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Pero, antes de emprender el viaje de regreso, aquel testaferro de Dios se acercó de nuevo al Catafalco. «¿Dijisteis cuatro generaciones?», preguntó.

La ermita, pues, en cualquier caso; aunque no tan pronto, no con la precipitación con que se estaba llevando el asunto, después de tantos apacibles milenios con Urtzi y, antes aún, meciéndose -la tribu, la raza- en el más limpio y vital animismo, y, antes aún, viviendo la larga, peluda y luminosa noche-prólogo-frontera que precedió al hominismo; la ermita: imposible de digerir, en tan escaso tiempo, las simples piedras que ninguno de ellos sabía o podía adivinar qué forma o tipo de construcción adoptarían finalmente, ni qué misteriosos ritos se celebrarían en su interior, ni para qué, ni en qué grado cambiaría sus vidas; en cualquier caso, imposible, primero, olvidar aquel pasado inocente y silvestre, pavoroso, m

ás añorado cuanto más prescrito, tan calado en los huesos que ya era su propia médula, de modo que ni el más necio, ignorante o ajeno a cuanto se tramaba pudo creer o confiar en un simple cambio sin traumas, o, al menos, sin el tiempo preciso, un tiempo medido en milenios mejor que en horas, en ningún caso aquel atropellamiento de ángeles, Totakoxes, obispos y ermitas tratando de clausurar chapuceramente el inmedible paso del vasco -del Hombre- sobre la tierra para inaugurar lo NUEVO, y, segundo, imposible de aceptar, asumir, entender aquellas normas y leyes que procedían no sólo de lejos, sino de fuera; aquel Cristo que sólo hacía mil años que se había dado a conocer a los hombres, y ni siquiera a vascos, sino a judíos: mil años, un tiempo de risa, casi para no tenerlo en cuenta; y aquella Virgen, su Madre, elevada de simple mujer a diosa por haber sido preñada sin macho, pero dando a luz como las otras, incluso como la propia Totakoxe, soltera -ahora, sí, otra vez-; y en aquellas horas torrenciales ante el roble algunos esperaron que, de un momento a otro, Totakoxe les dijera o revelara que a ella tampoco la preñó varón, que ignoraba cómo ocurrió, y de ahí a tener por la Virgen a una muchacha que aseguraba ver a un ángel que nadie veía sólo había un paso, y algo así esperaron que les soltara aquel obispo, allanándoles el camino para tomar la decisión que, en el fondo, todos deseaban tomar de una vez para irse a sus casas a descansar y seguir atendiendo a los trabajos: un ofrecimiento revestido de cierta lógica, incluso una mera excusa, algo, en fin, que les permitiera seguir viviendo sin mala conciencia; pero no: el obispo, implacable, se limitó a airear la temible palabra ermita.