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Los demás agentes, por su parte, no habían dejado escapar la oportunidad de cazar al vuelo la ventaja considerable que suponía la llegada de un Nuevo. Por eso se encontraba escondido en el cuartucho, en el rellano del séptimo piso, ejerciendo una vigilancia aplastante de aburrimiento. Según las normas, deberían haberlo relevado regularmente, y así había sido al principio. Pero luego los relevos habían ido espaciándose, so pretexto de que uno era propenso a la melancolía, otro al sueño, otro a la claustrofobia, a las impaciencias, a las dorsalgias, de modo que ahora era el único en montar guardia, desde la mañana hasta la noche, sentado en una silla de madera.

Veyrenc estiró las piernas como pudo. Ése era el sino de los novatos, y le importaba poco. Con la pila de libros a sus pies, el cenicero de bolsillo en la chaqueta, la vista del cielo por el ventanuco y su estilográfica en estado de uso, casi habría podido vivir feliz allí. Mente en reposo, soledad dominada, objetivo alcanzado.

V

La doctora Lagarde había complicado las cosas reclamando una gota de leche de almendras para mezclar con su cortado doble. Pero, por fin, las consumiciones acabaron llegando a la mesa.

– ¿Qué le ha pasado al doctor Romain? -preguntó mientras daba vueltas al líquido espeso.

Adamsberg alzó las manos en gesto de ignorancia.

– Tiene vapores. Como una mujer del siglo pasado.

– Vaya. ¿De dónde sacas ese diagnóstico?

– Del propio doctor Romain. No tiene depresión, no tiene patología. Pero se arrastra de un sofá a otro, entre siestas y crucigramas.

– Vaya -repitió Ariane frunciendo el ceño-. Y eso que Romain es un hombre activo, y un forense muy capaz. Le gusta su trabajo.

– Sí. Pero tiene vapores. Estuvimos dudando mucho tiempo antes de sustituirlo.

– ¿Y por qué me has hecho venir?

– Yo no te he hecho venir.

– Me han dicho que la Brigada de París me reclamaba a voz en grito.

– No fui yo, pero me vienes al pelo.

– Para quitarles esos dos chicos a los estupas.

– Según Mortier, no son dos chicos. Son dos pringados, y uno de ellos negro. Mortier es el jefe de los estupas, no nos llevamos bien.

– ¿Por eso no quieres pasarle los cuerpos?

– No, no soy adicto a los cadáveres. Pero se da la circunstancia de que estos dos son cosa mía.

– Ya me lo has dicho. Cuéntame.

– No se sabe nada. Los mataron la noche del viernes al sábado en Porte de la Chapelle. Para Mortier, eso significa necesariamente drogas. De hecho, para Mortier, los negros sólo se dedican a la droga, hasta se pregunta si saben hacer otra cosa en la vida. Y está esa marca de pinchazo en el brazo.

– Ya lo he visto. Los análisis no han dado ningún resultado. ¿Qué esperas de mí?

– Que busques y me digas lo que había en la jeringuilla.

– ¿Por qué rechazas la hipótesis de la droga? No será porque no la hay en La Chapelle.

– La madre del negro asegura que su hijo no la tocaba. Ni consumía ni vendía. La del blanco no sabe.

– ¿Tú sigues creyendo en la palabra de las ancianas madres?

– La mía siempre dijo de mí que tenía la cabeza como un colador, que hasta se podía oír el viento entrar por un lado y salir por el otro, silbando. Tenía razón. Además, ya te lo he dicho: los dos tienen las uñas sucias.

– Como todos los indigentes del Mercado de las Pulgas.

Ariane decía «indigentes» con ese tono de compasión propio de los grandes indiferentes, para quienes la miseria es un hecho y no un problema.

– No es mugre, Ariane, es tierra. Y esos tipos no cuidaban ningún jardín. Vivían en habitaciones destartaladas, sin luz y sin calefacción, de las que la ciudad ofrece a los necesitados. Con sus ancianas madres.

La mirada de la doctora Lagarde se había posado en la pared. Cuando Ariane observaba un cadáver, sus ojos se reducían a una posición fija, como mudándose en lentes de microscopio de alta precisión. Adamsberg estaba convencido de que, si hubiera examinado sus pupilas en ese instante, habría visto los dos cuerpos perfectamente dibujados, el blanco en el ojo izquierdo, el negro en el derecho.

– Puedo decirte al menos una cosa que podría ayudarte, Jean-Baptiste. Los mató una mujer.

Adamsberg dejó la taza en la mesa, preguntándose si valía la pena llevar la contraria a la forense por segunda vez en su vida.

– Ariane, ¿has visto el formato de esos hombres?

– ¿Qué crees que miro en la morgue? ¿Mis recuerdos? He visto a esos tipos. Dos gigantes capaces de levantar un armario con la punta de un dedo. Aun así, a los dos los mató una mujer.

– Explícame.

– Vuelve esta noche. Tengo dos o tres cosas que comprobar.

Ariane se levantó, se puso sobre el traje de chaqueta la bata que había dejado en el perchero. A los dueños de los cafés cercanos a la morgue no les gustaba ver llegar a los médicos. Incomodaba a los clientes.

– No puedo. Esta noche voy a un concierto.

– Pues pásate después del concierto. Trabajo hasta tarde, acuérdate.

– No puedo, es en Normandía.

– Vaya -dijo Ariane interrumpiendo su gesto-. ¿Cuál es el programa?

– Ni idea.

– ¿Y vas hasta Normandía a escuchar música sin saber qué es? ¿O es que sigues a una mujer?

– No la sigo, la acompaño cortésmente.

– Vaya. Pues pasa por la morgue mañana. Por la mañana no. Por las mañanas duermo.

– Lo recuerdo. Nunca antes de las once.

– Nunca antes de las doce. Con el tiempo, todo se acentúa.

Ariane volvió a sentarse en una esquina de la silla, en posición provisional.

– Hay algo que me gustaría decirte, pero no sé si tengo ganas.

Los silencios nunca habían incomodado a Adamsberg, por largos que fueran. Esperó mientras dejaba discurrir sus pensamientos hacia el concierto de esa noche. Pasaron cinco minutos, o diez, no lo supo.

– Siete meses después -dijo Ariane súbitamente decidida-, el asesino lo confesó todo.

– Te refieres al tipo de Le Havre -completó Adamsberg alzando la mirada hacia la forense.

– Sí, del hombre de las doce ratas. Se ahorcó en su celda a los diez días de su confesión. Tú tenías razón.

– Y eso no te gustó.

– No, y a mis superiores todavía menos. No me ascendieron, y tuve que esperar cinco años más. Supuestamente tú me habías traído la solución en bandeja, supuestamente yo no había querido saber nada.

– Y no me avisaste.

– Ya no sabía tu nombre, te había borrado, te había tirado lejos, como tu vaso.

– Y todavía me guardas rencor.

– No. Gracias a la confesión del hombre de las ratas, empecé mis investigaciones sobre la disociación. ¿No has leído mi libro?

– Por encima -contestó Adamsberg, evasivo.

– Yo creé el término: los asesinos disociados.

– Sí -rectificó Adamsberg-, me han hablado de eso. Personas partidas en dos pedazos.

La doctora torció el gesto.

– Digamos más bien individuos compuestos de dos partes no encajadas, una que mata y otra que vive con normalidad, ignorándose ambas de forma más o menos perfecta. Hay muy pocos. Por ejemplo, esa enfermera detenida en Asnières hace dos años. Estos asesinos, peligrosos, reincidentes, son casi imposibles de descubrir. Son insospechables, incluso para ellos mismos, y tremendamente cautos en la acción debido a lo mucho que temen que su otra mitad los descubra.

– Recuerdo a esa enfermera. Según tú, ¿era una disociada?

– Casi impecable. Si no se hubiera dado de bruces con un policía genial, habría seguido con sus asesinatos hasta el fin de sus días, y sin sospecharlo siquiera. Treinta y dos víctimas en cuarenta años, y sin pestañear.