No hubo más, hasta que, dos horas después, quienes aún permanecían en los alrededores -el siguiente relevo, en su mayor parte-, asistiendo al ir y venir de coches y de personas, oyeron el grito desgarrador proferido por Cristina desde el interior de la casona, las precipitadas carreras buscando un médico y finalmente la noticia de su fallecimiento, y se miraron entre ellos y comentaron: «Hostias, pues era verdad lo que le dijo desde la terraza».
La señorita Mercedes y don Manuel me esperaban paseando en el patio de la escuela. No llovía: agotadas nubes cenicientas, demasiado próximas a nuestras cabezas, volcaban una humedad invisible.
– No era el final -dije.
– ¡No, por Dios, no lo era! -exclamó don Manuel.
– Ha resultado aún más poderosa de lo que sabíamos o sospechábamos -añadí.
– ¡Sí, más poderosa, más endemoniadamente poderosa! Y… ¿hasta cuándo?
La contenida excitación de don Manuel se expresaba en un movimiento de cabeza cargado de fatalismo.
– Es el final -dijo la señorita Mercedes-, aunque sea un final distinto del que suponíamos ayer. Porque lo ha conseguido todo antes de…
– Sí, le ha sobrado el segundo tiempo del partido -dijo don Manuel.
– Pero es el final -insistió la señorita Mercedes.
– ¡No, de ninguna manera! -exclamó don Manuel-. Aunque Ella lo ha conseguido todo… ¡todo, sí, maldita sea!…, ha sido a costa de adelantarnos en una generación, de modo que nosotros, para recuperar ese retraso, tendremos que perder una generación entera elucubrando acerca de cómo lo consiguió. Y será como si el asunto se hubiera detenido en el punto en que quedamos ayer, que tenía que haber sido el verdadero final si manejáramos elementos normales, pero Ella no es… ¡Maldita sea! Y ahora, mientras nosotros intentamos alcanzarla y descubrir qué trucos empleó esta vez, Ella disfrutará de un tiempo libre para tramar, sin impedimentos, la próxima destrucción…
– Ese cupo ya está cubierto por Franco -le recordé.
– ¡Pero ella ni siquiera respeta eso!
– Que no te obsesione tanto esa mujer -pidió la señorita Mercedes-. No es una criatura imbatible. Tú mismo reconociste ayer que ya tiene setenta y dos años.
Don Manuel detuvo sus pasos y miró de frente a la señorita Mercedes, y ella se detuvo y yo también.
– No soy el único que cree en esa imbatibilidad -pronunció, sin mover apenas los labios-. Ahí está Cristina Oiaindia, precipitándose a consultar al notario si las palabras que Ella le arrojó desde la terraza podían ser ciertas. ¿De acuerdo?
– Tiene setenta y dos años -casi susurró la señorita Mercedes.
– Pero sigue viva, ¡maldita sea!
Bueno, fue en 1887, octubre, cuando llegó a Getxo; tendría unos diecisiete años y le acompañaba aquella niña de diez. Las descubrieron, a las siete de la mañana, los cuatro obreros que se dirigían a la tejera de Berango: estaban sentadas, descalzas, frente a la casa de los Oiaindia, la carretera -todavía camino en aquel tiempo- de por medio, mirándola tan fijamente que no oyeron el saludo de los hombres que pasaron ante ellas preguntándose de qué agujero habrían salido: aunque quizá la culpa fuera de la seseante cancioncilla que emitían a dúo, un soniquete -según contaron después los hombres- sin la menor semejanza con ninguno conocido, una especie de llanto rítmico, muy propio -según explicaron- para dormir a los niños. A su regreso del trabajo, a media tarde, ellas seguían allí. Ahora no cantaban. Su aspecto lastimoso contrastaba con su dura expresión -sobre todo la de una de ellas, la mayor- y un no sé qué de hallarse por encima de todos los desengaños y, por tanto, de toda esperanza. Los hombres no tuvieron corazón para pasar de largo.
– ¿No tenéis techo para esta noche?
La muchacha y la niña ni siquiera les miraron: sus ojos no se apartaban de la casona.
– Si traéis en la cabeza el nombre de alguien de por aquí, soltadlo y os llevamos.
Primero, los hombres pensaron que las forasteras les rechazaban, pero enseguida les asaltó la certidumbre de que, simplemente, les ignoraban.
– ¿De dónde venís?
Tampoco hubo respuesta ni nada. Los hombres empezaron a removerse, desconcertados. Uno de ellos abrió un pequeño envoltorio de papel de estraza y ofreció a las forasteras el trozo de talo de maíz sobrante de su comida, que llevaba para los conejos. Así lograron que una de las dos, la niña, dejara de mirar la casa; pero no miró a los hombres, ni siquiera al talo, sino a la muchacha. Ésta no le devolvió la mirada, aunque la niña recibió alguna forma de permiso, pues adelantó su manita para coger el talo. Se puso a comerlo con una lentitud profunda. Los hombres vieron que, en el tercer bocado y sin dejar de masticar, pasó un trozo a la muchacha -que no se había movido ni, al parecer, enterado de lo que ocurría a su alrededor-, se lo puso debajo de la cara y, en el siguiente movimiento, le rozó con él la barbilla, y la muchacha ejecutó con su mano un traslado insignificante, el mínimo gesto requerido para acercarla a la comida -un movimiento que ninguno de los hombres pudo advertir en su inicio, y tan apático y glacial, que pareció casi inexistente-, y tomó el trozo de talo y lo introdujo en su boca como si deseara no hacerlo. Viéndolas masticar a dúo, los hombres se tranquilizaron, sin saber exactamente por qué.
– ¿Necesitáis casa para esta noche? -volvieron a preguntarles-. Podríamos avisar al cura si…
– ¿Quién vive en ese palacio?
De momento, no supieron quién de ellas hizo la pregunta: fue una voz metálica, sin sangre, que no rogaba nada, ni siquiera una respuesta.
– Camilo Baskardo, con su mujer, Cristina Oiaindia, y sus hijos -le contestaron.
Entonces, la muchacha se puso en pie y los hombres advirtieron que estaba preñada de bastantes meses, o de todos. Como le vieran seguir mirando con fijeza a la casona, volvieron a inquietarse.
– Si estás pensando en llamar a esa puerta, nosotros nos vamos -le dijeron-. Será mejor que vengáis con nosotros a ver al cura.
La muchacha les dirigió una mirada de piedra y ambas continuaron masticando a dúo. Los hombres se alejaron hacia la iglesia de San Baskardo, con pasos rápidos, preocupados por el embarazo que dejaban a sus espaldas. Encontraron a don Eulogio del Pesebre y regresaron con él. Las dos forasteras habían desaparecido.
Pero, a la mañana siguiente, al pasar los hombres por el mismo sitio, allí estaban. Era como si no hubiera transcurrido aquella noche: sentadas al borde del camino-carretera y en el mismo punto de la víspera, seguían mirando fijamente a la casona. Esta vez se quedaron con ellas dos hombres, mientras los otros dos se alejaban para llamar al cura por segunda vez.
Lo primero que hizo don Eulogio fue preguntar a las forasteras de dónde venían. No le contestaron. Luego quiso saber cómo se llamaban. No es que se negasen a contestar: ocurría, simplemente, que también ignoraban al cura, tan centradas se hallaban en el edificio.
– Bueno, al menos sabréis andar -dijo don Eulogio-. De lo contrario, no habríais llegado hasta aquí. Vamos, en pie, venid conmigo.
Tuvo que inclinarse y empujarlas por los hombros para conseguir levantarlas; ellas se dejaron mover, no opusieron ninguna resistencia. Don Eulogio examinó de arriba abajo a la muchacha y su asombrada mirada se volvió a los hombres, que estaban tan asombrados como él, pues a aquella mujer no le quedaba un solo rastro de preñez.
– Se lo podemos jurar, don Eulogio… -balbucearon.
– Encima, no juréis -dijo don Eulogio, fulminándolos con una feroz mirada de incredulidad.
– ¿Dónde está…? -inquirió uno de los hombres, encarándose con la muchacha.
– Fíjese en su cara -pidió otro a don Eulogio.
El cura analizó el rostro de la muchacha: una patética superficie, blanca y sucia, con los profundos estragos de un cataclismo reciente. También descubrió sangre en sus pies desnudos. Don Eulogio se reconcilió a medias con los hombres.