Pocos habían visto a aquellos Baskardo fuera de Sugarkea, de donde, según la leyenda, no salían más que a cazar o tomar mujer: un ejemplar grande, casi un gigante, envuelto en piel de oso y descalzo, y armado con hacha de sílex. Ninguno de los presentes pudo aguantarle la intensa mirada de reprobación que les dirigió.
– ¿Qué queréis? Os dije, hace cinco siglos, que no me molestarais en la siesta. ¿Qué queréis? -gruñó Baskardo, en un vasco tan prehistórico que apenas le entendieron.
– Hola, Baskardo -dijo el señor de Getxo.
– ¿Qué queréis?
– En las próximas fiestas te avisaré para poner tus bueyes contra los míos.
– ¿Qué queréis?
– Hace tiempo que no…
– ¿Qué queréis?
– Una ermita -desembuchó el señor de Getxo.
Baskardo nunca había oído esa palabra, pero su instinto la empotró infaliblemente en el centro del delirio en que ahora chapoteaba su pobre pueblo.
– No -emitió en tono profundo.
El obispo de Iruña se adelantó y el pueblo se dispuso a estremecerse ante el enfrentamiento.
– Os traemos a Dios -dijo el obispo.
– Los vascos éramos más vascos cuando andábamos sin dioses -dijo Baskardo.
– Este no es un dios cualquiera, sino Dios.
– Sí, Kixmi, lo conozco. Cuando un antepasado mío vio en el cielo la estrella de tu dios, pidió a la familia que lo tirara por el acantilado, para no ver la destrucción de los vascos, y ellos le tiraron y así no la vio.
El pueblo se removió con inquietud al oír aquella verdad que emergía limpiamente de la tradición. Siguió una reposición del viejo debate que sobre el tema había sostenido un Baskardo con el primer apóstol que, siglos atrás, apareció por tierra vasca para predicar la nueva religión: cuando el apóstol le nombró a Dios y a la Virgen, Baskardo le soltó que los vascos ya tenían esos artificios, y le nombró a Urtzi y a Amai; y como ni él mismo creía en ellos, retrocedió tanto en su escueto discurso que tocó el tiempo en que los vascos eran tan libres y bravos que vivían sin ningún fantasma. El pueblo reunido alrededor del roble volvió a estremecerse con esa rememoración. El obispo de Iruña se apresuró a cortar aquel regreso al paganismo.
– Vedlo, todavía con pieles, como un animal -dijo, señalando a Baskardo con el índice, en un gesto similar al que empleaba para sacar al demonio de los cuerpos-. Este pueblo necesita una ermita para empezar a ser civilizado.
Entonces se oyó de nuevo a Totakoxe:
– ¡Mi niño el ángel! ¡Mi niño el ángel! No dejará esa rama mientras no le hagamos su ermita. ¡Dios me ha perdonado!
– Os recuerdo que yo labraré casi gratis la talla -dijo Ermo.
Había tal fulgor en la expresión de Totakoxe, que pocos se atrevieron a dudar de que veía lo que decía ver.
– Así que te niegas, como siempre -dijo a Baskardo uno de los 47 Fundadores.
– ¿Para qué me habéis llamado? Ya sabíais lo que os iba a decir -dijo Baskardo.
– Queríamos ver si, cuando lo dijeras, Totakoxe seguía viendo al ángel -dijo el mismo anciano.
En el centro de una muchedumbre que no se atrevía ni a respirar, Baskardo se plantó en un par de lentas zancadas ante Totakoxe; la miró hasta el fondo de los ojos, para leer en los renglones de su sangre; y leyó lo que había en ellos; y supo Totakoxe que se lo había leído: le devolvió la mirada en forma de súplica lastimosa. Pero si Baskardo calló y salvó su vida, no fue por compasión, sino por entender, de pronto, que su tribu estaba tan perdida que ya sobraba todo; que, tanto si su pueblo mataba a Totakoxe como si la perdonaba, lo haría siguiendo la maldita ley del nuevo dios, del nuevo invento de los hombres: la mataría, no por razones vascas, sino cristianas; y la perdonaría por lo mismo, por haber visto a aquel espantajo con alas. Sintió Baskardo que los vascos habían caído en otra de las muchas trampas tendidas por los inventos a lo largo de las edades, y, esta vez, bajo una forma realmente inaudita y maliciosa, pues nunca había ocurrido que un Baskardo casi se sintiera obligado a dar su parabién a un maldito invento. Porque de su decisión dependía la vida de Totakoxe.