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Lucio se deslizó hasta el seto sin esperar la respuesta, volvió con dos cervezas y las destapó. El transistor crepitaba en su bolsillo.

– ¿Y la mujer? -preguntó ofreciendo una botella al comisario-. La que no había acabado su trabajo. ¿Le diste la pócima?

– Sí.

– ¿Y se la bebió?

– Sí.

– Está bien.

Lucio se tomó unos tragos antes de señalar el suelo con la punta de su bastón.

– ¿Qué transportas?

– Un diez puntas de Normandía.

– ¿Vivo o de desmogue?

– Vivo.

– Está bien -aprobó de nuevo Lucio-. Pero no las separes.

– Ya lo sé.

– También sabes otra cosa.

– Sí, Lucio. La Sombra ya se ha ido. Ha muerto, se ha acabado, ha desaparecido.

El viejo permaneció unos instantes sin decir nada, golpeándose los dientes con el cuello de la botella. Lanzó una mirada hacia la casa de Adamsberg y volvió al comisario.

– ¿Cómo?

– Piensa.

– Dicen que sólo un viejo podrá con ella.

– Eso es lo que ha pasado.

– Cuenta.

– Sucedió en Varsovia.

– ¿Anteayer al caer la noche?

– Sí, ¿por qué?

– Cuenta.

– Fue un viejo polaco de noventa y dos años. La aplastó con las ruedas delanteras.

Lucio reflexionó, haciendo girar el borde de la botella sobre sus labios.

– Así -dijo asestando un puñetazo al aire con su única mano.

– Así -confirmó Adamsberg.

– Como el curtidor con sus puños.

Adamsberg sonrió y recogió las cuernas.

– Exactamente -marcó.

Fred Vargas

***