado también con su marido en la tarea de evitar un escándalo en torno al suceso. Norma volvía al hogar paterno en los fines de semana para guardar las apariencias, pero su vida se desarrollaba y centraba en Londres ya. Los Restarick no iban a sugerir a la muchacha que se fuese a vivir con ellos cuando hallasen la casa que buscaban en la capital. Actualmente, eran muchas las jóvenes que vivían alejadas del recinto familiar. Aquel problema, pues, había quedado totalmente resuelto.

Sin embargo, Poirot seguía preguntándose: ¿quién había administrado a Mary Restarick el veneno? Porque él continuaba sin ver la solución del enigma. El propio Restarick contemplaba en su hija a la autora de la acción…

¿Por qué?

Jugó ahora con una serie de posibilidades concernientes a Sonia. ¿Qué hacía esta joven en aquella casa? ¿Cómo había llegado allí? Sir Roderick bebía los vientos por la chica… Tal vez Sonia abrigaba el propósito de quedarse en Inglaterra para siempre. ¿Y si sus proyectos eran exclusivamente de índole matrimonial? Todos los días había casamientos desiguales. Hombres de edad avanzada, como sir Roderick, contraían matrimonio con chicas jóvenes. ¿Por qué no podía pensar Sonia en tal cosa? Una posición social segura, una viudez en perspectiva sin inquietudes… ¿O se había señalado otras metas? ¿Habíase presentado en los jardines de Kew con los documentos que sir Roderick echara de menos escondidos entre las páginas de un libro?

¿Desconfiaba Mary Restarick de ella? ¿Le inspiraban recelos sus actividades, su pretendida lealtad? ¿Habría querido saber en qué empleaba sus días de asueto? ¿Habría ansiado averiguar con qué amigos se reunía? ¿Era Sonia la administradora del veneno? ¿Era ella quien había calculado la dosis, siempre pensando en no despertar sospechas, en alcanzar el objeto propuesto provocando una simple gastroenteritis?

Luego, Poirot decidió apartar su atención de «Crosshedges»…

Pensó en la llegada de Norma a Londres y procedió a considerar las tres jóvenes que compartían en la ciudad un piso.

Claudia Reece-Holland, Frances Cary y Norma Restarick… Claudia Reece-Holland era hija de un miembro del Parlamento, de un hombre público, acomodado. A ella se la conceptuaba como una secretaria capaz, instruida, de excelente físico, una profesional de primera clase…

Frances Cary era hija de un abogado. Sus inclinaciones artísticas habíanle llevado a la escuela dramática y luego al Slade. Había trabajado para el «Arts Council», comenzando después a trabajar para una galería de arte. Ganaba un buen sueldo y se juntaba con gente bohemia. Conocía a David Baker, pero esta relación era, al parecer, casual. ¿Estaría enamorada del joven? Poirot se dijo que él venía a representar el tipo de hombre generalmente rechazado por los padres al pensar en sus hijas. ¿En qué radicaba su atractivo desde el punto de vista de ellas? Poirot no acertaba a verlo. Sin embargo tenía que aceptar aquél como un hecho. ¿Y qué opinión se había forjado él mismo de David?

Era, indudablemente, un muchacho de buen aspecto y aire insolente. Se acordaba de su burlona sonrisa cuando tropezara con él en «Crosshedges»… ¿Habíase presentado entonces en la finca por cuenta de Norma? ¿Efectuaba alguna inspección con cualquier fin particular? Poirot recordó la conversación que habían sostenido en el coche. El joven tenía personalidad, poseía facultades. Pero había una faceta de su carácter que distaba mucho de satisfacer al observador imparcial. Poirot cogió uno de los papeles que tenía sobre la mesa, al lado, comenzando a releerlo. Un historial no criminal positivamente. Y, no obstante, no podía ser calificado de bueno. Pequeños fraudes en diversos garajes, actos de puro gamberrismo y cosas por el estilo. Había estado en libertad vigilada dos veces. Todo aquello era el pan nuestro de cada día. Poirot no calificaba sus acciones de malvadas. No llegaba a tanto. David había sido un artista del pincel que prometía. Era de los individuos que rechazan el trabajo sistemático, sostenido. Resultaba vano, orgulloso. Era un «pavo real», que andaba por el mundo prendado de su propio físico. ¿Habría algo más?

Extendió una mano luego, colocándose ante los ojos el papel en que había trazado un esbozo del diálogo de Norma y David en el establecimiento público, tal como lo recordara, por lo menos, la señora Oliver. Movió la cabeza, ponderativo. Dudaba. ¿En qué punto del relato había empezado a estremecerse la imaginación de su amiga? ¿Hablaba sinceramente el muchacho al proponerle a Norma el matrimonio? No se podía dudar, en cambio, de la naturaleza de los sentimientos de ella hacia David. ¿Disponía de una fortuna personal? Era la hija de un hombre rico, pero esto no era lo mismo, aunque lo pareciera. Poirot, cansado, lanzó una exclamación de impaciencia. No se había acordado de estudiar el testamento de la difunta señora Restarick. Consultó diversos papeles. No. El señor Goby no había descuidado tan interesante extremo. Por lo que se apreciaba la primera señora Restarick había disfrutado de dinero, gracias a su esposo, durante toda su existencia. Había percibido una renta anual de mil libras esterlinas. Todo cuanto poseyera fue a parar después a su hija. Poirot calculó que aquello no constituía un señuelo suficientemente poderoso para que una persona interesada pensase en el matrimonio. Probablemente, como tal hija única, Norma heredaría de su padre mucho dinero. La cosa cambiaba mucho, sin embargo. El padre podía dejarle muy poco si le desagradaba el esposo elegido.

Tenía que creer que David amaba realmente a la joven, ya que estaba dispuesto a hacerla su mujer. Pero… Poirot movió la cabeza expresivamente una vez más. (Habría hecho media docena de veces el mismo gesto). Todas estas cosas no casaban bien, no componían un planteamiento satisfactorio. Se acordó del despacho de Restarick, de su mesa de trabajo, del cheque que había extendido, al parecer con el propósito de «comprar» al muchacho, ¡quien daba la impresión de acceder a «venderse»! Otra falta de concordancia. El cheque extendido a nombre de David Baker lo había sido por una fuerte suma. La suma era de tal importancia que supondría una fuerte tentación para cualquier joven pobre de no muy claras inclinaciones. Y sin embargo, sólo el día anterior él había hablado de matrimonio a Norma. Podía haber sido también un movimiento en el transcurso del juego, un movimiento proyectado con la única intención de elevar el precio de la «venta». Poirot evocó la figura de Restarick tras su mesa, con los labios apretados. Debía de haber puesto mucho amor propio en aquel asunto para decidirse a pagar una cantidad exorbitante de dinero. Y demostraba haberse asustado mucho al calibrar la posibilidad de que la chica estuviese decidida a casarse a toda costa con David.

De Restarick pasó a Claudia… Claudia y Andrew Restarick. ¿Había llegado a ser ella su secretaria por pura casualidad? Quizás existiera entre los dos un lazo de unión. Claudia… Pensó detenidamente en la joven. Tres muchachas en un piso, el piso de Claudia Reece-Holland. Ella había sido quien tomara el piso, compartiendo la renta con una amiga, una amiga de antes, y luego, con otra chica, la «tercera chica». La tercera muchacha, pensó Poirot. Sí, siempre volvía a aquel punto. La tercera muchacha. Aquí había venido a parar al final. Era inevitable. El hilo de sus razonamientos terminaba allí. En Norma Restarick.