– Ave María Purísima -dijo don Eulogio-. ¿De qué necesitas confesarte, hija mía?
– ¿Cuándo me va a llevar a la casa de Camilo Baskardo?
La iglesia, el templo; pero, antes, la ermita, aquel cajón, poco más que un cobertizo, construido al pie del gran roble en cuyas ramas Totakoxe, soltera, dijo que veía al ángel, de modo que aquello se llamaría por siempre la ermita del Ángel; y junto al medio olvidado Catafalco de roble arrancado, un siglo antes, de la playa y dejado allí no sólo mientras Etxe y Larreko resolvían a cuál de los dos pertenecía, sino en espera de darle un destino.
La cuestión de fondo no fue si Totakoxe, soltera, veía o no lo que decía que veía, sino saber si podía verlo y, sobre todo, si Getxo (o al menos aquella comunidad del siglo XIII) aceptaba definitiva e inapelablemente el cristianismo. Así pues, lo que el pueblo no perdonó a Totakoxe, soltera, fue la urgencia de tomar postura que precipitó sobre sus espaldas cuando juró que veía a su pequeño feto alado y uno de la estirpe de Ermo apuntó que harían bien en levantar allí una ermita y el obispo consultado sentenció que no sólo harían bien sino que era obligatorio. A lo más que se había llegado, hasta entonces, era a trazar con la punta de un palo una cruz en el suelo de tierra de las viviendas, sobre el enterramiento del pariente, sin un resuelto propósito de introducir el símbolo NUEVO, sólo para, digamos, coquetear un poco con él, demostrar a las gentes de fuera que los vascos no eran tan brutos como les suponían, que estaban abiertos a la predicación que ya hacía furor por todas partes, e incluso descubrir si así facilitaban a la paloma blanca su salida del pecho del difunto para volar al cielo del Dios Señor, el NUEVO dios que pugnaba por suplantar al antiguo Urtzi, el cual nada les tenía prometido para después de la muerte.
La ermita, pues, en un principio algo demasiado simple, demasiado inocente -en apariencia- para despertar alguna alarma: unas paredes de piedra demasiado semejantes a otras paredes de piedra; una techumbre a dos aguas, como las del resto de la comunidad; un escueto diseño, incluso más escueto que el de los caseríos circundantes, excepto la cueva-borda-choza de los Baskardo de Sugarkea; un interior sin ni siquiera adornos, tabiques o columnas, es decir, un simple cajón aparentemente vacío: porque allí estaba la imagen, en madera de castaño, del ángel que Totakoxe, soltera, aseguró haber visto, tallada por Ermo siguiendo las indicaciones de la propia Totakoxe; una imagen, también, aparentemente inofensiva: apenas tres palmos de altura, tosca, sin el menor detalle atractivo o simplemente curioso, ni siquiera las alitas ridículas, de puro pequeñas, pues Ermo inició la talla ignorando que las tendría que añadir después, y cuando Totakoxe, soltera, se lo dijo, le faltó ya madera; lo único que atrajo cierta atención fue el rostro del Ángel, que Ermo cinceló sin que ni a uno solo de sus golpes le faltara la previa aprobación de Totakoxe, soltera, de manera que, cuando surgieron los rasgos de Jaunegi, todos tuvieron por seguro que fue él quien la preñó. Un simple cajón para una oscura talla, un conjunto nada sospechoso ni alarmante, brotado allí no sólo por obra de nadie, sino en contra de la conciencia colectiva del pueblo, el cual llevaba no menos de cuatro siglos soportando la tentación de la NUEVA modernidad, levemente inquieto por no ser tachado de aldeano por los testaferros de aquella dominante cultura castellana, que no sólo ocupaban los altos puestos de decisión y de enlace con aquel centralismo foráneo, sino que casi todos eran, también, vascos, incluidos los apóstoles de la NUEVA y moderna religión, que eran recolectados de niños y sacados del país, al que regresaban con los aires de quienes se sienten depositarios de la Verdad y miran a los miembros de su propio pueblo como a ovejas necesitadas de redención; y sin que a ese pueblo tampoco pareciera importarle que el NUEVO mensaje, el del NUEVO dios que calificaba de paganos a los demás dioses -incluido a Urtzi-, procediera de un portavoz extranjero cuyo centralismo eclipsaba a todos los centralismos conocidos hasta entonces, una criatura hecha toda ella de materia divina y ecuménica, denominada Papa.
Eran los del caserío Murua de los que más se habían adentrado por los breñales de aquel mensaje de Cristo: de ahí que arrojaran de casa a su Totakoxe, soltera, al advertirla preñada. No aclaran las leyendas si se trató de una desnivelada explosión del etxekojaun o de una decisión más profunda compartida por todo el clan de los Murua, al amparo de la NUEVA moral. Ha quedado como cierto, a la vista del posterior comportamiento de Totakoxe, soltera, que la muchacha supo entonces que la hinchazón de su vientre era un hijo y que este hijo era pecado. Parece que no tenía arriba de quince años, y vivía tan ignorante del mecanismo del cuerpo de las hembras, que a las leyendas les resulta muy difícil explicar cómo era así, habiendo tres vacas en la cuadra de los Murua, que ella, Totakoxe, soltera, cuidaba; si bien cabe pensar que fueran, precisamente, las vacas los magníficos ejemplos que la empaparon de silvestrismo, con las montas de los toros, los montañosos embarazos y el vaciamiento final en una apoteosis de sangre y de multiplicación de la vida, todo tan dulce, tierno y delicado como la siembra, el desarrollo de las plantas y la recolección de los frutos.