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—¡No me hagas preguntas! Yo no me encontraba allí. Eres tú quien nos está refiriendo el episodio. Pero hubo otro asesinato antes de ése, ¿no? Un asesinato anterior…

—¿Se refiere a… Louise?

—Sí. Me refiero a Louise… ¿Cuándo pensaste en matarla por vez primera?

—Hace años. ¡Oh! Hace ya algunos años.

—¿Siendo tú una niña?

—Sí.

—Tuviste que aguardar mucho tiempo, ¿verdad?

—Lo había olvidado todo ya.

—Hasta que te volviste a enfrentar con ella y la reconociste, ¿eh?

—Sí.

—De niña, ya la odiabas. ¿Por qué?

—Porque me quitó a mi padre y se lo llevó lejos de mí.

—Y porque hizo de tu padre un ser desgraciado…

—Mamá odiaba a Louise. Decía siempre que Louise era una mujer muy perversa.

—Te hablaría con frecuencia de ella, ¿verdad?

—Sí. Yo habría preferido que se callase… No quería volver a oír hablar de ella.

—Te resultaba monótona la insistencia, ya veo. El odio no es creador. ¿Experimentaste el deseo de matarla cuando la viste nuevamente?

Norma consideró un momento la respuesta. Un débil centelleo de interés asomó a sus ojos.

—Pues… no, realmente. Tuve la impresión de que todo quedaba ya demasiado lejos. No podía imaginarme a mí misma… Ésa es la razón de que…

—¿Por qué no estabas completamente segura de haberla matado?

—Me asaltó la idea de que no había sido yo… Sentí como si todo hubiera sido un sueño. Llegué a pensar que había sido ella quien, espontáneamente, se arrojara por la ventana de su piso.

—¿Y por qué no pudo ser así?

—Por otro lado, yo estaba convencida de haberlo hecho.

—¿Dijiste eso? ¿Quién te sugirió que formularas tal declaración? Norma movió la cabeza.

—Yo no debo… Fue alguien quien intentó ser amable conmigo… ayudarme. Ella dijo que iba a fingir que no sabía nada acerca de eso —las palabras salían de la boca de Norma rápidamente. La joven se hallaba muy excitada—. Yo me encontraba frente a la puerta del apartamento de Louise, la puerta con el número setenta y seis. Acababa de salir… Me figuré que había estado caminando como una sonámbula. Ellos (ella), dijeron que había sido un accidente. Abajo… En el patio. Ella se aferró a que yo no había tenido que ver nada con el suceso. Nadie se enteraría… Y yo no podría recordar lo que había hecho… Tenía algo, además en la mano…

—¿Algo? ¿Qué era ese algo? ¿Sangre, quieres decir?

—No, no era sangre… un trozo de cortina rota. De cuando la empujé…

—¿Te acuerdas claramente de ese instante?

—No, no. Eso era terrible. Yo no me acordaba de nada. He ahí el motivo de que yo esperara… Por tal causa fui a… —Norma miró a Poirot—, a verle…

La chica tornó a fijar los ojos en Stillingfleet.

—Nunca recordaba las cosas que había hecho, ni una sola, jamás. Pero a medida que pasaba el tiempo me sentía más atemorizada. Notaba en mi memoria horas… en blanco, completamente en blanco, horas que yo no sabía con qué llenar. No sabía dónde había estado en esos momentos ni lo que había hecho… Luego, encontré algunas cosas, cosas que yo debía de haber escondido. Mary estaba siendo envenenada lentamente por mí… Lo descubrieron en el hospital. Y tropecé con el herbicida que antes escondiera en un cajón. En este piso apareció un cuchillo… ¡Y yo poseía un revólver que no recordaba haber comprado! Yo mataba a la gente, pero no recordaba mis acciones… No era, pues, una criminal…, sino… ¡una loca! Por fin comprendí. Estoy loca y me es imposible evitar todo lo demás. A los dementes no se les reprocha nada. Por el hecho de haber venido aquí, matando después a David, quedaba demostrado una vez más que soy una persona que no sabe lo que se hace, que soy una perturbada…

—¿Te gusta serlo, en realidad?

—Sí. Supongo que sí.

—En consecuencia, ¿por qué dijiste a otra persona que habías matado a una mujer haciendo que cayera desde una ventana, empujándola? ¿A quién se lo hiciste saber?

Norma miró a su alrededor. Tornaba a vacilar. Por fin, levantó una mano, señalando…

—Se lo dije a Claudia.

—Eso es mentira —repuso Claudia, mirándola desdeñosamente—. ¡Tú no me dijiste, desde que nos conocemos, nada semejante!

—Sí que te lo dije, sí.

—¿Cuándo? ¿Dónde?

—No… no lo sé.

—Ella me comunicó que te lo había confesado todo a ti —medió Frances, terminante—. Con franqueza: me figuré que todo era consecuencia de su histerismo y que estaba exagerando…

Stillingfleet miró a Poirot.

—Puede que exagerara —manifestó serenamente—. Ahora hemos de encontrar un motivo, un motivo bien justificado… ¿Por qué había de desear ella la muerte de esas dos personas? Me refiero a Louise Charpentier y David Baker… ¿Un odio infantil? ¿Un odio olvidado con el paso de los años? ¡Tonterías! De David ha dicho que era «para librarse de él». ¡Las jóvenes no matan por esa razón! Necesitamos móviles más justificados. El ansia de procurarse una gran fortuna, o sea: ¡la codicia!

El doctor miró a su alrededor y su voz cambió ahora de tono.

—Necesitamos una colaboración más amplia… Aquí falta todavía una persona. ¿Va a reunirse con nosotros aquí su esposa, señor Restarick?

—Ignoro dónde se encontrará en estos momentos Mary. He usado el teléfono. Claudia ha dejado recados en cada uno de los sitios en que hemos pensado que pueda presentarse. A estas horas debiera haber llamado ya, desde dondequiera que esté.

—Quizá nos hayamos equivocado —apuntó Hércules Poirot—. Tal vez esa señora se encuentra ya aquí… parcialmente, por así decirlo.

—¿Qué diablos sugiere usted? —gritó Restarick, enfadado.

Poirot se inclinó sobre la señora Oliver. Ésta le miró, desconcertada.

—Eso que le confié hace unos momentos…

—¡Oh!

La señora Oliver echó un vistazo al interior de su bolso de compras. Inmediatamente puso en manos de él la carpeta negra. Poirot oyó a alguien suspirar, a su lado, pero no volvió la cabeza.

Abrió la carpeta delicadamente… enseñando a los presentes una peluca ahuecada de rubios cabellos.

—La señora Restarick no se encuentra aquí. Tenemos, en cambio, su peluca. Muy interesante.

—¿De dónde ha sacado eso, Poirot? —inquirió aturdido Neele.

—Del maletín de la señorita Frances Cary, quien no ha tenido ocasión de sacarla de él… ¿Quieren ustedes que veamos cómo le sienta?

Con un solo y diestro movimiento, Poirot echó a un lado los negros cabellos que ocultaban la faz de Frances tan efectivamente. Coronada con la dorada peluca antes de que ella pudiera impedirlo, la joven miró desafiante a los reunidos.

La señora Oliver murmuró:

—¡Santo Dios! ¡Si es Mary Restarick!

Frances se retorcía como una serpiente irritada. Restarick dio un salto desde su asiento para acudir en su auxilio, pero Neele le sujetó con una mano que más bien parecía una garra, impidiéndoselo.

—No. No queremos violencias. El juego ha terminado, señor Restarick… o, mejor dicho, Robert Orwell…

El hombre lanzó una obscena exclamación. La voz de Frances se elevó con aspereza:

—¡Cierra el pico, estúpido! —dijo.

* * *

Poirot había dejado su trofeo: la peluca. Acercóse luego a Norma, acariciando una de sus manos.

—Su prueba ha terminado, jovencita. La víctima no llegará al sacrificio ya. No está usted loca, ni ha matado a nadie. Ésas son dos crueles, dos desalmadas criaturas que iban contra usted, administrándole astutamente ciertas drogas y apelando también a las mentiras… Con sus ardides pretendían empujarla lentamente al suicidio. Querían que usted fuese la primera convencida de su culpabilidad. Hubieran acabado volviéndola loca, en pocas palabras…