La partida no fue una decisión del propio Roque, sino de Cristina, la marquesa, quien le ofreció, a renta, el caserío Basaon que acababa de adquirir, rescatándolo de la demolición. Llevaba años haciéndose con los caseríos más viejos de Getxo ocupados por familias no originarias de ellos, a las que indemnizaba para que los abandonasen, y buscaba, incluso en América y Australia, a sus legítimos propietarios, al descendiente directo del fundador de aquel fuego, el nombre troncal, el de la raíz. En esta santa cruzada de reconstrucción del viejo tiempo le ayudaban Moisés y Josafat. Con Basaon se saltó la norma, pues el tío Roque no procedía de este caserío sino de Altubena. Pero Cristina Oiaindia quiso hacerlo así para rescatarlo de las garras de Ella y reintegrarlo a la tierra. También para dar prestigio a Unión de Obreros Vascos, el desvirtuado sindicato promocionado por industriales nacionalistas como ella.
Unión de Obreros Vascos se fundó en 1911. El propio don Manuel reconoció que «se lo sacaron de la manga para oponerse al sindicalismo que hacía el sindicato socialista». Empezó a funcionar como oficina de colocación y de socorros de enfermedad y fallecimientos, y durante muchos años apenas fue más. Para ingresar en él había que tener vasco, al menos, uno de los cuatro apellidos primeros. Mi tío Roque perteneció a Unión desde sus primeros tiempos y ocupó cargo en la junta. Por haber vivido los conflictos mineros y metalúrgicos de 1890 de la otra margen, se le tenía en Getxo por un entendido en tales asuntos y los obreros del sindicato le votaron. Unión de Obreros Vascos incorporó de pleno el pensamiento nacionalista que negaba el enfrentamiento de clases y depositaba en la fe cristiana la solución de los conflictos sociales. Así, pues, la aportación del tío consistiría en volver del revés su experiencia socialista, es decir, en cómo debe entender un vasco las relaciones patrono-obrero.
El pobre tío ofrecía un reclamo adicionaclass="underline" se le tenía por el primer trabajador de Getxo en mover un dedo por la cosa sindical, fue algo así como el inventor del sindicalismo entre nosotros. No se trataba de su vieja lucha codo a codo con la minera, sino del extravagante sindicato que fundó en 1905 en una tertulia en La Venta con el fin de despojar del mostrador a Zacarías Ermo. Ésta fue la primera acción -fracasada, como todas las demás- de aquel grupito de nunca vistos sindicalistas. Sólo metieron algo de ruido. Parece que Roque entraba en situación sindicalista todos los Primero de Mayo -fue algo así como un ciclo crónico-, de modo que en un Primero de Mayo posterior hubo de inventarse otra reivindicación y fue la exigencia de un real más de jornal y media hora menos de jornada para los trabajadores de la Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta. Incluso se presentaron en la residencia de Cristina Oiaindia para soltarlo de palabra. El pulso se mantuvo hasta 1911, incluyendo ocupaciones de las cocheras e irrupción de la Guardia Civil. Cristina no sólo no cedió a tales presiones sino que, como no podía ser menos, sintió como nadie en su conciencia nacionalista la alarma por la aparición en sus feudos de expresiones de esa lucha de clases que eran el pan de cada día entre los socialistas y cuyo contagio debía cortarse de raíz. Incluso don Manuel entendía que Unión de Obreros Vascos fue la respuesta natural a semejante peligro. «Nació», decía, «como la vacuna en un organismo que necesita de ella para expulsar, purificar o, al menos, arrinconar y ahogar una peste ajena a ese organismo.» Unión de Obreros Vascos fue para Roque un balneario de reposo, un rincón de olvido y reconversión. Se dice que la hija de Cristina, Fabiola, lo introdujo en la sede del sindicato vasco -el de Roque, el nacido en La Venta, era mucho más que esto-, de modo que nos gustaría saber si Fabiola actuó por orden o recomendación expresa de su madre; es decir, qué ascendiente tenía Cristina en Unión de Obreros Vascos; es decir, si fue fundadora o sólo figuró en su fundación como simple parte de esa conciencia colectiva vasca suficientemente lúcida como para reclamar un sindicato-barrera, al que ni siquiera llamaron sindicato, porque no lo era ni deseaban tentar al viejo mito de la tierra de que existe todo lo que tiene un nombre.
No fue, pues, un sindicato para sino contra; no un sindicato sino una hermandad, una bolsa de socorros para enfermedades y fallecimientos, un registro de ofertas y demandas de trabajo, de cooperativismo y mutualismo… ¿De quién fue el impulso? ¿De la gran burguesía nacionalista?, ¿de los obreros de sus fábricas?, ¿de ambos? En cualquier caso, hubo entendimiento, hubo complicidad. El sindicato de Roque no sólo no pudo echar raíces en la comunidad nacionalista sino que la puso en guardia, Cristina se alarmó ante lo que ocurría en su Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta; fue un golpe de miedo para poner algo en marcha. Quien llevara a Roque a UOV tenía poder en la organización, y si tal no era el caso de Fabiola, hay que creer que alguien la utilizó, alguien que no podía dar la cara, que ni siquiera ordenó sino sugirió, dejó caer, apuntó lo que era mejor para Roque, y Fabiola lo recogió, fuera lo que fuese. Llegaría a tener un hijo de él.
Cuando se trasladó al palacio Galeón mi tío Roque era ya un dirigente sindical, «pero con la mente en otra parte, cumpliendo como sindicalista sólo para honrar la memoria de alguien», exponía don Manuel. Ahora bien: el Galeón no era vivienda para un sindicalista. Tampoco lo había sido el caserón de Ella; pero éste, al menos, se regía por otras leyes, o es lo que alguien deseaba creer en Getxo; era un escollo, una isla, un territorio que nada tenía que ver con nuestra comunidad, y cuanto en él ocurriese no debía ser analizado con nuestra lógica. Durante veinte años el tío pudo vivir bajo aquel techo sin que a ningún miembro de la UOV se le escapara un asombro. Pero el salto al nuevo hogar cambiaba las cosas, incluso para aquellos vascos con su tipo especial de sindicalismo. Si el tío Roque no encajaba en el Palacio Galeón no era por ser un sindicalista enfrentado laboralmente al señor de esa misma mansión, sino porque nunca se había visto que un pequeño aldeano conviviera en la torre con el alto amo. Cristina tardó más de dos años en depositar a mi tío en Basaon, pero al fin lo hizo. Con el pragmatismo propio de las clases altas, ¿por qué no pensar que era ella la que no podía digerir a un sindicalista de suelas sucias pringando los mármoles del Galeón?
Por lo que se filtraba al exterior pudo conocerse en Getxo que nunca un niño se crió con tan enfermiza solicitud como Cándido. Se supo, por ejemplo, que empezaron a llamarle de «don» desde sus primeras semanas; su abuela Aurelia lo llamaba don Candito, y la otra abuela, Ella, don Cándido a secas; una diferencia de sonido apenas perceptible, pero que, en opinión de don Manuel, encerraba una significación apabullante:
– No hay referencias acerca de a cuál de las familias se le ocurrió aplicarle el don, pero yo señalo, sin vacilar, a la abuela bastarda. El día en que levantó al niño por encima de su cabeza impulsada por sentimientos tales como el amor (oh, sí, amor, ¿por qué no?), pero sobre todo el orgullo y la venganza, y viendo en el niño el trofeo legítimamente ganado, y sabiendo que ya estaba todo hecho, que era cuestión de esperar un poco más a que llegara la inevitable apoteosis, entonces exclamaría o gritaría con la exaltación deportiva que pudo emplear el mismo Dios en el día de descanso de su Creación: «¡Don Cándido! ¡Don Cándido!». Y por allí andaría la otra abuela, la legal, pero que no le llegaba a la otra ni a la suela del zapato, tomando también al niño o, simplemente, inclinándose sobre la cuna para hacerle carantoñas, y sonriendo o quizá gruñendo: «Don Cándido…, ¡qué ocurrencia! ¡Pobre angelito mío! ¿Qué te dicen? ¡Si tú sólo eres Candito, mi muñequito Candito!». Quizá interviniera el abuelo Anastasio: «¿Por qué mi nieto no puede ser don?, ¿porque a ningún niño se le ha llamado hasta ahora de don?, ¿pero es que mi nieto no es distinto a todos, no es el mejor?». Y Ella, allí, pareciendo ausente, pero exponiendo con su natural determinación de rodillo: «Voy a cambiarle de pañales a don Cándido». Una gracia, una broma, un rasgo de humor, aunque sólo para empezar, en tanto la excentricidad enraizaba en la familia a medida que la atmósfera del caserón iba implantando la verdad de aquel destino.