– El culpable -silbó don Manuel.
– … o en qué medida deben repartirse las responsabilidades…, la culpabilidad, cada una de las partes, Ella y nosotros. Lo único que importa es que el Getxo de hoy lo hemos hecho entre todos… y que quienes han ido cediendo y otorgando no son menos culpables.
Al soltar su brazo descubrí que colgaba como el de un muerto, con el trapo de borrar prendido milagrosamente de un dedo.
– De modo que, según tú, ni siquiera nos queda maldecirla -dijo. Y añadió-: No esperes que lo acepte. Tenemos derecho a maldecirla. ¡Oh, vaya que sí! Entre otras razones la maldeciré porque no tiene nada nuestro, aun después de cincuenta y cinco años. Lo que constituye la prueba más ofensiva de su desprecio, es decir, de su odio.
– O de su fortaleza. Quizá no seamos tan fuertes como nos suponemos. Quizá, en el fondo, no nos desagradó lo que nos trajo, pero teníamos que engañarnos a nosotros mismos haciéndole ascos, buscando un culpable.
– No es este año de 1942 el más indicado para que un hijo de nuestro pueblo se incorpore al coro de los que nos ultrajan, humillan, persiguen y asesinan todavía, ¿y hasta cuándo, Dios mío? -Apenas pude soportar la carga de dolor que se acumuló en su rostro alargado-. ¿Me imaginas saludándola en la calle con un «¡Qué buen sol para nuestras brevas!» o «En la bajamar de ayer se han cogido tantas bolsas de eskarras» o «Al Getxo le robaron el partido del domingo»? Además, el pueblo la siente tan distante que ni siquiera le ha puesto un mote… En un principio, en el tiempo, digamos, de la inocencia, Cristina Oiaindia la llamaba la Chica. Fue don Eulogio quien, en el acto del bautizo, se sacó de la manga el nombre, o lo que sea, de Ella, al no recibir ninguna respuesta su pregunta profesional y necesitar llenar con algo el espacio en blanco de su libro parroquial. Y a ninguno de nosotros nunca, jamás, se le ocurrió sustituir esa alusión helada por un mote. Tú tienes uno: «el Cojito». Al referirse a ti el pueblo te llama Asier el Cojito. Y a mí, «Lapicero». Está bien, está muy bien… ¿por qué no? ¿Acaso el amor no es, también, una forma de agresión? Los motes constituyen la vuelta a los orígenes de los pueblos. En la meta última de la humanidad, a los hombres, posiblemente, nos llamen por números. En medio, se hallan nuestros nombres de hoy, los de los libros parroquiales y los juzgados, a los que nuestra comunidad todavía se resiste oponiendo los motes y expresando, así, su vocación por lo viejo… Esa mujer no nos pertenece, Asier: no tiene un mote, ni siquiera un nombre. ¿No es suficiente? No es humana. Es un azote. Es el Mal. Puedo maldecirla tranquilamente.
Descendió de la tarima y se puso a volver las contraventanas de madera verde con una parsimonia falsamente equilibrada.
– No se olvide de pronunciar la última pieza de su rompecabezas -le dije-, la pieza básica: que Ella no es vasca.
– ¿Qué culpa tengo yo, tenemos todos, de que esto sea un hecho?
– Tampoco nadie es culpable de que Camilo Baskardo pertenezca ya al mito y no se le pueda juzgar. ¿Por qué no se dedicó usted a la fabricación de rompecabezas infalibles?
Cumplió el recorrido de las ventanas y empezó a recoger meticulosamente de su mesa las pertenencias de maestro.
– Te olvidas de una pieza única, imposible de introducir en otro rompecabezas que no sea el de Ella: su monstruosidad. Y esto también es un hecho del que nosotros somos inocentes. Se ensañó con la familia de Camilo, empezando por el mismo Camilo a través del hijo que tuvo de él, y luego con Moisés, con Josafat, con Fabiola, juguetes de esa monstruosidad, aniquilados uno a uno, convertidos hoy en despojos. Sin olvidar a Cristina, a medias testigo y colaboradora inocente de tanto exterminio. Y los reyes godos: tus Altube, contra los que entraron a saco Ella y su apéndice, esa Madia o Magda, ni siquiera sabemos todavía cuál es su verdadero nombre: la muchacha de diecisiete años, ¿diecisiete?, y la niña de diez, ¿diez?, invadiendo Getxo y adueñándose del territorio y de sus gentes, tomando por maridos a Santiago Altube, la primera, y, siete años después, a Roque Altube, la segunda; sometiendo a tu familia a la más despiadada operación mercantil de compraventa de tierras y viejos orgullos, apoderándose de Altubena en dos ocasiones, es decir, vendiendo el mismo caserío en dos ocasiones, siempre a costa de los tuyos, primero de Zenón, tu abuelo, y luego de Juan, tu padre, ambos reventados por el esfuerzo realizado sobre su propia tierra para pagar al banco la primogenitura. ¡La misma primogenitura vendida en dos ocasiones por el mismo apellido y comprada en dos ocasiones por el mismo apellido que la vendió! Un monstruoso saqueo demasiado impecable. De modo que, Asier Altube, no la defiendas. No, no, no…
Ya en el patio, la señorita Mercedes salió a nuestro encuentro, bajo un impermeable con amplias zonas brillantes por el uso, con la cabeza cubierta con un pañuelo verde anudado bajo la barbilla.
– Las niñas lo sabían y me han pedido fiesta para mañana… ¿De qué te ríes? Por motivos menos importantes los mandamos ahora a casa.
– Nos mandan que los mandemos a casa -puntualizó don Manuel, calándose la boina-. Camilo Baskardo era un prohombre y, aunque vivimos la posguerra de las celebraciones triunfales, de las kermeses y los juegos florales para tapar tanta suciedad, nuestro mito no era ni santo ni obispo ni militar, los tres únicos valores nacionales que se cotizan hoy. Sólo era nuestro mito.
Siguió un silencio difícil, como siempre que coincidíamos los tres. Me resultaba particularmente penoso sostener la apacible mirada de la señorita Mercedes, mirada que ya nada decía, ni siquiera a don Manuel, aun después de aquellas frustradas relaciones suyas que arrancaban -según mis cuentas- de 1925 y habían sufrido tres largos entreactos, el último, cinco años antes, en el que aún estaban: uno de esos noviazgos de pueblo que van sobreviviendo a cuantas estaciones trae el calendario y llegan a producir la confortadora impresión de un estancamiento del tiempo. Y yo, en medio de ambos, sabiendo de lo suyo tanto como ellos mismos, convertido en causa y objeto de inmolación, sufriendo aquel comportamiento absurdo de don Manuel e incapacitado para suplicarle: «No siga haciéndolo por mí, ni siquiera por aquel muchacho de quince años que vio aquello. Nadie merece tanto miramiento y delicadeza. Regrese a la maestra, que ya han transcurrido cinco años, poseo ahora la dureza de un adulto y lo podré resistir, se lo aseguro». Pero conmoviéndome su desproporcionada expiación.
No, no representaba la señorita Mercedes los treinta y cinco años que tenía. Nada en ella había cambiado desde que la conocí, cuando se incorporó a la escuela trece años antes, excepto el pelo: tan pálidamente rojizo como siempre, ahora lo llevaba largo; se hablaba de que ello constituía un reto al hombre sin sangre que la había abandonado tres veces casi al pie del altar. Era no conocer a la señorita Mercedes, ni, por supuesto, conocer a don Manuel. Se trataba de un reto, sí, pero dirigido a los falangistas que, en junio del 37, la pasearon por las calles del pueblo con la cabeza rapada al cero.
Nos habíamos guarecido de la lluvia calabobos bajo la marquesina de la puerta de la sección de las niñas. Los ruidos de Algorta parecían sofocados por el tenue manto gris húmedo que se extendía sobre todas las cosas.