La muchacha se había presentado en su casa mientras él desayunaba. Con ella había estado sentado alrededor de la mesa de un establecimiento público, la misma mesa en que Norma había estado comiendo habas cocidas con el hombre que amaba. (¡Siempre se encontraban a las horas de las comidas!, observó Poirot). ¿Y qué pensaba él de Norma? En primer lugar: ¿qué pensaba la gente acerca de la chica?
Restarick hablaba desesperado de su desaparición. Estaba atemorizado. No solamente sospechaba… Se hallaba seguro, aparentemente, de que Norma había sido la autora del intento de envenenamiento de Mary. Había consultado con un médico el caso. A Poirot le habría gustado charlar con el doctor, si bien dudaba de que tal gestión le hubiera conducido a alguna parte. A los médicos no les gusta compartir con nadie sus averiguaciones en el terreno profesional. Necesitan la presencia de un pariente para explayarse.
Pero Poirot era capaz de imaginarse con bastante exactitud las declaraciones del doctor consultado. Habría insistido en que era preciso aplicar un tratamiento. Debía de haberse mostrado cauteloso, como sólo saben serlo los médicos. Probablemente, no habría hablado de trastornos mentales, pero sí sugeriría cualquier cosa sobre este particular. En efecto, el doctor pensaría para sí que allí estaba el quid de todo. Como buen profesional, sabría cuanto se puede saber acerca de las muchachas histéricas y que éstas hacen cosas que no son realmente consecuencia de perturbaciones mentales, sino de una mezcla de celos y otras emociones. Probablemente, la persona consultada no era especialista en psiquiatría, ni neurólogo. Tal vez fuera un practicante, un hombre de experiencia, quien no se avendría a correr ciertos riesgos formulando algunas acusaciones, pero, en cambio, apuntaría ideas con toda despreocupación. Un trabajo en un sitio o en otro, en Londres, por ejemplo… ¿Un tratamiento a fondo dirigido por un especialista más tarde?
¿Qué pensaban los demás de Norma Restarick? Claudia Reece-Holland… Poirot no sabía contestarse a esto. No podía deducir la respuesta de los informes que tenía de la joven. Era capaz de guardar un secreto. Con toda seguridad que sólo lo revelaría cuando ella quisiera. No había dado señales de pretender echar del piso a Norma, decisión que hubiera estado justificada nada más que con alegar el estado mental de la «tercera muchacha». Norma Restarick no había regresado al piso después del fin de semana en la casa del padre. A Claudia le había enojado esto. Era posible que Claudia influyese más de lo que parecía en el planteamiento general del problema… Poirot se dijo que era una joven inteligente, que realizaba su trabajo con gran eficiencia… Luego, su atención volvió a concentrarse en Norma, en la «tercera muchacha» de nuevo.
¿Cuál era su papel dentro del caso? ¿Podría ser considerada la pieza fundamental del rompecabezas, una de las que le permitirían el rápido ensamble de la mayor parte de los elementos del «puzzle»? ¿Era una Ofelia? Existían dos opiniones a este respecto… Igual que había dos sobre Norma. ¿Estaba Ofelia loca o pretendía estarlo? Las actrices no se habían mostrado nunca de acuerdo a la hora de decidir cómo había de ser presentado el papel… Bueno, no, los productores. Era de ellos de quienes salían las ideas. ¿Estaba Hamlet cuerdo o loco? Que cada uno decidiera según su leal manera de ver y entender. ¿Estaba Ofelia loca o cuerda?
Al referirse a su hija, Andrew Restarick no había empleado el vocablo «loca». Había hablado siempre de «una perturbación mental», preferentemente. Otros calificativos habían sido «algo ciego», «un tanto extravagante». En cuanto al juicio de la mujer de la limpieza… ¿Se obraba prudentemente aceptando la opinión de los servidores? Poirot pensaba que sí. En Norma existía algo raro, desde luego. La recordó en el instante de entrar en su habitación, peinada y vestida como tantas otras chicas modernas, con sus cabellos caídos sobre los hombros, el vestido sin personalidad, el aire desprendido, la mirada de una persona adulta.
«Lo siento. Es usted demasiado viejo».
Tal vez tuviera razón. Él la había mirado con los ojos de un viejo prácticamente, sin demostrar admiración. Y Norma no había adoptado la pose instintiva de la mujer, deseosa siempre de agradar. Sus gestos estaban exentos de coquetería. Era una muchacha carente de sentido, que no pensaba en su feminidad. No había en ella encanto, ni misterio, ni atracción. Tal vez no tuviera nada que ofrecer al hombre, si se exceptuaba lo rigurosamente vital, lo puramente biológico. Quizás hubiese tenido razón al rechazarlo. Él no podía ayudarla porque no la comprendía, porque era totalmente incapaz de apreciar y valorar sus sentimientos. Poirot había hecho por la chica todo lo que pudiera. Ahora bien, ¿qué ventajas habíanse derivado de su actitud? ¿Qué realizaciones cabía señalar? La contestación acudió rápidamente: La había mantenido a salvo. Eso, por lo menos. Pero, ¿necesitaba Norma ser puesta a salvo de algún peligro? Era éste un punto extraordinariamente interesante. Su confesión… ¡Oh! ¿Confesión o anuncio? Quizás he cometido un crimen…
Un momento. Llegaba a la clave del enigma. Aquél era su oficio. Enfrentarse con el crimen, aclarar el crimen, ¡impedir el crimen! Tenía que ser un buen sabueso, rastreador del delito. Un crimen anunciado. Una acción violenta en alguna parte. La había buscado. Sin encontrarla. ¿El incidente del arsénico en la sopa? ¿La escena de los jóvenes gamberros atacándose mutuamente navajas en mano? Recordaba la frase ridícula y siniestra: manchas de sangre en el patio. Una bala que sale del corazón de un revólver… ¿Contra quién? ¿Por qué?
No existía seguramente una fórmula criminal que se acomodara a las palabras de la chica. ¿Quizás he cometido un crimen? Poirot había estado dando tropezones en la oscuridad, esforzándose por ver el planteamiento del caso criminal, calculando en qué parte del mismo encajaba la «tercera muchacha». Pues bien, siempre habíase visto obligado a retroceder, apremiado por la urgente necesidad de saber cómo era aquella muchacha en realidad.
Y luego, con frase accidental, Ariadne Oliver le había enseñado la luz: el supuesto suicidio de una mujer en Borodene Mansions. Este hecho encajaba perfectamente en el rompecabezas. La «tercera muchacha» vivía precisamente allí. Tenía que tratarse del crimen que él había estado buscando; otro crimen cometido en la misma fecha hubiera sido una coincidencia demasiado grande. Aparte de que no se sabía de ningún otro que hubiera tenido lugar entonces. Ninguna otra muerte la habría impulsado a consultarle a él, a Poirot, a toda prisa, tras haber escuchado en cierta reunión las alabanzas prodigadas por la señora Oliver al mencionar al detective privado. Y así, cuando Ariadne le había hablado con toda naturalidad de la suicida, él experimentó la impresión de haber hallado lo que estuviera buscando con tanto empeño.
Allí tenía la pista. La respuesta a su perplejidad. Aquel hallazgo era lo que andaba necesitando. El porqué, el cuándo, el dónde…
—Quelle déception! —exclamó Hércules Poirot en voz alta.
Extendió una mano para coger un papel en que había sido escrito el resumen de una existencia de mujer. Allí estaban los datos más sobresalientes de la vida de la señora Charpentier. Una mujer de cuarenta y tres años de edad, de buena posición social, de la que se afirmaba que había sido una joven alocada… Dos matrimonios… Dos divorcios… Una mujer que sentía una gran afición por los hombres. Años más tarde se había ido entregando progresivamente a la bebida. Gustaba mucho de las reuniones de amigos. Se decía de ella que se había procurado últimamente la compañía de gente mucho más joven, hombres sobre todo. Vivía sola, en su apartamento de Borodene Mansions. Poirot se hacía cargo de lo que habría sido aquel tipo de mujer. Y hasta comprendía por qué una mañana, al despertar y enfrentarse con un nuevo día, desesperada, había sentido el impulso de arrojarse a la calle por una de las ventanas de su piso.