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– Bueno -dijo la señorita Mercedes-, ¿se sabe ya quién heredará…?

– Tenía la esperanza -le cortó don Manuel- de que un habitante de esta región, uno solo, pensase hoy en otra cosa.

– ¿Moisés, Josafat, Fabiola? -dijo la señorita Mercedes-. O el marido de la hija, Román Pérez, «el Roto». O, ¿por qué no?, la propia Cristina, a pesar del abismo que… -La tenía a mi lado, tan alta como yo, oliendo a campo fresco y mojado, proyectando la misma e inmarchitable serenidad juvenil que me impregnaba desde hacía esos trece años-. Ahí siguen, vivos o, al menos, moviéndose, a pesar de Ella: ocupando sus nombres sendas fichas en los registros de los notarios.

– Era una diana demasiado alta -dijo don Manuel-. Para acertar en el centro habría sido preciso matar a los tres hijos, y al marido de la hija, e incluso a la propia Cristina. Pero están vivos. Todos. De modo que Ella no sólo ha fracasado, sino que en ningún momento de tantos años de manipulaciones vergonzosas pudo ignorar que así sería.

– Entonces, ¿por qué lo hizo? -preguntó la señorita Mercedes.

– Se habla de que el Mal es también feliz mientras trabaja -susurró don Manuel.

– No digas tonterías -deslizó la señorita Mercedes como en secreto.

El pueblo se habría asombrado de oír este tuteo, cuando, en los últimos cinco años, nadie lo había oído, excepto yo. En las interrupciones de su noviazgo, y ante la gente, ella empleaba el «usted» y el «don», y él, el «usted» y el «señorita»; o, más exactamente, entre un noviazgo y otro, considerando que las separaciones habían llegado a ser de tres y cuatro años. Ofrecían al exterior un formalismo coherente con lo que el pueblo, sin duda, esperaba de ellos, reservándose el tuteo para esa parcela de solitaria sinceridad que no pudo derrotar el tiempo ni la inverosímil, persistente e inútil – ¿inútil?- actitud de don Manuel, condenándose de por vida y condenándola a ella. Y, en cierto modo, era lógico que yo, el inoportuno testigo quebradizo estancado en los quince años, disfrutara del privilegio de esa tonta y vana intimidad. Aunque nunca pude precisar, ni luego recordar, en qué momento pasaban del tuteo al «usted» y viceversa, prueba de la suavidad con que se producía el trasvase, a tono con la languidez de unas relaciones en las que sus protagonistas apenas diferenciarían las épocas de acercamiento de las de separación, como no fuera por el tuteo y el «usted», referencias que incluso también les servirían para saber en qué fase se encontraban. El pueblo se había acostumbrado a esta acomodación del mutuo tratamiento a sus fluctuaciones sentimentales y se lo agradecía, por el gran ahorro de tiempo en puntuales indagaciones que le representaba.

– Fue como si Ella, aun sabiéndolo, tuviera que persistir en sus tejemanejes para que Camilo Baskardo no tuviera más que un nieto -dijo don Manuel-: el de ambos, el hijo de Efrén, el bastardo. Confiando, acaso, en un milagro, algo así como el derrumbamiento de la mansión de los Oiaindia con todos sus habitantes dentro, excepto Camilo, a fin de que pudiera cambiar su testamento, sustituir el nombre o los nombres viejos por el nuevo: Efrén, su única sangre viva. Pero el milagro no ocurrió.

Aunque si realmente esperaba sólo eso, sobraba todo lo demás, su feroz deseo castrador de más de medio siglo. Parece como si, mientras Ella y Madia o Magda operaban como sanguijuelas con los diversos Altube, haciéndose con las bases de su futuro poder, Ella, paralelamente, satisfacía su venganza destruyendo a Camilo y a su familia, sin una intención determinada, sólo como simple juego felino. Hay que pensar, incluso, que la venganza no contenía un objetivo, sino que se cerraba en sí misma. Pero hemos de conceder a toda criatura humana una pizca de ética, incluso a Ella, de modo que, a lo largo de cincuenta y cinco años, no habría sido capaz de gozar de su venganza sin un fin que la justificase, y así nació, se inventó, la guerra superflua a los nietos de Camilo…

La señorita Mercedes le contempló a través de un sosegado parpadeo. Don Manuel la miró, me miró a mí y surgieron en su frente, de lado a lado, los tres surcos paralelos.

– Es que tanto Ella como nosotros hemos vivido su proceso de venganza con un mismo ánimo, con una misma convicción errada -casi deletreó trabajosamente-. ¿O es que ahora, al final, Ella no se habrá asombrado, tanto como nosotros, de la inutilidad de los no-nietos? Porque también nosotros hemos padecido su mismo espejismo durante esos cincuenta y cinco años, y sólo ahora, a la muerte de Camilo, abrimos los ojos y descubrimos a una esposa, dos hijos y un yerno perfectamente vivos y herederos irremediables, con nietos o sin nietos. Sólo ahora lo vemos así. La gran ventaja de Ella sobre nosotros es que lleva gozándolo desde hace cincuenta y cinco años.

– Así, pues, hemos llegado al final de la locura -suspiró la señorita Mercedes.

– Sí -dijo don Manuel, afilando el borde de su boina con una sola mano-. A sus setenta y dos años, Ella no puede disponer de coraje para empezar de nuevo, porque al hecho de continuar con su lucha no podría llamársele continuación, pues, muerto Camilo, aparece una nueva realidad exigiendo una estrategia nueva, un nuevo objetivo. Ya no se trataría de impedir la existencia de nietos, porque no los hay ni los habrá. ¿Qué, entonces? ¿Cuál sería el nuevo objetivo que justificara otro medio siglo de práctica de la nueva venganza?

– Hemos llegado al final -repitió la señorita Mercedes.

– Así es. Ahora nuestra comunidad guardará todo esto en su arca más profunda y le dará cuatro vueltas de llave -dijo don Manuel. No había, ya, arrugas en su frente. Creo que los tres sentimos que empezábamos a deslizamos por una mar como un plato. Ninguno mencionó el entierro, que sería al día siguiente. Pero ¿podían enterrarse los mitos?

Era martes; el miércoles acudí por la mañana a la Escuela de Trabajo y por la tarde a Altos Hornos bajo la impresión de que Camilo Baskardo había muerto hacía mucho tiempo, aunque esta vertiginosa acomodación al vacío que dejaba en nuestra comunidad no se debió a la inoperancia de su mito, sino a la saturación de acontecimientos que padecíamos, todavía, en aquel tercer año de la posguerra. Sin embargo, a poco de descruzar la ría, a eso de las seis y media de la tarde, supe del repentino fallecimiento de Cristina Oiaindia. «No ha sido por amor, por dolor», pensé. En el ferrocarril de la margen derecha, dos o tres viajeros sabían ya lo suficiente sobre el episodio ocurrido aquella misma mañana a un lado y a otro de la verja de la mansión, y lo contaron, sin ostensibles discrepancias, llenando unos las lagunas de los otros, entregándonos una versión que no se diferenciaría apenas de la que, finalmente, la memoria de la comunidad convirtió en crónica y archivó de manera oficiaclass="underline" los dos criados con polainas rojas y brazaletes negros que acudieron al tintineo de la campanilla de la puerta del jardín pusieron cara de pasmo al descubrir en la carretera el inconfundible coche rojo tirado por caballos árabes, y en él, muy tiesa, a Ella; era su cochero quien había tirado de la cadena de la campanilla, y la mano del hombre aún permanecía en alto cuando los dos criados de la mansión alcanzaban la puerta de hierro y sus bocas asombradas se abrían como buzones, ya que sólo esperaban encontrar a otro grupo de parientes o amigos que llegaban, de los más diversos rincones del país, a la casa en duelo; los dos criados abrieron la verja el tiempo justo para que pasaran, cerrándola a sus espaldas, mientras los coches quedaban aparcados, en fila, al borde de la carretera, con sus respectivos cocheros reintegrados al pescante y tan inmóviles que parecían una prolongación de la carrocería.

Se implantaron dos pareceres: quienes sostenían que la puerta se cerraba, una y otra vez, para quitar toda tentación de invadir el jardín a las docenas de vecinos que observaban y vigilaban aquel rebullir desde el otro lado de la carretera -curiosos, expectantes y exigentes, asistiendo, a distancia de mil años luz, a aquel desfile de la gente de altura de la región, tan difíciles de ver por lo general-, y quienes aventuraron que Cristina temía la aparición de Ella, y lo que vino después pareció dar la razón a éstos. Con todo, los más sensatos siguieron pensando que Cristina no pudo prever semejante atrevimiento, ni siquiera proviniendo de Ella, ni en la más disparatada eventualidad cabía la anulación del espacio geográfico que había hecho soportable la existencia de las dos familias en un mismo municipio, por no hablar del statu quo establecido a partir del desalojo, en 1919, del horrible palacio árabe de Ella, levantado frente a la mansión de los Baskardo-Oiaindia, a cambio del reconocimiento por parte de Camilo del hijo bastardo, Efrén.