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»- ¡Fuera! -gimió Pachín dolorosamente.

»-Un momento, un momento… -les pedí, porque las puntas de las sardas estaban a un palmo de mi estómago-. ¿Veis mi cara? Soy Manuel, el hijo de Agustina.

»Me reconocieron, supieron quién era, pero aquellas puntas seguían presionando mi jersey.

»-Sólo una persona quiere llevárselo y sabéis que no soy yo -dije-. Está claro que no tenéis un plan para salvarle. Vuestras sardas no detendrán mañana a esa persona. Puedo ayudaros.

»Me había hecho a la oscuridad y vi perfectamente sus rostros y, como clavados a ellos, sus miradas petrificadas. De pronto, también había dejado de llegarme el ronquido de la respiración arrastrándose por los endebles pulmones de Pachín Arana.

»- ¿Eh? -gimió Perico.

»-Me estoy viendo en vosotros. ¿Nunca os habéis preguntado cómo ha llegado hasta aquí? Es diferente, ningún animal de Getxo es como él.

»-Está bien aquí -dijo Pachín Arana con el primer chorro de aire que controlaban sus pulmones.

»-Gracias -pude decir.

»- ¿Eh? -gimió Perico.

»-Mataremos al que… -empezó a decir Pachín Arana, y se detuvo sin que nadie le cortara.

»- ¿Eh? -gimió Perico Orejas-. ¿Ayudarnos?

»- ¿Os ha hablado alguien de las llamas que le enviaron de América a Saturnino Altube hace mucho tiempo? Eran veintiocho magníficos animales, un rebaño dirigido por un macho. También los quisieron destruir, y lo consiguieron. Excepto al macho: hubo gente en Getxo que se preocupó de salvarle. Cristóbal es hijo de ese macho.

»Me miraron fijamente. Bueno, fue Perico quien lo hizo, pues el otro no me miraba a mí sino a Perico, esperando su reacción para saber a qué atenerse. Soporté el interminable escrutinio, el asombro, más bien, que no acababa de desprenderse del par de ojos.

»-Es que en aquel tiempo yo también fui un chico como vosotros. Hoy me veis como lo que soy, un adulto de cuarenta años. Os pido un esfuerzo para imaginarme entonces como un chico igual que vosotros. Porque lo fui, os lo juro.

»Perico bajó las puntas de su sarda hasta el suelo y Pachín le imitó. El largo silencio que siguió sólo fue una forma de pregunta.

»-Le mostré el camino al Gorbea -dije-. Seguía vivo, engendró a Cristóbal.

»- ¿El Gorbea? -dijo Perico.

»Creí advertir en él una repentina impaciencia. Esperé algo durante dos o tres minutos interminables, pero nada. Únicamente me llegó su impaciencia. También estuve tentado de preguntarles: "¿Por qué lo hacéis? ¿Por qué le salváis a cambio de perderlo vosotros?", pero no importaba, el caso es que lo hacían. Su mérito era mayor que el mío, pues yo dispuse del encuentro con el macho en mi huerto de lechugas, del diáfano mensaje que recogí de su mirada, y dispuse, igualmente, de la compañía de Kume Baskardo y de su hijo Gain, tan afines al macho de las llamas, tan próximos a extinguirse o ser destruidos que algún día alguien deberá llevarles al refugio del Gorbea. En cambio, Perico y Pachín sólo contaron con su instinto, con su amor.

»No dormí en toda la noche. Asomado a la ventana de mi cuarto, me los imaginé a los tres por la misma ruta que el macho y yo recorrimos aquella otra noche de 1907. Nada había cambiado desde entonces, excepto que ahora el enemigo no era sólo Efrén, pues Cándido, con sus quince años, bien pudo haber tomado el relevo y ser él, en vez de su padre, quien reclamara notarialmente a Cristóbal. Tampoco en 1907 intervino Ella en la cacería en lugar de su hijo, o a su lado, aunque no hizo falta, como tampoco ver a Cándido solo o junto a su padre, pues cualquiera de ellos servía para recordarnos el metal abominable que circulaba por su sangre, que era su sangre. Y a tanta amenaza se sumó la angustiosa sospecha de que quizá no me correspondía ya vivir el papel que acababa de representar ante Perico y Pachín, anacrónico a mi edad, porque recuerdo que me dije en aquella ventana: "Ni por un momento les pasó por la cabeza la idea de que les acompañara, de dirigirme la más convencional invitación…".

»He podido vivir hasta hoy, Asier, en una comunidad a la que desprecio. Pero a la que quiero. El balance da un alto grado de cobardía. En cambio… ¡la admirable Elisenda Baskardo Lapaza! Fue una flor fragorosamente exótica en el Palacio Galeón. Ella sí que pudo gritar que se ahogaba, y no yo, porque huyó: sencillamente, huyó. Desnuda. Desnuda. Únicamente se llevó lo que era inequívocamente suyo: su propio cuerpo y el del hijo de siete años producto de su violación por el soldado desconocido que luego regresaría con el carro repleto de enseres domésticos y agrícolas… ¿Quién otro iba a ser? En 1937, la Guerra, la retirada del ejército vasco, un soldado que se desvía hacia la mar y viola a una muchacha en la playa y ella conserva durante años el recuerdo de aquel encuentro de dos cuerpos que le habló, al menos, de un mundo auténtico e incontaminado, lo más cercano a la libertad de lo que conoció hasta sus dieciséis años en el Galeón. Todo ocurriría sin palabras, y en este superior lenguaje quedó sellado algo intransferible: la rebelión de los sentidos revelando que era posible la libertad aun en las más adversas circunstancias de esclavitud, derrota y desesperanza, la comunión de sueños entre dos criaturas, el agradecimiento asombrado de sus carnes, la promesa de no prometerse nada… ¿Te das cuenta, Asier? Justo treinta años antes el macho me había revelado algo semejante en aquel huerto. De modo que lo supe, lo sé, y aquí sigo, sin huir. Elisenda Baskardo Lapaza lo supo cuando el soldado sin nombre, al que esperaba, llegó en su carro. No sabía su nombre, pero sabía todo de él. Le vio breves minutos -y quizá ni eso-, pero ninguno de los dos tendría necesidad de preguntar al otro: "¿Cómo se llama usted?" al reunirse en el pescante, porque en el futuro, que les esperaba incluso les habría de estorbar el viejo nombre.

Ramiro Pinilla

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