Aquellos cuatro profesores rusos dejaron a la mujer una ganancia de 90 reales, pues alargaron su estancia a un mes, fascinados por el antiquísimo mensaje que les transmitieron las piedras de Sugarkea que vinieron a estudiar. Luego desaparecieron tan silenciosamente como llegaron, y el pueblo los habría olvidado si un año después don Manuel no hubiera mostrado un libro, recién publicado, que demostraba que Sugarkea era la vivienda humana más antigua de que se tenía noticia, más antigua que el más antiguo de los restos arqueológicos descubiertos; tan antigua, decía el libro, que la ciencia se veía incapaz de aplicarle sus medidas corrientes, y que el problema pertenecía, más bien, «al reino de los delirios». Cuando don Manuel explicó lo que todo esto significaba, el pueblo se esponjó de orgullo, como si la antigüedad muerta fuera un mérito personal de los vivos.
Desaparecieron, pues, dejando atrás aquella alcoba y aquellos guisos, que ellos, en cierto modo, habían hecho nacer, y de los que luego se llegaría a decir que parecieron creados expresamente por Ella para Santiago Altube. Porque mi tío abuelo fue uno de los que empezaron a acudir a La Venta a probarlos, aunque no sus primeras muestras, pues la capacidad de desplazamiento de mi pariente, ya por entonces, era muy limitada, con sus 190 kilos de peso y el estancamiento de su cuerpo en una mecedora especialmente reforzada desde sus dieciséis años. Era un organismo nacido para comer. Ya en sus primeros meses hubieron de arrancarle de su madre, Idurre, para que no la secara. Pronto, la familia se rindió a la evidencia de que, de un solo parto, le habían caído no menos de cuatro bocas más. Mi tío abuelo no comía en plato sino en cazuela. Y, aunque en el campo no desarrollaba el trabajo de cuatro hombres, saltaba a la vista que sufría por ello, que se avergonzaba de mirar a los suyos a la cara, de modo que la familia no tardó en compartir con él su fatalidad, perdonándole incluso las penosas escapadas que realizaba a los más apartados rincones del país (esto ocurría antes de sus dieciséis años, antes de su definitiva postración en la mecedora), allá donde se celebrara una txarriboda o cualquier otro acontecimiento gastronómico, y era frecuente que empalmara una fiesta con otra y no se le viera por Altubena en días o semanas. «Gracias a Dios, no es el primogénito, no tendrá que manejar alguna vez el caserío», comentaba Satordi Altube, mi bisabuelo. El primogénito era Saturnino, un muchacho inquieto, de gran vitalidad, todo lo contrario que Santiago, pues comía por uno y trabajaba por cuatro. Pero tuvo engañada a la familia hasta sus veinte años: a primeros de mayo de 1870, en plena comida, mi bisabuelo buscó los ojos de Saturnino y le dijo: «Desde esta tarde, Altubena es tuyo». Saturnino no interrumpió su comida para decir, sin mirar a mi bisabuelo: «Me marcho a navegar». Se hizo en la cocina un silencio tan profundo que Saturnino, según él mismo contaría después, estuvo a punto de jurarles que no había hablado. Pero eran demasiado fuertes sus ansias de ver más mundo del que se veía desde el tejado del caserío, y sostuvo heroicamente su frase. Mi bisabuelo se puso en pie para decir: «Te recuerdo que quien te sigue es Santiago». Era como cantar el fin de Altubena. Mi bisabuela se hundió en el rincón de la cocina a llorar en silencio. Zenón, mi abuelo, el más joven de los tres hermanos, salió a sentarse bajo la parra, por no estorbar con su presencia un debate en el que a él no le correspondía intervenir. Sin embargo, llegaría a ser el elemento clave de la crisis.
La familia vivió un mes tenso, salpicado de húmedos ruegos de mi abuela, quien acosaba a Saturnino con una verdad prehistórica: «Altubena jamás ha sido repudiado por ningún Altube». Pero, en junio, Saturnino anunció su partida de un día para otro. A mi abuela se le escapó un «¡Dios mío!» patético y mi abuelo dijo al desertor: «Así que nos dejas con ese hermano tuyo que…». Y Saturnino, apacible, ya seguro de sí, sonriente, como si no estuviera provocando ningún cataclismo: «Sí, os quedáis con el gordo». Parece que lo pronunció en un tono triunfante de liberación: fue como si acabara de salvarse no sólo de la pesadilla de aquel hermano que, dos años antes, ya se había hecho construir una mecedora especial para su tamaño y peso, que sólo abandonaba a las horas de comer, y ello ayudado por varios brazos, sino que también hubiera presentido la calamidad que tiempo después se precipitaría sobre los Altube a través de aquel hermano-rémora utilizado despiadadamente por Ella. Aunque el tono triunfal de su frase quizá no fue más que puro gozo por huir hacia horizontes nuevos y lejanos.
Seis meses después, llegó a Altubena un marino con un mensaje del ausente: se había establecido en las Américas. Permaneció fuera casi treinta años y regresaría convertido en un indiano.
Fue el propio Santiago el Gordo quien recompondría Altubena, le daría una solución: ofreció el caserío a Zenón a cambio de que le alimentara gratis hasta el fin de sus días. El pueblo entendió que no sólo era el mejor arreglo, acaso el único, sino incluso un arreglo brillante. Al menos, funcionó a la perfección durante casi veinte años, hasta que aparecieron en el horizonte de Santiago los guisos de Ella.
En 1889 Santiago Altube tenía treinta y siete años y llevaba veinte engordando en la mecedora. Su cesión de la primogenitura a su hermano Zenón le eximía de tener mala conciencia por no trabajar y ser una carga para la familia. Él y la primogenitura eran la misma cosa, así como eran la misma cosa las tres vacas y la primogenitura, o la huerta del maíz y la primogenitura. Tal era el razonamiento que se hacía mi tío abuelo mientras veía discurrir la vida desde su mecedora reforzada. Sólo la abandonaba cuando era trasladado al lecho, por las noches, o a la mesa de la cocina, siempre en brazos de la familia; o para acudir a algún banquete de taberna, en cuyo caso del transporte se encargaban sus amigos, que le iban a buscar y le sacaban en andas al camino y le cargaban en el carro. Aunque estas salidas se hicieron cada vez más espaciadas, por la gran molestia que representaba para todos y la decreciente ilusión por realizarlas del propio Santiago, cada año más encamado en su mecedora, más formando con ella un solo cuerpo. Es así como su aparición en La Venta, en aquel mes de junio, causó sensación. Llegó a decirse que él mismo había pedido que le trasladaran, al percibir su sensible olfato, desde Altubena, el aroma de los guisos perturbadores. Más bien ocurriría que alguien le ensalzara las maravillas que Ella realizaba en la cocina de La Venta, e incluso cabe que ese alguien le llevara una muestra humeante, una cazuelita de gazpacho o cordero o almejas o jibiones pasados simplemente por la sartén y rociados con una mareante salsita verdosa de fórmula secreta. El caso es que mi tío abuelo ocupó en un banco de La Venta el sitio de tres y comió de cuanto le sirvió Ella, devoró una ración tras otra, en medio de un corro de curiosos que pronto empezaron a hacer apuestas, mientras caía la noche y los amigos le pedían que les dejara devolverle a Altubena porque al día siguiente habían de madrugar para el trabajo. Pero mi tío abuelo ni les oía, relamiéndose y chupándose los dedos ante una pila de cazuelas ya vacías y atento a los continuos viajes de Ella cargada desde la cocina. Muy rebasada la medianoche, el único ajeno a La Venta que allí quedaba era mi pariente: sus amigos se habían retirado después de encargar a Zacarías Ermo que se ocupara de restituirlo en el carro.