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– No lo sé -dijo Adamsberg, paciente.

Entre ráfaga y ráfaga, el tenue sol de marzo le calentaba suavemente la espalda, y estaba a gusto, allí, fabricando un muro en ese jardín abandonado. Lucio Velasco Paz podía hablarle todo lo que quisiera, no le molestaba en absoluto.

– Pues muy sencillo: porque el sentimiento no ha terminado su vida. Esas cosas existen fuera de nosotros. Hay que esperar a que se acaben, hay que rascarse hasta el final. Y, si uno muere antes de haber terminado de vivir, pasa lo mismo. Los asesinados siguen vagando por ahí, unos canallas que no paran de venir a picarnos.

– Picaduras de araña -sugirió Adamsberg, cerrando el círculo.

– Aparecidos -dijo el viejo con gravedad-. ¿Comprende ahora por qué nadie quería su casa? Porque tiene fantasmas, hombre.

Adamsberg acabó de limpiar el cuezo y se frotó las manos.

– ¿Por qué no? -dijo-. No me molesta. Estoy acostumbrado a las cosas que se me escapan.

Lucio alzó el mentón y contempló a Adamsberg con cierta tristeza.

– Hombre, tú sí que no te le escaparás, si vas de listo. ¿Qué te crees? ¿Que puedes más que ella?

– ¿Ella? ¿Es una mujer?

– Es una aparecida del siglo de antes de antes, de la época de antes de la Revolución. Una vieja inmundicia, una sombra.

El comisario pasó lentamente la mano por la superficie rugosa de los bloques de hormigón.

– ¿Ah, sí? -preguntó, súbitamente pensativo-. ¿Una sombra?

II

Adamsberg preparaba el café en la gran sala-cocina, todavía poco acostumbrado al lugar. La luz entraba por los vidrios de la ventana, iluminando las antiguas baldosas, de un rojo mate, unas baldosas del siglo de antes de antes. Olores a humedad, a madera quemada, a hule nuevo, algo que, buscando bien, se asociaba a su casa de la montaña.

Puso dos tazas desparejadas en la mesa, justo donde el sol dibujaba un rectángulo. Su vecino se había sentado muy recto y se apretaba la rodilla con los dedos de su única mano. Una mano ancha, como para estrangular un buey con el pulgar y el índice, que parecía haber duplicado de volumen para compensar la ausencia de la otra.

– ¿No tendrá un algo para acompañar el café? ¿Sin que sea una molestia?

Lucio echó una mirada suspicaz al jardín, mientras Adamsberg buscaba cualquier tipo de alcohol en las cajas de cartón aún apiladas.

– ¿Su hija no le deja? -preguntó.

– No me anima a ello.

– ¿A ver esto? ¿Qué es? -preguntó Adamsberg sacando una botella de una de las cajas.

– Un Sauternes -juzgó el viejo entornando los ojos como un ornitólogo identificando de lejos un pájaro-. Es un poco temprano para un Sauternes.

– No tengo nada más.

– Pues nos arreglaremos con eso -decretó el viejo.

Adamsberg le sirvió un vaso y se instaló junto a él, exponiendo su espalda al cuadrado de sol.

– ¿Qué es lo que sabe exactamente? -preguntó Lucio.

– Que la anterior propietaria se ahorcó en la habitación de arriba -dijo Adamsberg señalando el techo con el dedo-. Por eso nadie quería esta casa. A mí, en cambio, me da igual.

– ¿Porque tiene vistos a muchos ahorcados?

– Alguno. Pero a mí los muertos nunca me han dado problemas. Me los dan sus asesinos.

– Pero, hombre, no estamos hablando de muertos de verdad, hablamos de los otros, de los que no se van. Ella nunca se fue.

– ¿La ahorcada?

– La ahorcada se fue -explicó Lucio echándose un lingotazo, como para celebrar el acontecimiento-. ¿Sabe por qué se mató?

– No.

– La casa la volvió loca. Todas las mujeres que viven aquí acaban minadas por la Sombra. Y se mueren de eso.

– ¿La Sombra?

– La aparecida del convento. Por eso el callejón se llama calle de las Corujas.

– No entiendo -dijo Adamsberg sirviendo el café.

– Había aquí un antiguo monasterio de mujeres, en el siglo de antes de antes. Eran unas monjas de las que no podían hablar.

– Serían cartujas.

– Eso es. Y se decía la calle de las Cartujas. Pero luego acabó siendo de las Corujas.

– ¿Sin que tuviera nada que ver con las lechuzas? -preguntó Adamsberg, decepcionado.

– No, son las monjas. Pero «cartujas» cuesta más de pronunciar. Car-tu-jas -añadió Lucio aplicándose.

– Cartujas -repitió lentamente Adamsberg.

– ¿Lo ve? Es difícil. Todo esto para decirle que, en aquellos tiempos, una de esas cartujas mancilló esta casa. Con el diablo, al parecer. Pero bueno, de eso no hay pruebas.

– ¿De qué tiene usted pruebas, señor Velasco? -preguntó Adamsberg sonriendo.

– Puede llamarme Lucio. Pruebas haylas. Hubo un proceso en aquel entonces, en 1771, y el convento fue abandonado, y la casa purificada. La cartuja se hacía llamar Santa Clarisa. A cambio de una ceremonia y de un dinero, prometía a las mujeres que irían al paraíso. Lo que no sabían las viejas era que el viaje era inmediato. Cuando llegaban con la bolsa llena, las degollaba. Así mató a siete. Siete, hombre. Pero una noche tuvo que vérselas con un hueso duro de roer.

Lucio se echó a reír con su risa de crío, y se rehízo.

– No hay que bromear con los demonios -dijo-. Vaya, me pica el brazo, es mi castigo.

Adamsberg lo miró agitar los dedos al aire, esperando tranquilamente la continuación.

– ¿Le alivia rascarse?

– De momento, luego vuelve a picarme. La noche del 3 de enero de 1771, una vieja fue a ver a Clarisa para comprar el paraíso. Pero su hijo, desconfiado y agarrado, la acompañaba. Era curtidor. Mató a la santa. Así -mostró Lucio asestando un puñetazo a la mesa- La aplastó con sus manos de coloso. ¿Ha seguido la historia?

– Sí.

– Si no, puedo volver a contársela.

– No, Lucio, continúe.

– Sólo que esa mala bestia de Clarisa nunca llegó a irse del todo. Porque tenía veintiséis años, ¿entiende? Así que todas las mujeres que vivieron aquí a partir de entonces salieron con los pies por delante y de muerte violenta. Antes de Madelaine (la ahorcada), hubo una señora Jeunet, en los años sesenta. Cayó sin motivo de la ventana de arriba. Y antes de la Jeunet, una tal Marie-Louise a quien encontraron con la cabeza metida en el horno de carbón, durante la guerra. Mi padre las conoció a las dos. Sólo tuvieron problemas.

Los dos hombres asintieron juntos, Lucio Velasco con gravedad, Adamsberg con cierto placer. El comisario no quería herir al viejo. Y, en el fondo, esa buena historia de fantasmas les convenía a ambos, y la hacían durar tanto tiempo como el azúcar al fondo del café. Los horrores de Santa Clarisa intensificaban la existencia de Lucio y distraían momentáneamente la de Adamsberg de los asesinatos triviales que tenía entre manos. Ese espectro femenino era mucho más poético que los dos tipos cosidos a puñaladas la semana pasada en Porte de la Chapelle. Estuvo en un tris de contar su propia historia a Lucio, ya que el viejo español parecía tener una opinión segura acerca de todas las cosas. Le gustaba ese sabio guasón de una sola mano, salvo en lo referente a la radio que zumbaba constantemente en su bolsillo. Obedeciendo a un gesto de Lucio, Adamsberg le llenó el vaso.

– Si todos los asesinados andan flotando por ahí, ¿cuántos fantasmas habrá en mi casa? ¿Santa Clarisa y sus siete víctimas? ¿Más las dos mujeres que conoció su padre, más Madelaine? ¿Once? ¿O más?

– Sólo está Clarisa -afirmó Lucio-. Sus víctimas eran demasiado viejas, nunca volvieron. A menos que estén en sus propias casas, que también es posible.

– Sí.

– Lo de las otras tres es distinto. No fueron asesinadas, sino poseídas. En cambio, Santa Clarisa no había acabado de vivir cuando el curtidor la aplastó con sus puños. ¿Entiende ahora por qué nunca han derribado la casa? Porque Clarisa habría ido a instalarse a otro sitio. En mi casa, por ejemplo. Y todo el mundo, en el barrio, prefiere saber dónde tiene su guarida.