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Ella brotó, surgió ante la puerta del jardín en lo que pareció ser, no una tardía prolongación de su llegada a Getxo cincuenta y cinco años antes, sino una repetición del mismo episodio, entre otras razones porque ahora tampoco nadie la esperaba. A través de la verja cerrada, los dos criados la contemplaron durante casi un minuto sin saber qué hacer, mirándose entre ellos y mirando al cochero, a sus polainas rojas, copia exacta de las que ellos lucían; mirando la mano que aún no había soltado la cadena de la campanilla, como si a esta mano le correspondiera el iniciar, con su puesta en movimiento, la reactivación de aquella escena paralizada. «Mi señora quiere dar un recado a vuestra señora», habló finalmente el cochero, tranquilizando a las docenas de vecinos que, a pocos pasos, asistían al episodio sin respirar, pues habían llegado a creer que Ella pretendía utilizar la muerte de Camilo para entrar en la mansión como un visitante más. «Y tenía cierto derecho a ello», comentó uno de los que lo contaban en el tren, «no seré yo quien se lo quite. Tenía mucho derecho, tenía más derecho que muchos de los que revoloteaban alrededor del cadáver de Camilo apartándole las moscas.» Ella no se había movido ni para mirar la casona -situada a su derecha- ni a ninguna parte: erguida, retadora, flaca, con la misma delgadez, tensa y dramática, con que apareció en Getxo por primera vez; delgadez que no había logrado paliar más de medio siglo de bienestar e incluso omnipotencia. «¿Qué?», preguntaron a un tiempo los dos criados; el cochero parecía estar imbuido del sobresaliente papel que representaba ante aquellos dos hombres, las docenas de vecinos e incluso la crónica de Getxo, y repitió su frase con naturalidad muy calculada. Entonces los dos criados volvieron a mirarse entre ellos y uno inició algo que pudo calificarse de movimiento: dio la vuelta y se alejó, lenta y pesadamente, hacia la mansión, los brazos caídos, mientras que el otro fijaba mejor sus pies al suelo de guijo y adoptaba una actitud de desesperada defensiva. Y, sólo un par de minutos después, de alguna estancia de la silenciosa casona brotó el inolvidable alarido «¡Fuera!», lanzado por Cristina y oído perfectamente por todos los del exterior, de manera que el criado bien pudo ahorrarse el viaje de regreso a la verja. Pero llegó, y hubo otra paralización de las respiraciones, a fin de no perderse a qué hábiles términos recurría el mandado para trasmitir la carga del alarido. Ella continuaba sentada, inmóvil, en el coche, aparentemente ajena a lo que ocurría a su alrededor, si bien algunos le advirtieron un reprimido fulgor de soberbia triunfante en los ojos que miraban a un punto en la lejanía. «Señora, mi señora ha dicho…», empezó el criado, pero entonces Ella se puso en pie, de un brinco seco, y descendió del coche con una agilidad impropia de sus setenta y dos años, y por un momento temieron los presentes que intentara forzar la puerta de la verja; pasó de largo, hacia el insoportable palacio árabe, construido por ella misma y que habitó con los suyos hasta 1919; levantado al otro lado de la carretera, frente por frente del caserón de los marqueses. (Llevaba, pues, casi un cuarto de siglo deshabitado: Ella se había negado a venderlo o alquilarlo, quién sabe si para continuar martirizando a Camilo Baskardo con la visión de las piedras malditas.) Observaron cómo se recogía la falda para salvar el muro de piedra por una zona derruida, y luego cruzaba la maleza que cerraba lo que fuera jardín, apartando las zarzas a manotazos furiosos, y subía las desvencijadas escaleras de mármol y se detenía ante la puerta y sacaba la llave de su bolso rojo (la llevaba consigo: fue como si hubiera previsto no sólo la negativa de Cristina a recibirla, o, simplemente, a que se acercara a transmitirle lo que le tenía que transmitir, e incluso que se negaría a utilizar a un criado como mensajero, sino también el grito, el alarido anatematizador de «¡Fuera!»). En el silencio expectante sonó la estridencia de los hierros mohosos de la cerradura y luego el chirriar de las bisagras, y todos se preguntaron qué se proponía ahora; les llegaron perfectamente sus pasos en el interior del palacio vacío y tan abierto de ventanas que incluso los marcos carecían de bastidores, y hasta muchos de esos marcos habían desaparecido y dejado ciegas y enormes cuencas vacías: todo, robado, arrancado a lo largo de las noches de tantos años por vecinos que necesitaban la madera para calentarse en invierno, o marcos, puertas y bastidores para sus casas en construcción, previos retoques de carpintero a fin de dejarlos irreconocibles, y, sobre todo, despojarles de las ostentosas tallas, válidas sólo para aquel horrendo edificio exótico. Oyeron sus pasos, tensos, duros y equilibradamente precipitados, y, desde fuera, pudo seguirse puntualmente aquel itinerario interior recorrido sin vacilaciones, desde la planta baja a la terraza, y la resonancia de sus tacones inundaba con un ritmo tal de reloj el silencio que aplastaba el cruce de Laparkobaso, que a nadie le quedó la menor duda de que Ella perseguía un objetivo tan concreto, e incluso ilusionante, que ni siquiera cedía a la nostalgia de los abandonados rincones de su viejo hogar. Quedó recortada en la terraza en el preciso instante en que la esperaron ver: resuelta, ataviada con aquellos trapos costosos y siempre medio orientales que constituían otro reto a nuestra comunidad; avanzó, hasta encontrar la baranda, y un presentimiento recorrió a quienes contemplaban la escena desde abajo: hubo un intercambio de miradas, para transmitirse la sospecha de que estaban viendo algo más de lo que simplemente veían, y a esto llegaron al tener la certidumbre de hallarse ante una especie de reposición del recordatorio a que sometía a Camilo Baskardo -y a Cristina, naturalmente- cuando, desde aquella misma terraza, arrojaba piedras a la casona de los marqueses en los aniversarios de la fecundación de Efrén, un 25 de diciembre. Aunque enseguida comprendieron que no se trataba de lo mismo, no sólo porque no era 25 de diciembre, sino porque Ella, ahora, habló, emitió unas frases, en un tono estallante de ultimátum y consumación, sin que, por ello, resultara realmente un grito: poseyó esa cualidad autosuficiente e inconfundible de una raya horizontal de fin de ejercicio, de clausura y remate de algo largamente elaborado y esperado, con la nota a pie de página de no ser el aparente y simple final de un ejercicio, sino el de todos los ejercicios, el final de todo.

Permaneció en su terraza un tiempo interminable, contemplando la mansión de enfrente, «acechándola, humillándola con la mirada, gozando del definitivo triunfo sobre su enemigo, incluso emborrachándose de orgullo, poder e infalibilidad, a la vista de su soberbia e implacable victoria, y definitiva, sobre todo, definitiva», como llegaría a decir don Manuel. Le oyeron lanzar de casa a casa, como en otro tiempo lanzaba las piedras:

«Dio su nombre a mi hijo y ahora ha testado para nuestro nieto. ¿Oyes esto, Cristina? El nuevo rey será mi Cándido Baskardo. ¿Oyes esto, Cristina?».

De modo que lo sabía. No, nadie más que ella estaba en el secreto, pues la réplica de Cristina brotó nada más recibirse en la mansión la última sílaba de la revelación. Se asomó a una ventana -vistiendo ya luto riguroso-, proyectó su altiva mirada por encima de la carretera y sostuvo, con dignidad y desprecio, la de Ella. Luego, pronunció con contenida indignación: «Que alguien la lleve a un manicomio».