– Porque es su mujer -afirmó.
– Lo fue -dijo Adamsberg.
– Pero usted la acompaña de todos modos.
– Por cortesía.
– Claro -dijo el marcador.
– A las mujeres -prosiguió Angelbert en voz baja-, un día las tienes y al día siguiente ya no las tienes.
– Cuando las tienes, ya no las quieres -comentó Robert-; y cuando ya no las tienes, vuelves a quererlas.
– Las pierdes -confirmó Adamsberg.
– A saber cómo -aventuró Oswald.
– Por descortesía -explicó Adamsberg- En lo que a mí respecta, por lo menos.
Ahí tenían a un tipo que no se salía por la tangente y a quien las mujeres habían traído quebraderos de cabeza, lo que sumaba dos puntos a favor en el grupo de los hombres. Angelbert le señaló una silla.
– Tendrás tiempo de sentarte un rato, ¿no? -sugirió.
Comienzo del tuteo, aceptación provisional del montañés en la asamblea de normandos del llano. Deslizaron hacia él un vaso de vino blanco. La reunión de hombres contaba esa noche con un nuevo miembro, suceso que sería abundantemente comentado al día siguiente.
– ¿A quién han matado? En Brétilly -preguntó Adamsberg tras haber tomado el número de tragos necesario.
– ¿Matado? Querrás decir destrozado. Abatido como un desgraciado.
Oswald se sacó otro periódico del bolsillo y se lo pasó a Adamsberg, señalándole una foto con el dedo.
– En el fondo -dijo Robert, que seguía con su tema-, más valdría ser descortés primero y cortés después. Con las mujeres. Habría menos problemas.
– Cualquiera sabe -dijo el viejo.
– Cualquiera entiende -añadió el marcador.
Adamsberg miraba fijamente el artículo del periódico, con el ceño fruncido. Un animal rojo yacía en un charco de sangre con este comentario: «Odiosa carnicería en Brétilly». Dobló el diario para leer el título El montero mayor del Occidente.
– ¿Eres cazador? -preguntó Oswald.
– No.
– Entonces no puedes entenderlo. Un ciervo como éste, y encima un ocho puntas, no se mata así como así. Es una salvajada.
– Siete puntas -rectificó Hilaire.
– Perdona -dijo Oswald endureciendo el tono-, pero este bicho es un ocho puntas.
– Siete.
Enfrentamiento y peligro de ruptura. Angelbert tomó cartas en el asunto.
– No se distingue en la foto -dijo-. Siete u ocho.
Todos echaron un buen trago, aliviados. No es que la bronca no fuera regularmente necesaria en la música de los hombres, pero esa noche, con el intruso, había otras prioridades.
– Esto -dijo Robert señalando la foto con su grueso dedo- no lo ha hecho un cazador. El tipo no ha tocado al bicho, no lo ha despiezado, ni se ha llevado los honores ni nada.
– ¿Los honores?
– Las cuernas y las pezuñas. La anterior derecha. El tipo lo rajó por puro gusto. Un obseso. Y la pasma de Évreux ¿qué hace? Nada. Les importa un carajo.
– Porque no es un asesinato -dijo otro contradictor.
– ¿Quieres que te diga una cosa? Hombre o animal, cuando alguien es capaz de una escabechina así, es que no anda bien de la sesera. ¿Quién te dice que luego no va a matar a una mujer? Los asesinos se entrenan.
– Es verdad -dijo Adamsberg recordando sus doce ratas en el puerto de Le Havre.
– Pero en la pasma son tan gilipollas que no les cabe en la cabeza. Más cortos que los gansos.
– Bueno, sólo es un ciervo -objetó el objetor.
– Tú también estás tonto, Alphonse. Pero, si yo fuera madero, ya verías cómo buscaría a ese tipo, y echando leches.
– Yo también -murmuró Adamsberg.
– Ah, ¿lo ves? Hasta el bearnés está de acuerdo. Porque una carnicería así, escúchame bien, Alphonse, quiere decir que hay un pirado suelto por la zona. Y puedes creerme, porque nunca me he equivocado: no tardarás en oír hablar de eso.
– El bearnés está de acuerdo -añadió Adamsberg mientras el viejo le volvía a llenar el vaso.
– Ah, ¿lo ves? Y eso que el bearnés no es cazador.
– No -dijo Adamsberg-. Es madero.
Angelbert suspendió el gesto, deteniendo la botella de vino a medio camino por encima del vaso. Adamsberg lo miró. Empezaba el desafío. Con una ligera presión de la mano, el comisario dio a entender que deseaba que acabaran de llenarle el vaso. Angelbert no se inmutó.
– Aquí no nos gustan los maderos -enunció Angelbert, con el brazo todavía inmóvil.
– Ni aquí ni en ninguna parte -puntualizó Adamsberg.
– Aquí menos que en otros sitios.
– Yo no digo que me gusten los maderos, digo que lo soy.
– ¿No te gustan?
– ¿Para qué?
El viejo entornó mucho los ojos, reuniendo su concentración para ese duelo inesperado.
– Entonces ¿por qué lo eres?
– Por descortesía.
La respuesta pasó veloz por encima de las cabezas de los hombres, incluida la de Adamsberg, que habría tenido dificultades para explicar sus propias palabras. Pero ninguno se atrevió a expresar su incomprensión.
– Claro -concluyó el marcador.
Y el movimiento de Angelbert, interrumpido como un instante en pausa de una película, reanudó su curso, la mano se inclinó, y el vaso de Adamsberg acabó de llenarse.
– O por esto -añadió Adamsberg señalando el ciervo destripado-. ¿Cuándo fue?
– Hace un mes. Quédate con el periódico si te interesa. A la pasma de Évreux le importa un carajo.
– Tontos -dijo Robert.
– ¿Qué es esto? -preguntó Adamsberg mostrando una mancha junto al venado.
– El corazón -dijo Hilaire con asco-. Le metió dos balas en el cuerpo, le arrancó el corazón con un cuchillo y se lo dejó hecho papilla.
– ¿Es una tradición? ¿Lo de arrancar el corazón al ciervo?
Hubo un nuevo movimiento de indecisión.
– Explícaselo, Robert -ordenó Angelbert.
– La verdad es que me asombra que no sepas nada de caza siendo montañés.
– Acompañaba a los adultos cuando salían -reconoció Adamsberg-. Hice los puestos de tiro al vuelo, como todos los niños.
– Menos mal.
– Pero nada más.
– Cuando has matado al ciervo -expuso Robert-, lo desuellas para colocarlo encima de la piel. En eso, le cortas los honores y los cuartos traseros. Las entrañas no las tocas. Le das la vuelta y le sacas los lomos, y luego le cortas la cabeza, por la cuerna. Cuando has acabado, envuelves el animal en su piel.
– Exactamente.
– Pero no le quitas el corazón, rediez. Antes sí, había quien lo hacía. Pero hemos evolucionado. Ahora el corazón se lo queda la bestia.
– ¿Quién lo hacía?
– Déjalo, Oswald, eso era hace tiempo.
– Ése lo único que quería era matar y mutilar -dijo Alphonse-. Ni siquiera se llevó las cuernas. Y eso que las cuernas son lo único que quieren los que no tienen ni idea.
Adamsberg alzó la mirada hacia una gran cornamenta colgada en la pared del café, encima de la puerta.
– No -dijo Robert-. Ésa es una merda.
Una mierda, tradujo Adamsberg.
– Habla más bajo -dijo Angelbert señalando la barra, donde el dueño echaba una partida de dominó con dos jóvenes demasiado inexpertos para integrarse en el grupo de los hombres.
Robert echó una mirada al dueño y volvió hacia el comisario.
– Es un forano -explicó en voz baja.
– ¿O sea?
– Que no es de aquí. Es de Caen.
– ¿Y Caen no está en Normandía?
Hubo miradas, gestos. ¿Era apropiado informar al montañés acerca de un tema tan íntimo? ¿Tan doloroso?