– ¿Qué saco yo teniendo conmigo al bicho? -quiso saber.
– Librarse de la denuncia que yo le pondría a cada robo del demonio -dijo Efrén.
León se sentía cada vez más metido en una trampa.
– Usted sabe que es un peligro.
Efrén extrajo del bolsillo un tercer documento. León lo reconoció: era un impreso del contrato de seguros que le había mostrado más de uno de Getxo.
– Asegúrese a todo riesgo en mi compañía -dijo Efrén.
– ¿Y quién pagará la comida que se trague esta fiera hasta el día del Juicio? ¿Quién nos asegura que no come carne, la nuestra?
Contaría León estar convencido de haber encontrado el gran argumento para quitarse de encima al animal o, al menos, para recibir una compensación por encima de las 2000 pesetas ya cobradas y que ni siquiera habían servido para perderle de vista. Pero Efrén le desbarató el tinglado.
– Exhíbalo y cobre la entrada -le dijo.
León no habría suscrito el contrato de seguros de no habérselo puesto el propio Efrén en la mano mirándole al mismo tiempo de aquella forma: no iba a pagarle 22 reales al año sólo por brindarle gratis una idea, por buena que fuese. León nunca dejó de reconocer que era buena, su instinto de chatarrero se lo dijo así desde el momento en que Efrén se la mencionó; el negocio cubriría con creces la alimentación de Cristóbal, por mucho que tragara, porque incluso su estómago tendría un tope. León le dio muchas vueltas a la cabeza en los escasos minutos en que tuvo enfrente al bastardo. Al estampar la cruz al pie del contrato seguía sin encontrar una verdadera razón para hacerlo sin arrepentirse luego demasiado. Devolvió a Efrén su estilográfica y aún seguía buscando el pretexto; necesitaba uno bueno para no despreciarse a sí mismo. «¿Por qué he firmado?», se preguntó, aprovechando un instante en que no miraba a Efrén, pues eran sus ojos los que le habían obligado a firmar y, al mismo tiempo, le decían que era lo sensato. Nunca sabría si lo que por fin encontró fue un pretexto o una razón. No hubo de salirse del tema de la alimentación de Cristóbal; quizá no tuviera un tope, porque un niño devorado seguiría siendo para Cristóbal alimentación, pero para los hombres, es decir, para Efrén tendría que ser un tema de seguros, de su seguro.
De modo que no había sido idea de León Esnarriaga instalar, a un lado de su casa, el recinto de troncos, cubierto con un tejadillo de uralita, en que metió a Cristóbal para ser contemplado por cuantos curiosos abonaran un real. El espectáculo despertó mucha expectación, primero en el pueblo y pronto en Bilbao y la provincia. Para unos, sólo fue un número de feria; otros lo tuvieron por un elemento cultural de primer orden: incluso algún científico observó muy de cerca su proceso de crecimiento para sostener que se trataba nada menos que de la mutación de una especie a la vista de todos. A lo largo de diez años León recogió un goteo de beneficios nada despreciable y pronto empezó a eliminar de las sucesivas versiones de su relato el papel impulsor de Efrén, atribuyéndose a sí mismo todo el mérito del invento.
Mi amigo Perico Orejas (yo tenía entonces dos años y él cinco y no éramos aún amigos) y Pachín Arana no tuvieron nada que objetar: su protegido no sólo había alcanzado fama sino que era alimentado como un rey gracias a las habas, alfalfa y mazorcas de maíz con que León le mantenía lustroso y presentable, y a las zanahorias y moras silvestres y algún que otro bizcocho casero que el público le arrojaba al suelo (excepto Perico y Pachín, nunca nadie se atrevió a dar de comer en la boca al híbrido). Hacia la mitad de esos diez años, Getxo se olvidó de Cristóbal, o lo conservaba también en la repisa de las leyendas, de donde sólo regresaba fugazmente cuando algún forastero, un grupo de turistas o un colegio de niños preguntaba por él y se le indicaba el camino a la casa de León.
El único que no lo olvidó fue don Manuel. No transcurría un trimestre sin que acudiera a saber de él. «Se le veía crecer y desarrollarse, y, sobre todo, ir adquiriendo la mirada indómita del macho al que tuve que enfrentarme en el huerto de lechugas. También acabó heredando de su padre la altivez de su cabeza, las chispas de irreductible libertad que saltaban de cada milímetro cuadrado de su piel, de cada una de sus cerdas. ¿Cómo soportó aquella cárcel durante tanto tiempo sin siquiera intentar la huida ni una sola vez? Me he hecho mil veces esta pregunta y sólo encuentro una respuesta: el amor que recibía de Perico y de Pachín. Habría que empezar a pensar que quizá el amor sea otra forma de libertad. ¿Lo aprenderemos algún día, Asier? Pero el suyo no se trataba de un amor sumisamente fiel, pues allí estaban sus coces nocturnas contra los troncos del recinto, y los ladridos-rugidos-relinchos que inundaban el barrio de pesadillas. Pero no se movió en diez años de aquel agujero. No, no lo hizo… Y el macho: ¿por qué no bajó del Gorbea a rescatar a su sangre? ¿Es que ya no estaba allí, ha dejado de existir, es su hijo la última esperanza que nos queda? Bueno, me resultaba muy doloroso verle en cautividad. Y, luego, Efrén al acecho, esperando siempre la llamada de León Esnarriaga para anunciarle la aparición de un ser extraño con cierta semejanza con la criatura objeto de este contrato. Al menos, conservaría a Cristóbal mientras le creyera útil. Pero acabaría por cansarse de esperar y advertiría a León: «Prepáremelo. Mañana me lo llevo». «¿Preparárselo?», habría exclamado León. Porque ni él se atrevía a entrar en el recinto de la bestia que ya tenía el tamaño de un burro. De modo que Efrén se habría personado con el chófer -aunque sin rifle, pues de otro modo no podría haber ocultado a Perico y a Pachín sus verdaderas intenciones- y habría tratado de llevárselo, o simplemente habría desistido al descubrir el tamaño que ya tenía el demonio, y habría tramado regresar una noche con el rifle y dispararle allí mismo. Todo esto pudo haber sucedido al entender que el macho ya no le amenazaba desde ninguna parte, es decir, que estaba muerto, y el único peligro era Cristóbal… «Con pesadillas semejantes viví durante esos diez años», me contaba don Manuel.
Sea como fuere, Efrén despertó bruscamente de su duermevela de diez años cuando Perico Orejas y Pachín Arana sacaron a Cristóbal de su zoo y se pusieron a zascandilear con él de aquí para allá y todos volvieron a tener delante de sus narices una prueba más de la existencia de aquellas llamas. La pequeña revolución que convulsionó a Getxo se produjo cuando apareció el cadáver de Antonio Menchaca en las peñas de la ribera, y como todo el pueblo culpara del asesinato a Vicente Sáez, el forastero -el ocasional delantero centro del Getxo Fútbol Club que metió el gol inolvidable-, y como yo me había hecho repentinamente amigo de Vicente, pues también tomé parte en aquel asunto -viajando en mi silla de ruedas- para demostrar que él no podía haber hecho algo así, con esa fogosa ingenuidad de los doce años. Al final del torbellino, inesperadamente, Efrén reclamó notarialmente al híbrido. «Y sería el fin», decía don Manuel que pensó, «porque su intención era destruirlo, en vista del fracaso de su utilización como cebo. Mi madre me comunicó la novedad por la mañana y aquella misma noche me deslicé hasta la casa de León. También me había contado mi madre en qué grado de excitación habían sorprendido algunos vecinos a Perico y a Pachín, de manera que encontré lo que esperaba: ambos me detuvieron a dos metros de la tejavana y en la oscuridad creí ver sus miradas sanguinarias y la crispación con que esgrimían sendas sardas.