– Así es.
– Jean-Baptiste -dijo articulando las sílabas-. El joven cretino de Jean-Baptiste Adamsberg, que creía saber más que nadie.
– Es lo que me dijiste antes de romper mi vaso.
– Jean-Baptiste -repitió Ariane con voz más lenta.
La forense dejó el taburete y fue a poner una mano sobre el hombro de Adamsberg. Pareció a punto de besarlo, pero se apresuró a meter de nuevo la mano en el bolsillo de su bata.
– Me caías bien. Dislocabas el mundo sin ser consciente siquiera. Y, por lo que cuentan del comisario Adamsberg, el tiempo no ha mejorado las cosas. Ahora entiendo: tú eres él, y él eres tú.
– En cierto modo.
Ariane se apoyó en la mesa de disección donde descansaba el cuerpo del grandullón blanco, empujando el busto del muerto para estar más a gusto. Al igual que todos los forenses, Ariane no mostraba el menor respeto hacia los difuntos. En cambio, hurgaba en el enigma de sus cuerpos con insuperable talento, rindiendo así homenaje, a su manera, a la complejidad inmensa y singular de cada uno. Los trabajos de la doctora Lagarde habían glorificado los cadáveres de vivos corrientes y molientes. Pasar por sus manos le hacía a uno entrar en la Historia. Eso sí, lamentablemente, muerto.
– Era un cadáver excepcional -recordó ella-. Lo habían encontrado en su habitación, con una carta de despedida muy refinada. Un alcalde, implicado en un escándalo y arruinado, que se había suicidado de un sablazo en el vientre, a la japonesa.
– Hasta las cejas de ginebra para darse valor.
– Lo recuerdo muy bien -prosiguió Ariane con el tono suavizado de quien rememora una bonita historia-. Un suicidio sin incidentes, precedido de una tendencia antigua a la depresión compulsiva. El consejo municipal se sintió aliviado de que el asunto no fuera más allá, ¿recuerdas? Yo había entregado mi informe, irreprochable. Tú hacías las fotocopias, las encuadernaciones, los recados, sin obedecer demasiado. Nos íbamos a tomar algo por las tardes, en los muelles. Yo rozaba la promoción, tú soñabas en tu estancamiento. En esa época, yo echaba granadina en la cerveza, y hacía espuma.
– ¿Seguiste inventando mixturas?
– Sí -dijo Ariane en tono algo decepcionado-, montones, pero sin grandes logros hasta ahora. ¿Te acuerdas de la Violina? Un huevo batido, menta y vino de Málaga.
– Yo nunca quise probar esa cosa.
– Pues dejé la Violina. Iba bien para los nervios, pero resultaba demasiado energética. Probamos muchas mezclas en Le Havre.
– Menos una.
– Vaya.
– La mezcla de los cuerpos. Ésa no la probamos.
– No. Yo todavía estaba casada y era abnegada como un perro enfermo. En cambio, formábamos un dúo perfecto para los informes que dábamos a la policía.
– Hasta que…
– Hasta que a un joven cretino llamado Jean-Baptiste Adamsberg se le metió entre ceja y ceja que el alcalde de Le Havre había sido asesinado. Y ¿por qué? Por diez ratas muertas que habías encontrado en un almacén del puerto.
– Doce, Ariane. Doce ratas desangradas de una cuchillada en el vientre.
– Bueno, pues doce. Dedujiste que un asesino ejercitaba su valor antes de llevar a cabo el ataque definitivo. Y había otra cosa. Te pareció que la herida era demasiado horizontal. Dijiste que el alcalde debería de haber sujetado el sable más inclinado, de abajo arriba. A pesar de que estaba borracho como una cuba.
– Y tiraste mi vaso al suelo.
– Le había dado un nombre, maldita sea, a esa granadina con cerveza.
– La Granalla. Hiciste que me echaran de Le Havre y entregaste el informe sin mí: suicidio.
– ¿Qué sabías tú de esas cosas? Nada.
– Nada -reconoció Adamsberg.
– Ven a tomar un café. Así me cuentas lo que te preocupa de tus cadáveres.
IV
El teniente Veyrenc había sido asignado a esa misión hacía tres semanas, y lo habían metido en un trastero de un metro cuadrado para garantizar la protección de una mujer joven a quien veía pasar por el rellano diez veces al día. Y esa mujer lo conmovía, y esa emoción lo contrariaba. Se revolvió en la silla buscando otra posición.
No tenía por qué preocuparse, eso no era más que un grano de arena en el engranaje, una astilla en el pie, un pájaro en el motor. El mito según el cual un solo pajarillo, por encantador que fuera, podía hacer estallar la turbina de un avión era una pura memez, una de las muchas que los hombres saben inventarse para meterse miedo. Como si no tuvieran suficientes preocupaciones. Veyrenc espantó el pájaro de un manotazo mental, destapó su estilográfica y se dedicó a limpiarla con esmero. No tenía otra cosa que hacer, de todos modos. El edificio estaba sumido en el silencio.
Volvió a tapar la estilográfica, la enganchó en su bolsillo interior y cerró los ojos. Hacía quince años, día por día, que se había quedado dormido a la sombra prohibida del nogal. Quince años de duro trabajo que nadie podría quitarle. Al despertar, se había curado la alergia a la salvia del árbol y, con el tiempo, había ido domesticando sus terrores, había trepado hasta las fuentes de los tormentos para erradicar las turbulencias. Quince años de esfuerzos para transformar a un chico de torso hundido y que escondía su cabello en un cuerpo robusto y un alma sólida. Quince años de energía para dejar de revolotear como vulnerable descerebrado por el mundo de las mujeres, que lo había dejado ahíto de sensaciones y saturado de complicaciones. Al ponerse en pie bajo ese nogal, se había declarado en huelga como un obrero exhausto, iniciando una jubilación precoz. Alejarse de las crestas peligrosas, aguar el vino de los sentimientos, diluir, dosificar, quebrar la compulsión de los deseos. Y no le iba nada mal, a su parecer, lejos de los líos y del caos, cerca de cierta serenidad ideal. Relaciones inofensivas y pasajeras, natación cadenciosa hacia su objetivo, labor, lectura y versificación, estado casi perfecto.
Había alcanzado su meta, lograr que lo destinaran a la Brigada Criminal de París, encabezada por el comisario Adamsberg. Estaba satisfecho, pero sorprendido. Reinaba en ese equipo un microclima insólito. Bajo la dirección poco perceptible de su jefe, cada agente dejaba crecer su potencial a su manera, abandonándose a humores y caprichos sin relación alguna con los objetivos establecidos. La Brigada había acumulado resultados indiscutibles, pero Veyrenc seguía siendo muy escéptico. A saber si esa eficacia era el resultado de una estrategia o un fruto caído de la providencia. Providencia que hacía la vista gorda, por ejemplo, al hecho de que Mercadet hubiera instalado cojines en el piso de arriba y durmiera allí varias horas al día, al hecho de que un gato anormal defecara sobre las resmas de papel, de que el comandante Danglard ocultara vino en el armario del sótano, de que hubiera por las mesas documentos que no tenían nada que ver con la investigación, como anuncios inmobiliarios, listas de la compra, artículos de ictiología, reproches privados, prensa geopolítica; todo el espectro de colores del arco iris, por lo poco que llevaba visto en un mes. Ese estado de cosas no parecía molestar a nadie, salvo quizá al teniente Noël, un tipo brutal que no encontraba nadie a su gusto. Y que, ya el segundo día, le había hecho una observación ofensiva sobre su pelo. Veinte años antes, eso lo habría hecho llorar, pero ahora le importaba un bledo, o casi. El teniente Veyrenc se cruzó de brazos y apoyó la cabeza en la pared. Fuerza inasequible enroscada en una materia compacta.
En cuanto al comisario, le había costado identificarlo. De lejos, Adamsberg no parecía gran cosa. Se había cruzado varias veces con ese hombre de poca estatura, cuerpo nervioso y movimientos lentos, rostro de relieves heterogéneos, ropa arrugada y mirada a juego, sin imaginar que se trataba de uno de los elementos con más fama, buena o mala, de la Brigada. Hasta sus ojos parecían no servirle para nada. Veyrenc esperaba una entrevista oficial con él desde el primer día. Pero Adamsberg no se había fijado en el teniente, mecido por algún chapoteo de pensamientos profundos o vacuos. Era posible que pasara un año entero sin que el comisario se diera cuenta de que su equipo contaba con un nuevo miembro.