– ¡Camilo! ¡Camilo, venga, por favor! -dice don Eulogio.
Pero Aita no le oye. Sigue sentado. No mira a ninguna parte. Don Eulogio sostiene a Ama hasta que ambos llegan a la mesa del cumpleaños.
– Vamos, vamos, Cristina, siéntese y cálmese… Tome este sorbito de txakolí -dice don Eulogio.
– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.
– ¡Mi pequeño Jaso! -dice Ama, abrazándome. Y dice-: ¡Martxel, Fabi, venid también conmigo! -y nos aprieta a todos contra su cuerpo-. ¿Qué pretenden hacer con nosotros? ¡Mi propio esposo penetrando el cuerpo de esa mora y dejando en él…!
– ¡Que se lleven a los niños! No deben oír… ¡Que se los lleven de aquí enseguida! -dice don Eulogio.
Amama se levanta despacio y dice por señas a Juan, a Andrea y a Anselmo que la sigan, y también nos lo dice a nosotros, a Martxel, a mí y a Fabi, pero Ama nos estrecha más contra su pecho.
– Educaré a mis hijos con los ojos bien abiertos. Ellos no crecerán ciegos -dice Ama.
Amama se lleva a Juan, a Andrea y a Anselmo dentro de la casa.
– Ese hombre, hijos míos, os ha robado un hermano, se lo ha regalado a la mujer que acaba de salir por esa puerta -dice Ama, señalando a Aita con el brazo extendido.
«¿Qué te pasa Ama?»
La Chica me dijo que mi hermano estaba dentro de su tripa. Y Ama dice que es Aita quien se lo ha regalado. Ama nos quiere mucho a sus hijos y Aita le ha quitado a uno de nosotros. Aita le ha quitado un hijo a Ama.
Ya sé lo que le pasa a Ama.
Y por eso se va a morir.
Abro los ojos. Estoy en mi cama, a oscuras. Oigo dos cosas: el llanto lejano de Ama y la voz de Aita. Salto al suelo y abro la puerta. No hay apenas luz en el corredor. Al fondo, ante la puerta del dormitorio de Ama y Aita, Aita está llamando suavemente con los nudillos.
– Abre, abre, Cristina. Te confesaré mi pecado y tú me perdonarás cuando me escuches. Siempre me has perdonado. Pero, abre, abre, Cristina -dice Aita.
Aita mueve el picaporte, una y otra vez, arriba y abajo, sacando el mismo ruido una y mil veces, el mismo ruido contra aquella puerta que Ama no quiere abrir. Oigo a Ama llorar al otro lado de la puerta. Está dentro, encerrada, como el hermanito nuestro que Aita ha encerrado en la tripa de la Chica. Ama no dice nada, no se le oyen palabras, sólo ese llanto que no cesa y que empezó cuando nos fue repartiendo por nuestras camas a Martxel, a mí y a Fabi, al darnos el último beso con sus labios fríos y acariciarnos con sus manos muertas.
Ahora no sé cuánto tiempo he dormido y he dejado sola a Ama contra Aita. También nuestro hermanito está solo contra la Chica, porque Aita lo ha puesto en su tripa, y no lo veremos nunca, porque las tripas no tienen puertas. Y, aunque tuvieran, Ama no abriría la puerta de la tripa de la Chica, porque tampoco abre la de su dormitorio, porque Ama se va a morir por culpa de Aita…, se va a morir por culpa de Ai…, se va a morir por culpa de aita.
Abro del todo mi puerta y salgo al corredor. Me da miedo dar un paso detrás de otro, porque así estoy cada vez más cerca de ese llanto de Ama que me asusta. La espalda de aita sigue hablando: «Cristina, Cristina, abre, abre…», y sus manos no dejan de golpear la puerta, de rozarla con sus nudillos. Si no quiere que Ama y mi hermanito se queden dentro de los sitios, que no los meta, porque él ha metido a Ama en su cuarto y a mi hermanito en la tripa de la Chica.
Me cuelo entre aita y la puerta.
– ¡Jaso! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en tu cama? -dice aita.
– Deja en paz a Ama, aita -digo.
Me mira.
– ¡Deja en paz a Ama, aita! -digo.
Me mira. Se agacha y me coge de los hombros.
– ¡No! -digo, soltándome de él.
– ¿Qué te pasa, Jaso? -dice aita.
– ¡No! -digo.
– Nunca te había oído pronunciar así aita. Es como si tuvieras culebras en la boca -dice aita.
– ¡Deja en paz a Ama, aita! -digo.
– Escúchame… -dice aita.
– ¡Deja en paz a Ama, aita! -digo.
– ¿Por qué me has mordido la mano, Jaso? -dice aita.
Asier Altube
Simplemente, Cristina las arrojó de su casa al descubrir el adulterio. El pueblo se dijo que no sólo era lo menos que podía hacer una esposa, sino que con ello restablecía lo que se interrumpió dos años antes, aquella estricta tradición de sirvientes nativos.
Fueron dos años perdidos: las visitas, casi diarias, de don Eulogio a casa de Cristina a tomar chocolate se convirtieron en un acoso a la nueva sirvienta, acoso más implacable a medida que transcurrían las semanas y los meses sin que Ella soltara prenda. Se supo que, a lo largo de esos dos años, se encerró en una sola respuesta: «Ningún hijo mío está enterrado por aquí», palabras que, en cierto modo, avalaban la teoría de don Manuel, en cuanto a que Ella procedía de un hogar -o lo que fuera- y de una situación innombrables, donde, al parecer, había sido tratada tan duramente por los hombres que reaccionó convirtiéndose en un azote, e, incluso, en el Mal, según gustaba de pronunciar don Manuel con excesivo dramatismo. Sobrevivió a aquel lugar y a aquella situación innombrables, simplemente, huyendo con esa Madia o Magda y un hijo en el vientre (cuatro testigos, a la luz del día, dieron fe de su ostensible embarazo), hijo que no querría reconocer como suyo, entendiendo que pertenecía, exclusivamente, a ese pasado innombrable en el que ella sólo fue un instrumento, una víctima, y de ahí su significativa respuesta a don Eulogio negando que un hijo suyo estuviera enterrado en nuestra tierra.
Llegó a Getxo como esas avecillas migratorias, más bien asustadas, que buscan, hasta el agotamiento, la tierra de promisión hacia la que las mueve su instinto, y sobrevuelan muchas hasta descubrir una, no especial, no particularmente distinta, no la elegida -por el destino o, tan sólo, por la avecilla-, sino simplemente la última, después de haber dejado atrás otras muchas iguales; la elegida, sencillamente, por ser la última e igual a las anteriores y saber que las siguientes serían también iguales, y entonces la avecilla se siente cansada de tanta repetición, desciende sobre aquella tierra -última sólo para ella- y dice: «Aquí haré lo que tengo que hacer». No debemos, pues, pensar en una premeditada elección de nuestra tierra vasca: Ella, en su migración-huida, cayó fortuitamente en nuestro pueblo y así supo que existíamos, nos conoció. Entonces alzaría los ojos, descubriría la mansión de los Oiaindia, preguntó, oyó el nombre de Camilo Baskardo por primera vez y lo eligió. Sí, esta vez: lo eligió, lo seleccionó, lo convirtió fríamente -ahora sí, también- en el insecto a manipular, no para cumplir con su papel de azote o del Mal, sino sencillamente para saciar su Hambre y asegurarse de no padecerla por siempre jamás ni ella ni sus descendientes.
Tanta mitificación de su mito fue, tan sólo, miedo. Porque ni siquiera cuando las dos se alejaban de Cristina y de la mansión, por la carretera, sospecharía Ella que don Eulogio, momentos después, iba a darles alcance sin aliento, espantado ante la posibilidad de que el segundo embarazo acabara como el precedente, en aborto y en enterramiento ateo.
– Esta vez yo me ocuparé de no perderos de vista -las amenazó.
Era desconocer el propósito de Ella y, al mismo tiempo, negarse a la absurda y desesperada petición de Cristina de obligarla a abortar. Así, pues, don Eulogio colaboró en la defensa de aquella pieza fundamental, aún nonata, en la que Ella iba a basar toda su estrategia futura: las arrastró a su casa, igual que dos años antes, y esta vez lo que ordenó a Marimattin para ellas no fue una simple sopa de ajo, sino una habitación para pasar la noche, y Marimattin dirigió a don Eulogio una mirada de recriminación.
– Ellas no se merecen que el buen nombre de un sacerdote de Dios ande por ahí en lenguas -mormojeó-. ¡Son gentuza! Recuerde que una llegó al pueblo con tripa y ahora está por segunda vez con tripa. Y si la otra no tiene tripa es porque es una niña, pero denle tiempo…