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Hay que suponer que Totakoxe, soltera, enjuiciara la gravedad de tener un hijo en su vientre -es decir, la gravedad de su horrendo pecado- a tenor de la tumultuosa reacción de los suyos, y luego del resto del pueblo: fue tratada por todos de apestada, le retiraron el saludo, quedó rebajada a la condición de perra; de nada valían las llamadas a la razón de quienes, aún, fluctuaban entre el Urtzi vasco y el Dios cristiano, sus esfuerzos por traer a las memorias los tiempos, bien recientes, en que las parejas, para acostarse sobre un lecho de yerbas, no necesitaban de ninguna bendición; cuando la preñez subsiguiente no levantaba menos alegría general que la esperanza de una buena cosecha de mijo. Pero hasta los defensores de Totakoxe, soltera, terminaban abandonándola a su suerte, desinflados ante los muchos que ya hablaban de pecado. Y enseguida el pueblo dejó de ver a Totakoxe, soltera: huida, quizá muerta justamente por un rayo de ese Dios, y la olvidó. Hasta que, en una mañana mojada de rocío, la vieron llegar, y miraron y miraron y no le encontraron rastro de preñez.

Totakoxe, soltera -insulto, todavía, a pesar de no advertírsele el embarazo, y precisamente por no advertírsele, pues ¿qué había hecho de su hijo?-, contra su comunidad, o la comunidad contra Totakoxe, soltera: todo un pueblo dando tumbos por encontrar el NUEVO camino, sintiendo tronar en sus cabezas las prédicas vehementes de los testaferros, que, primero, llegaron de muy lejos para difundir cautamente desde las fronteras, luego difundir instalados ya en el territorio, y finalmente difundir, enraizar, institucionalizar el NUEVO mensaje desde pétreas, aparatosas e inamovibles construcciones: hombres, en un principio, de mirada dulce, luego dulcemente fanática, y ya en la tercera fase, fanática y triunfalmente colonial, menos locos por ser testaferros de la NUEVA religión que por su intento de cristianizar a aquel pueblo de las estribaciones de los Pirineos secularmente inmune a cuanto le llegara de fuera; y, ahora -su Idea, su Mensaje, su Moral-, aterrorizando a Totakoxe, soltera, con un pecado que nunca lo había sido antes; haciéndola huir de los suyos con el estigma negro, castrador, inhumano, desnaturalizador, y poniendo en boca de aquellas gentes de Getxo que ahora la rodeaban: «¿Qué has hecho de tu hijo, soltera?». Pero todavía, sin la suficiente pasión, expuestos a volver a la vieja naturalidad a poco que se alterara el entorno coaccionador; utilizando a Totakoxe, soltera, como objeto de reafirmación, necesitándola para demostrar a los testaferros y demostrarse a sí mismos que ya estaban en la judiada de lo NUEVO; y siendo la propia Totakoxe, soltera, quien les sirvió no sólo de leve banco de pruebas para su reciente iniciación, sino quien, yendo un poco más lejos -o todo lo lejos que había que ir-, puso en bandeja a las gentes del territorio la ocasión de institucionalizar lo que, aseguraban, ya habían abrazado; de levantar en piedra imperecedera el primer símbolo razonablemente estable de la NUEVA moral judeocristiana: aquella ermita, aquel cajón no mayor que un cobertizo, pero más que suficiente para desempeñar su inviolable, imbatible y arrolladora función.

No aclaran las leyendas qué ocurrió hasta que Totakoxe, soltera, dijo que veía al ángeclass="underline" si la turba falsamente enfurecida que arrastraba a la muchacha abrigaba verdaderas intenciones de arrojarla por el acantilado -que, en un tiempo posterior, se llamaría de La Galea-, o, al menos, darle tormento para obligarla a confesar dónde había enterrado el feto; la llamaron «¡Asesina!» y «¡Mala madre!», y la representación estaba saliendo de modo muy convincente, tanto, que la propia Totakoxe, soltera, creyó estar ya condenada a los latigazos, a estrellarse contra las peñas del fondo del acantilado o a ver pateado su vientre pecador, y fue entonces cuando, al pasar ante el gran roble, se puso a gritar que veía al ángel.