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Además, estaba lo que podríamos denominar su síndrome de las llamas. Lo mejor que pudo ocurrir fue que Elisenda le abandonara. Perdió una hija, pero las circunstancias de la huida le descubrieron por qué nunca la sintió próxima a lo largo de veintitrés años de convivencia. En realidad, se negaría a ver la verdad, por no admitir que las malditas llamas surgían de nuevo, ahora para interponerse entre su hija y él. Con Cándido jamás tuvo el menor conflicto. Elisenda y Cándido. O Elisenda contra Cándido. Todo venía a apoyar la teoría de la buena suerte y de la mala. Por fuerza había de pensar que llamas y mala suerte eran lo mismo, pues, para empezar, nunca podría olvidar la media libra de carne arrancada por una de ellas de su hombro. Pero la cacería de llamas de 1907 la inició él abatiendo a la primera, y ello ocurrió antes del mordisco del macho, de modo que existía algo más. Y en esto yo siempre coincidía con don Manueclass="underline" así como resulta impensable que su odio a las llamas naciera con el mordisco, la evidencia de aquellos dos mundos antitéticos en que militaban sus dos hijos no arrancaría de la fugaz estancia del híbrido Cristóbal en el Palacio Galeón, en 1924, con un Cándido que se ponía a gritar de horror sólo con oler al animal a distancia y, por el contrario, una Elisenda de tres años que jugaba con él en el jardín, cuando a nadie más permitía acercársele. Todo encajaba, la mayor coherencia delimitando afinidades y repudios, un anacrónico rebaño de 28 bestias selváticas irrumpiendo con su soplo de libertad en el ya avanzado tejer de cadenas de hierro de Efrén e instalándole el síndrome de las llamas.

Llegó 1924 y pareció que para él no había transcurrido ningún tiempo, y menos diecisiete años, pues el primer reclamante que acudió a la primitiva y semiolvidada oficina de seguros La Bolsa lo encontró allí, esperándolo, y contaría que el primer sonido que se produjo en la habitación fueron las preguntas de Efrén desde el otro lado de la mesa: «¿Por dónde anda el demonio?, ¿dónde tiene usted sus campos?», pues ni siquiera le había dado tiempo a cerrar la puerta. Desde hacía un par de semanas venían produciéndose destrozos en los sembrados de la zona, pero hubo de transcurrir casi una semana antes de que alguien se atreviera a relacionarlos con la peste que diecisiete años atrás asolara la región. La comunidad se estremeció y se dijo que no era posible. «¡Matamos a todo el rebaño!», se repetían unos a otros mirándose a los ojos por ver si se convencían de que así había ocurrido.

Era, también, junio. El primer plato que eligió Cristóbal fue un cuarto de heredad de tierno maíz. Regresó las tres noches siguientes, hasta devorarlo todo. En estas poco alarmantes consumiciones se apoyó la gente para rechazar la sospecha de nuevas llamas, a las que siempre relacionaron con un gran rebaño devastador. Durante demasiados días, las huellas de las pezuñas de Cristóbal no fueron razón suficiente para que no se culpara a otros bichos: cerdos salvajes, jabalíes, algún burro descarriado; la versión del burro es la que más duró, por el parentesco de huellas. Se acudió a viejas leyendas de la tierra para resucitar cualquier pequeño dragón o trasgo demoníaco perdidos en el tiempo, y cierto leído dibujó a Erensuge… Cualquier cosa, antes que admitir el regreso de las llamas. En todo el territorio sólo hubo una excepción: Efrén. Aquel primer aldeano que se presentó en la oficina de seguros lo encontró ya allí, pero llevaba dos semanas, desde el instante en que empezó a circular por Getxo la noticia del primer desaguisado, es decir, que fue el primero en comprender que aquello era cosa de las llamas. El aldeano hizo especial hincapié en que lo estaba esperando.

Al cabo de catorce años sin verlo por allí -el empleado de la oficina le presentaba semanalmente en su domicilio el casi nulo movimientos de cuentas-, quienes aquella mañana de junio se encontraban en La Venta lo vieron llegar a las nueve en punto en la brillante limusina, aparcarla ante el portal del edificio de Blasa y desaparecer en él, aunque ninguno relacionó su presencia con las llamas, a pesar de que vestía el uniforme inglés de cazador de zorros con que se le viera en la legendaria cacería, rifle y perros incluidos. Sin embargo, era evidente, como no tardarían en tener que aceptarlo. Hubieron, por un lado, de vencer su miedo, y sobre todo actualizar el acontecimiento, extraerlo de la leyenda en que dormía. En cambio, Efrén no necesitó incorporar ningún pasado, porque las llamas llevaban diecisiete años sin salir de los glóbulos de su sangre.

Permaneció esas dos semanas en su propia oficina cumpliendo el horario laboral, abandonándola sólo por las noches: bajaba con el rifle, subía a la limusina y tomaba la ruta de su casa, hasta el día siguiente. Sabía que de un momento a otro empezarían a llamar a su puerta las nuevas víctimas, muchos de los asegurados que llevaban pagando los 22 reales anuales todos esos años por un seguro exclusivamente contra las llamas, que era, más que un seguro, un certificado de valor personal, pues eran los únicos en atreverse a desear el ataque de un segundo rebaño, único caso -según les precisó Efrén- en que recuperarían el valor de todas o parte de las cuotas. La presencia allí de Efrén no obedeció a un deseo de atender personalmente a sus clientes; por el contrario, ellos le servirían a él. Las preguntas que dirigió al primero así lo indicaban: «¿Por dónde anda el demonio?, ¿dónde tiene usted sus campos?». Y también indicaban que sabía más que ellos, porque su pregunta la formuló en singular, refiriéndose, sin duda, al macho inolvidable salvado por el chico don Manuel, y acaso fue su único error, pues Cristóbal era sólo un descendiente, un híbrido tenido con cualquier hembra del territorio no demasiado alejada genéticamente de él.

Esperó los informes de los siniestrados para lanzarse a la caza de la bestia. Entonces se supo que, cuando ya el resto de los habitantes había olvidado a las llamas, Efrén llevaba diecisiete años esperando aquel momento. Y se sospechó, asimismo, que el mantenimiento del misérrimo cuartucho -las verdaderas oficinas de seguros La Bolsa funcionaban, desde hacía diez años, en Bilbao y lo lógico habría sido que engulleran a la primitiva, sobre todo teniendo en cuenta que sólo se ocupaba de siniestros causados no por llamas de incendio sino por unos animales que casualmente se llamaban llamas (Efrén tuvo sumo cuidado en aclarar esto en la redacción de los contratos de 1907)-, tanto o más que para enorgullecerse de sus difíciles comienzos, fue para no cortar el cordón umbilical que le unía a la cuestión pendiente. Con los informes que fueron llegando al cuartito sobre los destrozos del animal, elaboró un plano de sus desplazamientos, pero los hechos se precipitaron cuando los faros de la camioneta del chatarrero León Esnarriaga deslumbraron a Cristóbal en un viejo camino.

Lo que creyó ver León fue un burrito asustado y bajó de su vehículo con una cuerda y lo ató a la trasera y así se lo llevó a su destartalado garaje, y sólo al día siguiente descubrió que era uno de los viejos demonios, más bien lo presintió, pues su tamaño era menor y no se parecía a ellos, al menos no en todas sus partes, sólo en la cabeza y en el cuello que eran de auténtica llama, siendo el resto de mulo. Don Manuel -que fue el primero en precipitarse a verle- descubrió en el corralito a un animal más bien inofensivo, y no porque su parte de mulo, en centímetros cuadrados, superara a la otra: era su actitud, increíblemente pacífica para la situación en que se encontraba, como si aún no hubiera perdido la inocencia. «Sí, de acuerdo», me contaría don Manuel, «era una cría de menos de un año, pero lo suyo no era sólo bisoñez, ausencia de roce con el mal, es decir, con los hombres. Simplemente, era así, alguien le había hecho así, tan fuerte como para despreciar o ignorar a sus enemigos. Y aquí entra él.» La emoción de don Manuel al tener ante sí al híbrido procedía de que su presencia le hablaba del macho aún vivo o, al menos, que lo estuvo hasta hacía cosa de un año. «Fue como retroceder a aquel junio de 1907, con el chico de las llamas enfilando al macho hacia el gran monte. Siempre sospeché que lo pudo hacer solo, que no me necesitaba, que él sabía dónde estaba su única salvación, pero eligió lo otro, me eligió a mí, concedió a los hombres la oportunidad de intervenir en su salvación, que era también la nuestra.»