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—Sería, simplemente, una mujer que se sentía muy sola —sugirió Poirot.

—No era tal la impresión que daba —manifestó la señorita Jacobs acremente—. Se señaló en la encuesta judicial que se hallaba deprimida por su falta de salud. Todo era producto de su imaginación. Parece ser que no le pasaba absolutamente nada.

Habiendo terminado de hablar de la señora Charpentier sin la menor simpatía, la señorita Jacobs se apresuró a retirarse.

Poirot concentró su atención en Andrew Restarick, al que preguntó en tono afable:

—¿Es cierto, señor Restarick, que usted se relacionó en otro tiempo con la señora Charpentier?

Restarick guardó silencio unos segundos. Luego, suspiró profundamente, fijando la vista en Poirot.

—Sí. Hace muchos años de eso… La conocí bien, sí. Pero no bajo el apellido Charpentier. Cuando empezamos a tratarnos se llamaba Louise Birell.

—Estuvo usted enamorado de ella…

—En efecto. Locamente enamorado. Hasta el punto de abandonar a mi esposa y a mi hija por su culpa. Nos trasladamos a África del Sur. Al cabo de un año todo se fue abajó. Ella regresó a Inglaterra. No volví a saber de Louise. Nunca supe qué suerte había corrido.

—¿Y su hija? ¿Conocía su hija también a Louise Birell?

—Seguramente no se acordaría de ella. Tenía cinco años cuando…

—Pero, ¿la conocía? —insistió Poirot.

—Sí —repuso Restarick—. Es que Louise venía a nuestra casa. Solía jugar con la niña.

—Entonces es posible que la recordara al cabo de los años, ¿no es así?

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Ignoro qué aspecto tenía; no sé si había cambiado mucho. No volví a verla, como ya le he dicho.

Poirot insinuó tozudamente:

—Pero sí tuvo noticias de ella, ¿verdad? Es decir, a raíz de su regreso a Inglaterra, ¿eh, señor Restarick?

Otra pausa. Y un nuevo suspiro, que revelaba cierto desasosiego.

—Efectivamente. Tuve noticias de ella… —manifestó Restarick. A continuación, asaltado por una repentina curiosidad, añadió—: ¿Cómo se ha enterado de eso, monsieur Poirot?

De uno de los bolsillos, Poirot extrajo un papel cuidadosamente plegado. Después de desdoblarlo, lo puso en manos de Andrew.

Éste procedió a leerlo, frunciendo el ceño.

Mi querido Andy:

Me he enterado por la prensa que has regresado a Inglaterra. Debiéramos vernos para hablar de lo que los dos hemos hecho a lo largo de estos últimos años…

El texto quedaba interrumpido aquí… Para seguir más adelante:

Andy. Piensa en quién es la que te dirige estas líneas. Soy Louise. No te atreverás a decirme que me has olvidado, ¿verdad?

Mi querido Andy:

Como verás por el membrete de esta carta, vivo en el mismo bloque de pisos que tu secretaria. ¡El mundo es un pañuelo, querido! Tenemos que vernos. Te invito a beber lo que te apetezca más, el lunes o el martes de la semana que viene… ¿Puede ser?

Andy querido: Tengo que verte de nuevo… Nadie me ha importado nunca tanto como tú… No me habrás olvidado, ¿verdad?

—¿Cómo ha ido a parar a sus manos esto? —inquirió Restarick mirando inquisitivamente a Poirot y señalando la carta.

—Salió de un camión de mudanzas y llegó a mi poder gracias a una excelente amiga mía —contestó Poirot volviendo la cabeza hacia la señora Oliver.

Restarick miró a aquélla sin la menor simpatía.

—Fue algo inevitable —declaró la señora Oliver, interpretando correctamente su mirada—. Supongo que era su mobiliario el que era trasladado. A los hombres que realizaban aquel trabajo se les fue una mesa. Uno de los cajones de la misma se abrió, quedando esparcidas por el suelo un montón de cosas. El viento arrastró hasta mis pies ese papel, que cogí. Quise entregarlo a los mozos del camión, pero los dos estaban muy irritados y no quisieron saber nada, procediendo yo a guardarme el escrito en un bolsillo del abrigo, sin fijarme siquiera en lo que hacía. Ya no me volví a acordar de él, hasta esta tarde, cuando me encontraba ocupada vaciando los bolsillos, pues me proponía enviar a aquella prenda a la tintorería. En consecuencia, no se me puede echar nada en cara.

La señora Oliver guardó silencio. Se había quedado casi sin aliento con su largo discurso.

—Esto es un borrador —dijo Poirot—. ¿Llegó la carta original a su poder al fin?

—Sí… Recibí la más seria de las versiones. Pero no la contesté. Creí que era lo más prudente.

—¿No quería volver a enfrentarse con ella?

—¡Se trataba de la última persona a quien hubiera querido ver en este mundo! Louise siempre fue una mujer particularmente difícil. Y yo había oído contar algunas cosas de ella… Entre otras, que se hallaba entregada por completo al alcohol. Había otras… más graves.

—¿Conservó usted la carta?

—¡No! ¡La rompí!

El doctor Stillingfleet formuló bruscamente una pregunta.

—¿Le habló su hija de esa mujer en alguna ocasión?

Restarick no parecía dispuesto a contestar a aquélla.

El doctor Stillingfleet le apremió.

—Podría ser muy significativo si procedió así, ¿sabe?

—¡Vaya con los médicos y sus raras salidas! Pues sí: me habló de ella en una ocasión.

—¿Qué le dijo la chica exactamente?

—Sin previa preparación, me notificó: «El otro día vi a Louise, papá». Experimenté un tremendo sobresalto. Le pregunté: «¿Dónde la viste?» Y mi hija me contestó: «En el restaurante del inmueble». Me agité inquieto. «Jamás me imaginé que te acordaras de esa mujer». Norma me dijo entonces: «No la he olvidado. Mamá no habría tolerado que la olvidara. Aunque yo hubiese querido».

—Sí —corroboró el doctor Stillingfleet—. Eso, ciertamente, es expresivo.

—Su turno, mademoiselle —dijo Poirot, volviéndose repentinamente hacia Claudia—. ¿Le habló Norma alguna vez de Louise Charpentier?

—Sí… Tras su suicidio. Creo que me indicó que había sido una mujer perversa.

—¿Se hallaba usted en el inmueble aquella noche… mejor dicho, a primera hora de la mañana, el día en que se suicidó la señora Charpentier?

—Aquella noche no estaba yo aquí, no. Me encontraba ausente. Recuerdo que llegué al día siguiente, enterándome entonces del suceso.

Claudia miró a Restarick.

—¿Se acuerda usted…? Hablo del día veintitrés. Me había desplazado a Liverpool.

—Sí, sí, desde luego. Tenía usted que representarme en la reunión del Henver Trust.

Poirot inquirió:

—Pero Norma durmió aquella noche aquí, ¿verdad?

—Sí.

Claudia no acertaba a estarse quieta.

—¡Claudia! —Restarick dejó caer una mano sobre el brazo de la joven—. ¿Qué es lo que usted sabe acerca de Norma? Debe de haber algo, algo que usted me oculta.

—Nada. ¿Qué voy a saber?

—Usted cree que está loca, ¿eh? —dijo el doctor Stillingfleet en un tono de voz normal—. Lo mismo le ocurre a la chica de los cabellos negros. Y también a usted —añadió volviéndose rápidamente hacia Restarick—. Y todos se andan con buenos modales, ¡nos andamos!, evitando el motivo principal, pero pensando en la misma cosa. Con la excepción, hay que señalarlo, del inspector jefe. Él no opina nada. Él recoge los datos, resume el hecho: locura o delito. ¿Y usted qué dice de la señorita Norma, señora?

—¿Yo? —inquirió dando un salto en su asiento la señora Oliver—. No sé…

—Se reserva su juicio, ¿eh? No se lo reprocho. Todo esto es difícil. ¿Hay en realidad aquí una persona que piense que la muchacha está cuerda? Aquí o fuera de aquí.

—La señorita Battersby —manifestó Poirot.

—¿Y quién diablos es la señorita Battersby?

—Una profesora.

—Pues si yo tuviera alguna vez una hija la enviaría a su colegio… Naturalmente, el caso mío, la situación mía, es distinta a la de ustedes. Yo hablo con conocimiento de causa. ¡Yo sé todo lo que se puede saber acerca de la muchacha!