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– ¿Quiénes son? -preguntó.

– Acaban de llegar a Getxo -dijo don Eulogio.

– Acaban de llegar a Getxo y son dos niñas, eso ya lo veo… Pero ¿quiénes son? -apremió Cristina.

– Una no es una niña y quiere trabajar en esta casa.

Cristina se fijó mejor en Ella.

– De acuerdo, no es una niña, aunque lo parece. En cualquier caso, creo que no tiene fuerzas ni para levantar una cuchara.

– Pues ha de quedarse, Cristina -dijo entonces don Eulogio-. Acaba de parir o abortar o lo que sea, y no quiere decir dónde ha ocultado a la criatura.

– ¿Es verdad eso? -preguntó Cristina a la muchacha.

– No abrirá la boca -dijo don Eulogio-. Pero fíjese en sus pies.

Cristina descubrió la sangre, desnudó con la mirada a las forasteras y su rostro huesudo expresó repugnancia.

– Además, estas gentes que nos vienen de fuera siempre huelen mal -dijo.

– ¡Pero éstas tienen que quedarse! -exclamó don Eulogio.

– Que se queden, pero no en mi casa. Si soportan nuestras caras, rechazándoles, que se tumben en cualquier cuneta.

– Quiero estar en su casa.

La voz de la muchacha obligó a Cristina a mirarla.

– ¿Qué has dicho?

– No importa lo que haya dicho: tiene que quedarse -pidió don Eulogio.

– Mis criados no me eligen, yo los elijo a ellos. Además, han de ser vascos, ya lo sabe usted.

Don Eulogio abrió la boca para suspirar. Se llevó aparte a Cristina.

– Esa criatura estará enterrada en tierra no santa y ni usted ni yo podemos consentir que siga allí, pudriéndose como un perro abandonado.

– No veo dónde está el problema -dijo Cristina-: pregúnteselo.

– Sólo habla para decir que quiere quedarse en esta casa. -Don Eulogio bajó aún más la voz-. Tiene miedo. Nos tiene miedo. Llega de sólo Dios sabe dónde, de un lugar en el que parece ha sido tratada muy mal… Ayer la vieron preñada… Y es nuestro deber el infundirle confianza. Entonces, hablará y nos dirá, ¡Dios mío!, dónde ha metido a… No podré dormir mientras ese ser inocente no repose en tierra cristiana. Hágalo usted por mí, Cristina, por nuestra Iglesia.

Cristina y el cura cruzaron las miradas. Ella era tan alta como él. No podía negar ese favor al representante de Dios en Euskeria, como Sabino Arana había empezado a llamar a nuestro país cinco años antes.

– ¿Tendré que tomar a las dos?

– ¿No las ve usted, pegada la una a la otra?

– ¿Qué parentesco las une? Por su edad, es imposible que sean madre e hija. ¿Hermanas? ¿Tía y sobrina?

– No lo sé.

– ¿Cómo se llaman?

– Las acabo de bautizar… Una, la pequeña, se llama Madia… o Magda. Les da igual un nombre que otro. Ellas son así.

– ¿Quiere usted decir que una se llama Madia y la otra Magda?

– No, no… Madia o Magda son la misma, la pequeña.

– ¿Y la otra?

– No lo sé.

– Pero ¿no me ha dicho usted que las ha bautizado a las dos?

Don Eulogio extrajo un pañuelo del bolsillo de la sotana y se secó el cuello.

– Ella no quería ningún nombre. Me lo prohibió. Le ruego, Cristina, que se fije en sus ojos…

– Me estoy fijando en ellos y no me gustan nada. Nunca me gusta cómo nos miran estas gentes… ¡Pero usted, don Eulogio, no ha podido bautizarla sin un nombre!

El cura se refugió en una pausa interminable.

– Le puse uno no cristiano. Espero el perdón del Señor en gracia a que así conseguiré…

– ¿Cuál?

– ¿Eh?

– ¡El nombre!

– No, no es un nombre… ¡Demonio, no sé qué me pasó! ¿Ya se ha fijado usted bien con qué clase de ojos nos mira?

– No me agrada ese miedo suyo, don Eulogio… ¿Qué nombre me ha dicho?

– No se lo he dicho.

En la nueva pausa del cura, le dio tiempo a Cristina de rechazar en dos ocasiones a las sirvientas que pretendían invadir el comedor para limpiarlo. La mansión ya se estremecía bajo el fogoso trajín a que las siete criadas se entregaban diariamente, según la disciplina impuesta por Cristina. Don Eulogio encontró un alivio en la contemplación, a través de la ventana abierta, del jardinero podando los setos.

– Ella -pronunció.

– Ella… ¿qué?

– El nombre. Ella es su nombre.

– ¿Ella? ¿Ella?

Fue entonces cuando Cristina palpó la magnitud de la derrota de don Eulogio. El cura se identificó con aquella mirada recriminadora que enterraba sus raíces en el pasado del viejo pueblo común, y ahora no pudo encontrar ninguna disculpa.

– De modo que ya está entre nosotros, va a vivir en mi casa, y usted no sabe absolutamente nada sobre… Ella -dijo Cristina-. Es casi como si no existiera. Estoy por pensar que tampoco existe ese hijo suyo que dice usted ha enterrado por ahí. Ignoramos, también, las razones por las que abandonó su tierra…, hay que pensar que pertenece a alguna tierra, ¿no le parece a usted?…, y las que le han traído, precisamente, a la nuestra, a Getxo, al barrio de San Baskardo, a mi casa… Porque usted me dijo que así lo quiso… Ella.

– Exactamente. Dijo: «Vamos a vivir en casa de Camilo Baskardo».

Ahora fue Cristina quien paralizó el tiempo. Se volvió a Ella -contaría don Eulogio-, la miró, la escrutó bajo la que pudo denominarse su primera alarma real, y así quedaría inscrita en la crónica de nuestra comunidad.

– ¿Pronunció el nombre y el apellido de mi esposo? -se asombró Cristina-. ¡Es increíble! Como no proceda de África, adonde él va a cazar… ¡Sí, seguro, África! Allá debieron de conocerse… ¡Dios mío!, ¿y el hijo que ella trajo en el vientre? ¡Es una salvaje africana, una mora! ¿Y usted pretende que yo…?

– Las moras se cubren la cara y llevan un anillo en la nariz -dijo don Eulogio.

Cristina salvó los cinco pasos que le separaban de Ella.

– ¿Por qué precisamente mi casa?

Josafat Baskardo

3 y 4 de junio de 1889

Ama se va a morir.

Se ha separado de nosotros, ha cruzado la puerta de la verja y ahora está en la carretera, mirando cómo se marchan la Chica y Madia. Se agarra la garganta con las dos manos y respira con un ruido de fuelle viejo y tiembla como una hierbecita.

Ama se va a morir.

No deja de mirar las espaldas de la Chica y de Madia.

– ¡Fuera de aquí y de nuestra tierra! -dice. Y sigue diciendo a gritos-: ¡Fuera de aquí y de nuestra tierra! ¡Fuera de aquí y de nuestra tierra! -hasta quedar sin voz, hasta que ha de apoyarse en el muro de piedra. Ahora llega a su lado don Eulogio.

– Cristina, Cristina…, quién iba a sospechar algo tan horrible…

– ¡Ciegos! ¡Ciegos! -dice Ama.

Y dice también:

– ¡Vaya tras ellas y devuélvalas al infierno! No las pierda de vista mientras no desaparezcan de nuestra tierra, aunque no tema un segundo aborto, un segundo enterramiento secreto, porque, esta vez, Ella, Ella… ¡Oh, Dios mío!

Ama se va a morir.

– ¿La ha llamado… Ella? -dice don Eulogio.

– ¿No es el nombre con que usted la bautizó? ¿No es el nombre que figura en los registros de Dios?

– Sí, pero usted, en dos años, no…

– ¡Ahora necesito que Dios no dude contra quién lanza sus maldiciones!

– Por favor, Cristina… -dice don Eulogio.

Los dedos temblorosos de Ama agarran la manga de la sotana de don Eulogio.

– Ahora, nos corresponde a nosotros abortar -le dice.

Don Eulogio la mira moviendo la cabeza.

– ¡Tenemos que alcanzarla! ¡Tenemos que saltar sobre su maldita tripa hasta sacarle ese hijo! -dice Ama.

– ¡Cristina! -dice don Eulogio.

– Está acostumbrada. Ya lo hizo sola una vez. Ahora le ayudaremos -dice Ama.

Ama se va a morir. De su boca sale un ruido largo y es como si tuviera rota la garganta, y don Eulogio ha de sostenerla en sus brazos para que no caiga al suelo. Ama se va a morir.