– Treinta y tres -rectificó Adamsberg.
– Treinta y dos. Estoy bien situada para saberlo, hablé con ella horas y horas.
– Treinta y tres, Ariane. La detuve yo.
La forense vaciló, y sonrió.
– Decididamente… -dijo ella.
– Y cuando el asesino de Le Havre destripaba ratas, ¿era el otro? ¿Era la parte número dos? ¿La parte asesina?
– ¿Te interesa la disociación?
– Esa enfermera me preocupa, y el asesino de Le Havre es mío hasta cierto punto. ¿Cómo se llamaba?
– Hubert Sandrin.
– Y cuando confesó, ¿también era el otro?
– Eso es imposible, Jean-Baptiste. El otro no se denuncia nunca.
– Pero la parte número uno tampoco podía hablar si no sabía nada.
– Ahí está la cosa. Durante unos instantes, la disociación dejó de funcionar, la barrera estanca entre ambos hombres se resquebrajó, como una grieta en un muro. A través de esa hendidura, Hubert número uno vio al otro, a Hubert número dos, y el espanto se le vino encima.
– ¿Eso puede pasar?
– Casi nunca. Pero la disociación no suele ser perfecta. Siempre hay escapes. Palabras disparatadas que saltan de un lado al otro del muro. El asesino no se da cuenta, pero el analista puede fijarse en ellas. Y si el salto es demasiado violento, puede producirse una ruptura del sistema, una quiebra de la personalidad. Eso es lo que le pasó a Hubert Sandrin.
– ¿Y la enfermera?
– Su muro aguanta. No sabe lo que hizo.
Adamsberg pareció reflexionar, pasándose un dedo por la mejilla.
– Me extraña -dijo con suavidad-. Me dio la impresión de que sabía por qué la detenía. Aceptaba todo sin decir nada.
– Una parte de ella, sí, eso explica su consentimiento. Pero no recordaba nada de sus actos.
– ¿Supiste cómo descubrió el asesino de Le Havre a Hubert número dos?
Ariane sonrió francamente, dejando caer la ceniza en el suelo.
– Gracias a ti y a tus doce ratas. En esa época, la prensa local publicó tus divagaciones.
– Lo recuerdo.
– Y Hubert número dos, el asesino, llamémoslo Omega, había conservado los recortes de periódico a salvo de la mirada de Hubert número uno, el hombre normal, llamémoslo Alfa.
– Hasta que Alfa descubrió los recortes de prensa escondidos por Omega.
– Eso es.
– ¿Dirías que Omega lo quiso así?
– No. Lo que pasa es que Alfa se mudó de casa. Los artículos se le cayeron del armario. Y todo estalló.
– Sin mis ratas -resumió Adamsberg con suavidad-. Sandrin no se habría denunciado. Sin él, no habrías trabajado sobre la disociación. Todos los psiquiatras y los policías de Francia han oído hablar de tus investigaciones.
– Sí -admitió Ariane.
– Me debes una cerveza.
– Sin duda.
– En los muelles del Sena.
– Si quieres.
– Y no les pasas esos dos tipos a los estupas, por supuesto.
– Son los cuerpos los que deciden, Jean-Baptiste, ni tú ni yo.
– La jeringuilla, Ariane. Y la tierra. Vigílame esa tierra. Y confírmame que lo es.
Se levantaron a la vez, como si la frase de Adamsberg hubiera dado la señal de salida. El comisario caminaba por la calle como en un paseo sin rumbo, y la forense trataba de seguir ese ritmo demasiado lento, con el pensamiento ya proyectado hacia las autopsias en espera. La preocupación de Adamsberg se le escapaba.
– Esos cuerpos te preocupan, ¿verdad?
– Sí.
– No sólo por los estupas…
– No, es sólo…
Adamsberg se interrumpió.
– Yo me voy hacia allí, Ariane, nos vemos mañana.
– ¿Es sólo…? -insistió la doctora.
– No te ayudará en tu análisis.
– De todos modos.
– Es sólo una sombra, Ariane, una sombra inclinada sobre ellos, o sobre mí.
Ariane miró a Adamsberg alejarse por la avenida, silueta ondulante insensible a los transeúntes. Reconocía ese andar, veintitrés años después. La voz suave, los gestos pausados. Ella no le había prestado atención cuando era joven, no había adivinado nada, no había entendido nada. Si pudiera volver a empezar, escucharía de otra manera su historia de ratas. Metió las manos en los bolsillos de la bata y se fue hacia los dos cuerpos que la esperaban para pasar a la Historia. Era sólo una sombra, inclinada sobre ellos. Esa absurdidad, ahora la podía entender.
VI
El teniente Veyrenc aprovechaba esas interminables horas de vigilancia copiando en letra grande una obra de Racine para su abuela, que ya no tenía buena vista.
Nadie había entendido nunca la pasión exclusiva que su abuela había declarado por ese autor y por ningún otro tras quedar huérfana en la guerra. Se sabía que, en su convento de monjas, había salvado de un incendio la obra completa de Racine, excepto el tomo que incluía Fedra, Esther y Atalia. Como si esos libros le hubieran sido asignados por decisión divina, la joven campesina se dejó los ojos leyéndolos línea a línea durante once años. Al salir del convento, la superiora se los regaló a modo de viático sagrado, y la abuela prosiguió su lectura en serie, sin variar jamás ni tener la curiosidad de consultar Fedra, Esther y Atalia. La abuela mascullaba parrafadas enteras de su compañero de viaje, en flujo casi continuo, y el pequeño Veyrenc había crecido con esa melopea, tan natural a sus oídos infantiles como si alguien hubiera estado canturreando en casa.
Quiso la desgracia que contrajera ese tic, respondiendo instintivamente del mismo modo a su abuela, es decir con alejandrinos. Pero, al no haber ingerido como ella esos miles de versos a lo largo de una infinidad de noches, tenía que inventárselos.
Mientras vivió en la casa familiar, todo había ido bien. Pero, apenas se vio lanzado al mundo exterior, ese reflejo raciniano le había costado caro. Había intentado sin éxito diversos métodos para reprimirlo, y acabó tirando la toalla, versificando a troche y moche, murmurando como su abuela, y esa manía había exasperado a sus superiores. También lo había salvado de muchas maneras, pues recitar la vida en alejandrinos introducía una distancia incomparable -como no hay otra igual- entre él y el mundanal ruido. Ese efecto de perspectiva siempre le había aportado serenidad y reflexión, y sobre todo le había evitado cometer faltas irreparables en el ardor de la acción. Racine, pese a sus dramas intensos y su lenguaje fogoso, era el mejor antídoto para el arrebato, enfriaba en el acto cualquier tentación de exceso. Veyrenc lo usaba a conciencia tras haber comprendido que, con ello, su abuela había cuidado y regulado su vida. Medicina personal y que nadie conoce.
Ahora la abuela andaba corta de su poción, y Veyrenc le copiaba Británico en letra grande. Bella, sin ornamentos, con el sobrio atavío / de la beldad que acaban de arrebatar al sueño. Veyrenc alzó la pluma. Oía al grano de arena subir la escalera, reconocía su paso, el ruido rápido de sus botas, puesto que el grano de arena no se separaba de sus botas de cuero con correas. El grano de arena se pararía primero en el quinto, llamaría a la puerta de la señora inválida para llevarle su correo y su comida, y llegaría allí un cuarto de hora después. El grano de arena, es decir la ocupante del piso, es decir Camille Forestier, a quien vigilaba desde hacía ya diecinueve días.