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Jaunsolo se desplazó solemnemente hasta encontrar ángulo y miró hacia lo alto. No vio nada. Miró a Ermo y a los demás con sus ojos color de charco.

– ¡Sólo ella ve al ángel! -gritó Ermo-. ¿Qué más prueba de que es un milagro?

– El roble es mío y sólo yo puedo decir si es o no un milagro -dijo, casi susurró esta vez Jaunsolo, al descubrir, a medida que desgranaba la frase, que acababa de liberar al pueblo de la insoportable responsabilidad de tener que decidir, echándosela entera sobre sus propias espaldas, y debiendo, así, resolver por todos ellos. Miró, horrorizado, a la muchedumbre, y el viaje de sus ojos terminó en Totakoxe.

– ¿Habías visto antes a otro ángel? -musitó.

– No -confesó Totakoxe.

– Entonces, ¿cómo sabes que lo que ahora dices estar viendo es un ángel?

– La mayoría de nosotros nunca ha visto una lamia, pero la reconoceríamos en cuanto… -no pudo concluir Totakoxe, pues de nuevo Ermo se hizo notar: el inquieto hombrecillo subido al aparatoso Catafalco, al que nadie, excepto él, le había encontrado todavía un principio de utilidad, cuando, un siglo antes, un antepasado suyo pasó al otro lado del Gran Prisma, dejándolo de por medio entre él y el grupo de hombres que discutía acerca de si pertenecía a Etxe o a Larreko, y se puso a servirles sidra en cuencos, sidra propia, recién traída de su propio caserío en un pellejo de a cinco azumbres, que les cobraría en especie, encontrándole así al Catafalco no sólo una utilidad sino convirtiéndolo en el primer Mostrador de bebidas e inaugurando una nueva era en el país; un hombrecillo (aquel Ermo, este Ermo) vivaz, escaso de carnes, dos puntitos inquietos por ojos y eternamente comido por una fiebre punzante que le había traído el tic de rascarse continuamente la cabeza; no subido al Catafalco para mejor ser visto y oído, sino para vincular el Mostrador al proyecto que el ángel de Totakoxe le había inspirado momentos antes.

– Los nuevos predicadores nos hacen muy buenas descripciones de los ángeles -dijo Ermo-. Ninguno de nosotros ignora que tienen alas. Cualquier cosa que tenga alas y vuele y no sea un pájaro es un ángel.

– Siempre que se le pueda ver -exigió Jaunsolo.

– Totakoxe lo ve -dijo Ermo.

– No me importa, ¡maldita sea!, si Totakoxe lo ve o no lo ve, sino si existen los ángeles.

– Piensas, pues, que Totakoxe está mintiendo…

– ¡Mi niño con alas me sigue mirando! -se oyó la voz angustiosa de Totakoxe-. ¡Dios me muestra al ángel que yo he parido para decirme que me perdona! ¡Vedlo, allí, arriba, balanceándose como un jilguero juguetón!

– Es mi propio árbol, ¡maldita sea!, y no es justo que yo ni lo vea ni… -gruñó Jaunsolo.

– Dicen esos predicadores que, en casos así, hay que levantar una ermita en el sitio de la aparición -dijo Ermo.

– ¿Qué? -exclamó Jaunsolo.

La muchedumbre se estremeció al oír pronunciar la palabra ermita, al advertir que se había avanzado tanto que quizá resultara imposible el volverse atrás: sin haber aclarado si Totakoxe mentía o no, si los ángeles existían o no, eran arrojados de cabeza al abismo de la ermita, una forma de construcción que nadie había visto, sólo se intuía para qué podía servir, y lo único cierto sobre ella eran las extendidas murmuraciones acerca de que, una vez en marcha, había que perder toda esperanza de retractación.

– Yo tallaría, en buena madera, la figura del ángel -añadió Ermo-, y sólo cobraría a la Junta un carro de helecho.

– ¿Qué? -repitió Jaunsolo, expresando el estupor general.

– Dentro de cada ermita ha de adorarse a algo, y en la nuestra este algo será un ángel, porque se llamará Ermita del Ángel -añadió, aún, Ermo-, ¿No ha sido Totakoxe, con su visión de un ángel, la que ha traído todo esto?