Adamsberg se levantó, cogió su chaqueta mojada y se la echó al hombro.
– En mi ausencia, vigile el gato, a Mortier, a los muertos y el humor del teniente Noël, que no deja de degradarse. No puedo estar en todo, tengo mis obligaciones.
– Ahora que es usted un padre responsable -refunfuñó Danglard.
– Si usted lo dice, capitán.
Adamsberg acogía de buena gana los reproches gruñones de Danglard, que consideraba casi siempre justificados. El comandante criaba solo, como un pájaro a su nidada, a sus cinco hijos cuando Adamsberg aún no había captado que aquel recién nacido era suyo. Por lo menos había memorizado el nombre, Thomas Adamsberg, alias Tom. Menos da una piedra, opinaba Danglard, que nunca llegaba a desesperar del todo respecto al comisario.
VIII
En lo que tardó en recorrer los ciento treinta y seis kilómetros que lo llevaban al pueblo de Haroncourt, en el departamento del Eure, la ropa de Adamsberg se había secado en el coche. Sólo tuvo que alisársela con la palma de la mano antes de volvérsela a poner y encontrar un bar donde resguardarse del frío hasta la hora de su cita. Sentado en una banqueta desgastada, frente a una cerveza, el comisario examinaba el grupo que acababa de invadir ruidosamente el local, arrebatándolo del estado de duermevela.
– ¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó un hombre alto y rubio levantándose la gorra con el pulgar.
Tanto si el otro quiere como si no, pensó Adamsberg, se lo dirá.
– Asuntos como éste, ¿sabes qué? -insistió el hombre.
– Que dan sed.
– Exactamente, Robert -aprobó su vecino llenando los seis vasos con gesto amplio.
O sea que el alto y rubio, robusto como un tronco, se llamaba Robert. Y tenía sed. Empezaba el momento del aperitivo, cabezas hundidas entre los hombros, brazos cerrados alrededor de los vasos, barbillas ofensivas. La hora de la majestuosa reunión de los hombres cuando suena el ángelus en el pueblo, la hora de las sentencias y de los asentimientos, la hora de la retórica rural, augusta e irrisoria. Adamsberg se lo sabía de memoria. Había nacido con su estribillo, había crecido con su música solemne, conocía su ritmo y sus temas, sus variaciones y contrapuntos, conocía a sus protagonistas. Robert acababa de tocar las primeras notas de violín, y cada instrumento se colocaba inmediatamente en su sitio según un orden inmutable.
– Y te diré otra cosa -anunció el hombre que tenía a su izquierda-. No sólo dan sed, también dan vértigo.
– Exactamente.
Adamsberg se volvió para ver mejor al que tenía la función humilde pero necesaria de marcar, como con una nota de contrabajo, cada giro de la conversación. Bajito y delgado, era el más débil de todos. Como tenía que ser, allí y en todas partes.
– El que lo haya hecho -enunció un grandullón encorvado desde el extremo de la mesa- no es un hombre.
– Es un animal.
– Peor que un animal.
– Exactamente.
Introducción del tema. Adamsberg sacó su libreta, todavía abarquillada por la humedad, y se puso a dibujar los rostros de cada uno de los actores. Caras de normandos, no cabía duda. Encontraba en ellos los rasgos de su amigo Bertin, descendiente de Thor, dios del trueno, que regentaba un café en una plaza de París. Todos tenían mandíbulas cuadradas y pómulos altos, todos tenían el pelo claro y la mirada azul pálido y huidiza. Era la primera vez que Adamsberg ponía los pies en la tierra de las praderas empapadas de Normandía.
– Para mí -prosiguió Robert-, ha sido un joven. Un obseso.
– Un obseso no tiene por qué ser joven.
Contrapunto lanzado por el mayor de todos, el que presidía la mesa. Los rostros se volvieron, apasionados, hacia el veterano.
– Eso es discutible -gruñó Robert.
Robert tenía, pues, el papel difícil, pero igualmente indispensable, de contradecir al veterano.
– No es discutible -replicó el viejo-. Pero lo que sí es verdad es que el que lo haya hecho es un obseso.
– Un salvaje.
– Exactamente.
Repetición del tema y desarrollo.
– Porque hay matar y matar -intervino el que estaba sentado al lado de Robert, menos rubio que los demás.
– Eso es discutible -dijo Robert.
– No es discutible -zanjó el abuelo-. El tipo que haya hecho eso lo que quería era matar, y punto. Dos disparos en el costado y ya está. Ni siquiera se llevó carne. ¿Sabes cómo lo llamo yo?
– Un asesino.
– Exactamente.
Adamsberg había dejado de dibujar, y permaneció atento. El viejo se volvió hacia él y le echó una mirada de rondón.
– Al fin y al cabo -dijo Robert-, Brétilly tampoco es del todo nuestra zona, está a treinta kilómetros. Entonces, ¿por qué hablamos de eso?
– Porque es una deshonra, Robert, por eso.
– Para mí que no es de Brétilly. Eso lo ha hecho un parisino. Angelbert, ¿no te parece?
O sea que el veterano que presidía la mesa se llamaba Angelbert.
– Hay que reconocer que en París tienen más obsesos que en cualquier otro sitio -dijo.
– Con la vida que llevan…
Se estableció un silencio alrededor de la mesa y algunos rostros miraron fugazmente a Adamsberg. Es inevitable, a la hora de la reunión de los hombres, que el intruso sea descubierto, sopesado, y luego rechazado o acogido. En Normandía como en todas partes, y quizá peor que en otras partes.
– ¿Por qué tengo que ser parisino? -preguntó Adamsberg en tono tranquilo.
El abuelo señaló con la barbilla hacia el libro que había en la mesa del comisario, junto al vaso de cerveza.
– El billete. Con que marca la página. Es un billete de metro de París. Sabemos reconocer.
– No soy parisino.
– Pero no es de Haroncourt.
– De los Pirineos, de la montaña.
Robert alzó una mano y la dejó caer pesadamente sobre la mesa.
– Un gascón -concluyó, como si una capa de plomo acabara de caer sobre la mesa.
– Un bearnés -precisó Adamsberg.
Inicio del juicio y deliberación.
– Pues no será que nunca han dado guerra los montañeses -opinó Hilaire, un viejo menos viejo pero calvo que estaba sentado al otro extremo de la mesa.
– ¿Cuándo? -preguntó el más moreno.
– Déjalo, Oswald, fue hace tiempo.
– Y los bretones, peor incluso. ¿O es que son los bearneses los que nos quieren quitar el Monte Saint-Michel?
– No -reconoció Angelbert.
– Lo que está claro -aventuró Robert examinándolo- es que no tiene pinta de salir de un drakkar. ¿De dónde salen los bearneses?
– De la montaña -contestó Adamsberg-. La montaña los escupió en un chorro de lava, cayeron por las laderas y se solidificaron, y así nacieron los bearneses.
– Claro -dijo el que tenía la misión de marcar.
Los hombres esperaban, exigiendo en silencio conocer las razones de la presencia de un extraño en Haroncourt.
– Busco el palacio.
– Puede ser. Dan un concierto esta noche.
– Acompaño a una persona de la orquesta.
Oswald sacó el periódico municipal de su bolsillo interior y lo desplegó con cuidado.
– Aquí hay una foto de la orquesta -dijo.
Invitación a acercarse a la mesa. Adamsberg cruzó los pocos metros con el vaso en la mano y observó la página que le enseñaba Oswald.
– Aquí está -dijo poniendo un dedo en el periódico-, la de la viola.
– ¿La guapa?
– Sí.
Robert volvió a servir, tanto para marcar la importancia de la pausa como para tomarse otra ronda. Un problema arcaico atormentaba ahora a la asamblea de hombres: qué podía ser esa mujer para el intruso. ¿Amante? ¿Esposa? ¿Hermana? ¿Amiga? ¿Prima?
– Y la acompaña -repitió Hilaire.
Adamsberg asintió. Le habían dicho que los normandos nunca hacen preguntas directas, leyenda creía él, pero tenía ante sus ojos una pura demostración de ese orgullo del silencio. Hacer demasiadas preguntas es descubrirse, y descubrirse es dejar de ser un hombre. Sin recursos, el grupo se volvió hacia el veterano. Angelbert hizo crujir su barbilla mal afeitada rascándosela con las uñas.