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Pero al día siguiente, a media mañana, quienes entraron a tomar el amarretako pudieron oír los tremendos ronquidos de mi tío abuelo, que dormía en el cuartucho donde Ella amontonara a los cuatro científicos rusos. Para entonces, ya se había presentado Zenón, mi abuelo, preocupado por la suerte de su hermano. Ella se lo explicó: «Le dio pereza regresar a casa y preguntó si teníamos un agujero para pasar la noche». Aseguran muchos que fue la frase más larga que se le había oído hasta entonces, lo que demostraría hasta qué grado se hallaba ya interesada en mi pariente.

Parece que la cosa no ocurrió tal como lo dijo: el propio Zacarías Ermo revelaría que fue Ella la que se adelantó a ofrecerle el cuarto y mi tío abuelo no sólo lo aceptó para una noche sino que durmió en La Venta durante todo aquel mes. No entonces, sino mucho más tarde (dos o cuatro años, cuando Ella ya se había ganado la animadversión general y no había peligro de que un solo pecado dejara de atribuírsele), Zacarías Ermo confesaría que aquella mujer durmió con mi tío abuelo. «Yo no intervine en aquello», se apresuró a añadir Zacarías. «Para cuando me enteré, ya llevaban no sé cuántas noches…» «¿Noches?», exclamó el pueblo. «¿Noches?» Zacarías Ermo aseguró que se acostaron todo el mes. Y el pueblo: «¡Imposible! Como mucho, una sola noche, la primera, hasta que ambos comprendieran… ¡Pero es que ni siquiera una mora como ella resistiría…! ¡Es como si emparejáramos a un elefante con…!». De manera que el pueblo descubrió que para mi tío abuelo también contaba el sexo. Hasta sus treinta y siete años, el estómago no le había permitido ocuparse de otra cosa. Pasó limpiamente de la adolescencia a la mecedora, donde las escandalosas digestiones siguieron ahogando cualquier otro desahogo vital. Sin embargo, aun aplastado bajo kilos de grasa, el sexo continuaba vivo, o al menos estuvo muerto y Ella acertó a resucitarlo; o al menos nunca existió y Ella lo creó, se lo puso en su sitio insuflando sangre y misión a los arreos de mi tío abuelo.

Pero, en aquel mes de junio, esto sólo se sospechaba o se temía, apenas se tocaba el tema: el pueblo estaba tan seguro de mi tío abuelo que le consideraba invulnerable a las malas artes de aquella mujer, no se lo imaginaba dejando de ser lo que había sido hasta entonces: un bulto grande e inofensivo que cumplía a la perfección su papel de curiosidad singular y de ejemplar humano desorbitado en una comunidad que siempre demostró su primitivismo dando culto a la fuerza bruta y al volumen. Y ello, cuando lo necesitaba más que nunca, cuando mi pariente se estaba convirtiendo en tradición.

Sin embargo, incluso los más alarmados por su suerte se olvidaron de las inquietudes que les habían traído aquellas semanas al conocerse el resultado de la subasta, celebrada el último domingo de aquel mes. Fue cuando los más perspicaces, superado el primer asombro, comenzaron a alarmarse. Porque fue Ella la que se alzó con La Venta, por un real, por un miserable real de diferencia sobre la segunda oferta, es decir, sobre Zacarías Ermo. El pueblo no acababa de creerlo. Allí concluía un reinado que había durado siglos: la estirpe de los Ermo se vio despojada de un usufructo que nadie concebía separado de aquel nombre, pues fue un Ermo quien, allá por el siglo XIII, convirtió en mostrador el misterioso catafalco aparecido en la playa de Arrigúnaga (el mismo prisma actual; ahora con la meseta desbastada e incluso pulida después de tantos siglos de fregados, que los bueyes de Larreko subieron hasta su emplazamiento definitivo en la Campa del Roble), que rodeó de paredes y techo y se convirtió en La Venta.

Cuando el pueblo reaccionó y pudo pensar, se preguntó cómo, pues lo que exhibía el secretario del Ayuntamiento era un auténtico pergamino con unas auténticas cifras y letras escritas en él, y una cruz por firma sobre la palabra ELLA. ¿Cómo? ¿Cómo una forastera, una recién llegada, había descubierto lo que nadie supo hasta la rotura de los sellos y así le fue posible fijar su oferta en un solo real por encima de la más alta -la única-, la de Zacarías? ¿Cómo, si tradicionalmente las ofertas de los Ermo constituían uno de los mayores secretos para la comunidad, ofertas que ellos elaboraban con una mezcla de cálculo e intuición inigualables, siempre y sólo un poco más alta que en la subasta anterior, justamente lo preciso para derrotar al adversario más próximo? Y, luego, la inserción de palabras y números en el pergamino: ¿cómo, si Ella no sabía escribir?

A primera hora de la tarde, don Eulogio del Pesebre del Niño Jesús llegó al Puerto Viejo de Algorta y le hicieron sitio en el banco de los bajos del Ayuntamiento, ocupado por los que ya estaban hablando de todo esto. «Yo se lo escribí», declaró don Eulogio. «Me vino con un papel en blanco y me preguntó cuántos eran mil reales más uno. Yo se lo dije y ella entonces me pidió: "No, escríbalo aquí". Y me pidió también que pusiera su nombre debajo, y entonces me quitó la pluma de la mano y trazó una cruz sobre su, bueno…, su nombre.» A don Eulogio no se le advirtió especialmente compungido; por el contrario, daba la impresión de estar luchando por reprimir cierta satisfacción: a fin de cuentas, lo ocurrido indicaba que en los planes de Ella no figuraba el desaparecer de Getxo con su embarazo.

El pueblo se centró inmediatamente en dos cuestiones: cómo había sabido Ella que Zacarías Ermo pujaría, exactamente, con esos mil reales, y si el Ayuntamiento había actuado con corrección dando por bueno un envoltorio de piel de conejo cosido con cuerda de esparto. En cuanto a la primera, apenas costó imaginársela espiando por las noches, desde cualquier rincón oscuro de La Venta, las conversaciones del matrimonio, incluso abriendo aún más las grietas entre las viejas tablas del techo de la alcoba de los Ermo a fin de sorprender sus confidencias más íntimas, entre las que se contaba la fijación, cada seis años, del monto de reales para las subastas: Ella no tuvo más que aprenderse el número de memoria y pedir a don Eulogio que le añadiera un real más.

El Ayuntamiento se defendió de la acusación de haber admitido un improcedente pliego envuelto en piel de conejo, alegando que estaba tan bien cosido con el esparto que ofrecía la misma garantía que la cera del sello, pues si ésta no puede recomponerse una vez rota, lo mismo aquel cosido, y ellos -el Ayuntamiento- retaban a cualquiera a que intentara imitar un cosido cuya trama y nudos eran tan distintos de todos los conocidos, que seguramente serían moros.

– Pero esa mujer no tiene esos mil reales más uno -dijeron varias voces, y todos se aferraron a aquella última esperanza.

El Ayuntamiento les echó un jarro de agua fría al declarar que ya los había pagado religiosamente. Y, de nuevo, la pregunta: ¿cómo? Aunque, en esta ocasión, pareció más razonable preguntarse: ¿quién?, ¿qué persona le había hecho donación o prestado los mil y un reales? Hubo unanimidad en señalar a Santiago Altube. El pueblo tuvo la insoportable sensación de hallarse ante un complot maquinado por alguien que pensaba mientras ellos dormían.