Lo que estaba viendo parecía pertenecer a una fantástica pesadilla. Sobre el suelo yacía tendido boca abajo un hombre joven, de excelente figura. Tenía los brazos en cruz; sus cabellos, de color castaño, le caían sobre los hombros. Llevaba una chaqueta de terciopelo carmesí y su blanca camisa se hallaba manchada de sangre.
La señorita Jacobs advirtió un gran sobresalto que en el cuarto había una segunda figura. Una muchacha se hallaba pegada al muro… Un Arlequín parecía ir a saltar sobre ella desde el empapelado.
La chica vestía un modelo de lana. Un espeso mechón de oscuros cabellos le caía sobre una mejilla. En la mano tenía un cuchillo de cocina. Las miradas de las dos mujeres se cruzaron…
Luego, la joven, lentamente, como si contestara a una pregunta, dijo:
—Sí. Le he matado… La sangre del cuchillo me ha manchado las manos… Entré en el cuarto de baño para lavármelas, pero no es fácil nunca… Y después he vuelto aquí para ver si es cierto que… Sí que lo es, sin embargo… ¡Pobre David! Supongo que tenía que hacerlo…
De la boca de la señorita Jacobs salieron unos vocablos, unas frases que más tarde juzgaría absurdas.
—¿Sí? ¿Y por que tenías que hacer una cosa como ésta, muchacha?
—Lo ignoro… Al menos… supongo… que debía proceder así. Estaba en un gran apuro. Me hizo venir… y yo acudí a su llamada. Pero quería librarme de él. Deseaba separarme de él. En realidad no le amaba.
La joven dejó el cuchillo encima de una mesa, sentándose a continuación.
—No es bueno odiar a una persona —dijo ahora—. No. No lo es— porque una no sabe a dónde puede llegar… Como Louise…
Seguidamente, añadió:
—¿No cree usted que sería mejor que llamara a la policía?
Obedientemente, la señorita Jacobs cogió el teléfono, marcando el 099.
* * *
En la habitación empapelada con el motivo del Arlequín se habían reunido ahora seis personas. Habían transcurrido muchas horas. La policía había entrado y salido de allí muchísimas veces.
Andrew Restarick, sentado, estaba muy quieto. Parecía un hombre al que acabaran de asestar un tremendo mazazo. Repetía periódicamente las mismas palabras: «No puedo creerlo, no puedo creerlo…» Le habían llamado por teléfono a su despacho y se acababa de presentar en compañía de Claudia Reece-Holland. Siempre silenciosa, siguió siendo eficiente en todo momento. Habíase encargado de llamar a unos abogados, de telefonear a «Crosshedges», de poner a unos agentes de la propiedad inmobiliaria en contacto con Mary Restarick… Finalmente, administró a Frances Cary un sedante, ordenándole que se acostara.
Hércules Poirot y la señora Oliver hallábanse sentados. Habían llegado juntos y al mismo tiempo que la policía.
El último en arribar, cuando el apartamento se había despejado bastante ya, fue un hombre de tranquilos ademanes, grisácea cabeza y agradables maneras. Tratábase de Neele, inspector jefe de Scotland Yard, quien saludó a Poirot con una leve inclinación de cabeza, siendo presentado a Andrew Restarick. Un individuo muy alto, de rojos cabellos, se había plantado junto a una ventana, contemplando el patio central de la edificación.
¿Qué estaban esperando allí todos? se preguntó la señora Oliver. El cadáver había sido retirado; los fotógrafos y diversos técnicos de la policía habían dado fin a sus respectivas tareas. De la habitación de Claudia habían pasado al cuarto de estar… Indudablemente, habían estado aguardando la llegada del hombre de Scotland Yard.
—Si desea que yo me retire… —dijo la señora Oliver.
—Usted es Ariadne Oliver, ¿no? Prefiero que se quede, si no tiene inconveniente. Sé que no le ha resultado agradable la experiencia.
—Me ha parecido algo irreal, fantástico.
La señora Oliver cerró los ojos… Evocó los detalles de aquella historia. El «pavo real», tendido en el suelo, se le había antojado una figura teatral con sus extravagantes ropas. Y la chica… la chica había sido otra cosa… No la incierta Norma de «Crosshedges» —la Ofelia carente de atractivos, como Poirot había aludido a ella—, sino una serena mujer, símbolo de la dignidad de la tragedia, aceptando, con orgullosa resignación, su destino.
Poirot había preguntado si podía hacer un par de llamadas telefónicas. Una había sido a Scotland Yard. El sargento de la policía accedió a la petición después de haber hecho, receloso, una consulta por teléfono. Seguidamente, dirigió al detective al aparato auxiliar instalado en la habitación de Claudia. Poirot cerró la puerta a su espalda nada más entrar en aquélla.
El sargento miraba a su alrededor, no muy convencido todavía de cómo se desarrollaban las cosas allí. Murmuró unas palabras al oído de su subordinado.
—¿Quién será este hombre? —inquirió—. ¡Qué facha tan rara la suya!, ¿eh?
—Me han dicho que es extranjero. ¿Pertenecerá al servicio especial?
—No creo. Era con Neele, el inspector jefe, con quien deseaba hablar.
El otro enarcó las cejas y ahogó un silbido.
Después de hacer sus llamadas, Poirot abrió la puerta, levantando una mano en dirección a la señora Oliver, para que ésta se uniera a él. Los dos se sentaron sobre el borde del lecho de Claudia Reece-Holland, uno junto al otro.
—Me gustaría poder hacer algo —manifestó Ariadne, siempre pronta para la acción.
—Paciencia, chère madame.
—Usted sí que acaba de rebelarse contra esta inactividad…
—En efecto… He estado hablando por teléfono… Nada podemos intentar mientras la policía no haya dado fin a sus investigaciones preliminares.
—¿Ha llamado al padre de la chica? ¿No podría conseguir que la pusieran en libertad bajo fianza?
—Con los casos criminales, eso, amiga mía, no procede —repuso Poirot secamente—. La policía se ha puesto ya en contacto con el padre. La señorita Cary se encargó de facilitarles su número de teléfono.
—¿Dónde para la muchacha?
Se encuentra en el piso de al lado, en el de la señorita Jacobs, según tengo entendido. Tiene los nervios destrozados, la pobre. Ella fue quien descubrió el cadáver. Salió de este apartamento dando gritos.
—Es esa joven tan… artística, ¿verdad? Claudia habría sabido dominarse.
—Estoy de acuerdo con usted. Se trata de una mujer muy… equilibrada.
—¿A quién telefoneó usted, concretamente?
—En primer lugar al inspector jefe Neele, de Scotland Yard.
—¿Aceptará esta gente con agrado su presencia aquí?
—¡Qué remedio les queda! Últimamente, ha efectuado unas indagaciones por mí sugeridas, las cuales es posible que arrojen luz sobre este asunto.
—¡Oh! Ya entiendo… ¿A quién más llamó?
—Al doctor Stillingfleet.
—¿Quién es él? ¿Va a declarar que Norma está loca y que no puede evitar sus criminales inclinaciones?
—Su fama profesional le autoriza a prestar declaraciones muy autorizadas en este sentido ante un tribunal si es preciso.
—¿Sabe él algo acerca de la muchacha?
—Me atrevo a afirmar que bastante. De Norma Restarick ha estado cuidando desde el día en que usted la localizó en aquel establecimiento público.
—¿Quién la puso en sus manos? Poirot sonrió.
—Yo… Dicté ciertas instrucciones por teléfono poco antes de visitar el local en que había estado usted.
—¿Qué me dice? Me ha tenido usted desilusionada día tras día, hasta el punto de que he pasado las horas, siempre que nos hemos visto, incitándole a actuar… Y usted ha actuado, en efecto. ¡Pero sin decírmelo! ¡Monsieur Poirot! ¡No me ha dicho una palabra! ¿Cómo ha podido ser conmigo tan… tan duro?
—No se irrite, madame, se lo ruego. Procedí así con la mejor de las intenciones.
—Todos decimos lo mismo cuando hemos hecho algo particularmente enojoso. ¿Qué tiene usted más que contarme?