Fueron muchos los que se agolparon ante la puerta de La Venta para asistir al momento histórico en que Zacarías Ermo y su familia la abandonaban, para ser testigos de la, ¿por qué no?, ceremonia de la entrega de llaves. Seguían sin poder creérselo, y el propio Zacarías menos que ninguno. Había llegado a ser creencia general que las subastas se llevaban a cabo por cumplir un mero trámite municipal, como si el destino hubiera señalado a Zacarías sempiterno dueño del negocio. Ni siquiera su mujer, Fermina, vertió una sola lágrima, de puro asombro. El cambio de poderes se realizó en el último momento, por encima del mostrador y con una sencillez decepcionante. Luego, los que fisgaban desde el exterior se retiraron de la puerta para dejar salir al matrimonio y a sus dos hijos, de seis y cuatro años, y vieron a un Zacarías de cara verde y grandes ojeras cruzar ante ellos sin mirarles -un tipo más bien pequeño, de carnes escasas, facciones de rata v expresión perpetuamente tensa y alerta, y en ella dos ojillos saltarines a la caza de cualquier oportunidad para medrar, bien engañando, comerciando o, simplemente, inventando algún artilugio o un mero procedimiento para poner algo en marcha, fuera lo que fuese, siempre que reportara algún beneficio-, y entonces comprendieron la magnitud de su derrota; es decir, comprendieron que acababa de instalarse en Getxo una contrincante capaz de buscarle las vueltas a un zorro tan avispado como Zacarías.
– Por fin, ha encontrado la horma de su zapato -se oyó comentar.
En cierto modo, quedaron confortados con su descalabro, viendo vencido al hombre que siempre les había vencido a ellos cuando cometieron la temeridad de cerrar con él algún trato o cambalache o se le enfrentaron en las subastas de La Venta o al mus.
Sin embargo, cuando Zacarías Ermo y los suyos desaparecieron, el grupo de testigos descubrió que el entrañable edificio de La Venta se les antojaba, de pronto, inhóspito. Permanecieron ante su puerta abierta, sin atreverse a entrar, por entender, acaso, que haciéndolo traicionaban a Zacarías, uno de ellos, a fin de cuentas; tampoco recibían ningún estímulo del interior, ningún aliento invitándoles a dar el primer paso que legitimara la nueva situación, pues ni Ella ni la pequeña Madia o Magda estaban detrás del mostrador ni se les veía por parte alguna. Y, entonces, la gente se acordó de Santiago Altube: seguiría arriba, en el cuartucho de los científicos rusos, adonde Ella le subía los guisos culpables de su presencia allí, y alguna voz se aventuró a decir que también dormiría con él.
– Ahora lo podrán hacer sin tapujos -comentó uno de los malpensados-. Les queda toda la casa para ellos solos.
Lo que siguió vino a destruir esta teoría de la inmoralidad que reinaba en el interior de La Venta: de pronto, el sonido de unos pasos precedió a la aparición de Ella en la puerta y, sin mirar a nadie, dijo a todos:
– Subid para ayudarle a bajar, que se marcha. Y traed un carro.
De modo que lo arrojaba de la vivienda, pues no cabía pensar en una decisión personal de mi tío abuelo en este sentido. Además, entraba en la lógica del comportamiento, lleno de cálculo, que ya se le atribuía a la mujer: había mimado a mi tío abuelo hasta obtener de él los mil y un reales para el depósito de la subasta, y ya no le necesitaba.
Los que subieron lo encontraron tendido sobre un colchón en el suelo de aquel cuartucho, en el que ahora se respiraba una atmósfera de guisos y sudor. Se negó a moverse, suplicó que le dejaran donde estaba. Su carota, roja, enorme y fofa, se resquebrajaba al ordenar que nadie se atreviera a ponerle una mano encima, que nadie le devolviera a su casa.
– Pero aquí ya no te quieren -le decían.
– ¡He hecho un trato con Zacarías! -exclamaba mi tío abuelo.
– Zacarías ya no manda en La Venta.
– Bueno, pues al menos que venga a hablar conmigo de…
– Se ha marchado. Ahora la dueña es…
Parece que fue entonces cuando mi tío abuelo lo comprendió todo y se dejó levantar y conducir a Altubena. Durante el viaje, en tres o cuatro ocasiones, le oyeron gruñir amargamente: «No entra en mis planes el casarme». A esta frase no se le encontraría sentido hasta cuatro meses después, cuando don Eulogio empezó a leer las amonestaciones.
De momento, sólo se alcanzó a ver un ostensible desprecio de Ella hacia toda la comunidad, un no importarle lo que ésta pensara de su implacable comportamiento. No se preocupó de disimular: surgió ante el grupo que vacilaba ante La Venta y ordenó secamente: «Sacadle de aquí», como se pide a unos cargadores que se lleven un saco de basura. Sin embargo, en el fondo de su legítima indignación, el pueblo recobró la tranquilidad viendo que las aguas volvían a su cauce, con Santiago Altube devuelto, sano y salvo, a su casa, de la que nunca debió salir, y menos para enfangarse en aquella vergonzosa orgía en La Venta y ser utilizado tan descaradamente por la forastera.
Lo que vino después pudo considerarse un episodio de relleno, en tanto se resolvía lo que el pueblo ya había empezado a denominar pulso entre Ella y Santiago; algo así como un pasatiempo al que la mujer pareció recurrir para no enfriarse, para mantenerse en forma: un día en que aquellos marinos ingleses ventilaban uno de sus feroces partidos de foot-ball en la playa de Arrigúnaga, llegó Ella pretendiendo cobrar a los mirones, es decir, a las gentes de Getxo que llevaban años disfrutando gratuitamente del insólito espectáculo; era como tener que pagar por ver el vuelo de las gaviotas. Ella silenció a los protestones mostrándoles un documento -con el sello municipal y la firma del alcalde- por el que se le otorgaba la exclusiva de cobrar un real a toda persona, excepto a los niños, que se detuviera a admirar los magníficos patadones de los ingleses. A su lado, un agente municipal asentía con la cabeza. Los grupos, refunfuñando, se retiraron de la playa y de los bordes del acantilado antes que entregar la moneda.
Al día siguiente, una comisión de vecinos acudió al Ayuntamiento. «La playa siempre fue del pueblo», recordaron al alcalde. «No tenemos por qué pagar a unos comediantes que no nos cobran nada y que además usan una arena que es nuestra.» «Pero los ingleses no son nuestros», argumentó el alcalde, «como tampoco lo son los comediantes que llegan a nuestra plaza y al final pasan la boina y nadie protesta.» No era lo mismo; no eran comparables los ingleses y los comediantes con su cabra, pues los ingleses no cobraban por su espectáculo, «la que cobraba era Ella»: así se lo matizaron los vecinos al alcalde. Bueno, y entonces el alcalde hubo de confesar que también cobraba el Ayuntamiento: el cincuenta por ciento de lo recaudado por la mujer. «¿Es que no queréis solucionar lo de las inundaciones del río Gobela? Pues hace falta dinero», explicó. Pero hubo de dar marcha atrás, olvidarse del negocio que Ella le propusiera y que el alcalde sólo aceptó porque sería la forastera quien diera la cara, la que aparecería ante el pueblo como una especie de adelantada de la libre empresa.
Ajenos a lo que habían provocado, los marinos ingleses proseguían con su foot-ball. Se trataba de una competición anfibia en toda regla. El puerto de Bilbao era visitado por tantos cargueros con pabellón británico, que la Ría parecía el Támesis; traían carbón y se llevaban mineral de hierro. Y cada tripulación contaba con un equipo de foot-ball. Los armadores tardaron en empezar a sospechar que los retrasos en las entradas y salidas del puerto, así como los inesperados adelantos, obedecían a una única razón: coincidir con el barco contra cuyo equipo correspondía dirimir el siguiente partido, según un calendario que los telegrafistas transmitían por morse de barco a barco. Llegó un momento en que los cargueros de las diversas compañías inglesas navegaban, no en función de los fletes, sino en función de este calendario. En las arenas de la playa de Arrigúnaga se ventilaban encuentros casi a diario, y las gentes de Getxo cruzaban apuestas tan altas como en las pruebas de bueyes. Hacia junio, se proclamaba campeón el carguero que más partidos hubiese ganado en la temporada, y las sirenas inglesas sonaban a coro, como cantando a otro Nelson.