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Así, pues, Ella se quedaba definitivamente, y el municipio hubo de aceptar aquella realidad. Hasta el último momento, Cristina confió en que don Eulogio no se atrevería a celebrar aquella boda, y se presentó en la iglesia al término de todo.

– Ya estará usted satisfecho de su obra -le dijo.

– Habían pecado con la carne y la obligación de la Iglesia es…

– ¡Pues haberles quemado en la hoguera para que se fueran los dos al infierno!

– Cálmate, Cristina, cál…

La marquesa sacó un libro oscuro de un bolso y lo depositó de golpe en las manos del cura.

– Léalo, si aún no se ha olvidado también de leer.

Don Eulogio bajó la cabeza y elevó un poco las manos con el libro.

– «Bizkaya por su independencia» -leyó suavemente en la portada.

– Acaba de publicarse -dijo Cristina, con la piel electrizada. Y le ordenó-: Lea más.

– Sabino Arana y Goiri -siguió pronunciando don Eulogio. Y exclamó, al darse cuenta de qué nombre había leído-: ¡Sabino Arana!

Y entonces Cristina empezó a llorar silenciosamente. Don Eulogio no acertaba a encontrar una postura.

– Lo leeré -silbó, finalmente.

– Quizá ya sea tarde -dijo Cristina.

– Lo leeré -repitió don Eulogio, descubriendo de pronto que era culpable. Despidió a Cristina sin mirarla a los ojos.

Siguió un mes sin sobresaltos, pero, en vísperas de las navidades, mi tío abuelo se presentó en Altubena, y todos creyeron ver en la visita un intento de reconciliación familiar, puesto que su matrimonio había constituido una auténtica ruptura. Naturalmente, fue transportado por un grupo de muchachotes: lo depositaron en el centro del portalón, y al punto abandonaron sus trabajos en el campo y en la cuadra mis bisabuelos, Satordi e Idurre, y mis abuelos, Zenón y Bixenta, y mi padre, Juan, y mis tíos, Roque y Andrea, ésta de apenas seis años; es decir, todos los Altube de Altubena compusieron en su portalón un grupo escultórico expectante, frente a su pariente, el cual también parecía una estatua de piedra, un monolito monumental, excesivo incluso para su propia familia, pues había engordado aún más durante aquel mes de matrimonio, parecía haber agotado, como individuo, todas las posibilidades de expansión de la raza humana. «Los malditos guisos», pensaron todos, los míos e incluso el grupo de muchachotes que contemplaba la escena a distancia prudencial, pues nadie había visto a mi tío abuelo durante ese mes, sencillamente porque no abandonaba el piso de arriba de La Venta, en él dormía y a él se hacía subir las enormes cazuelas humeantes, tarea encomendada a Madia o Magda.

Allí estaban todos, en el portalón, esperando ver con qué embajada salía. Le oían respirar más ruidosamente que nunca, pero enseguida descubrieron que no se debía al incremento de grasa sino a la emoción. Y que, si tardaba en hablar, era igualmente por la emoción. Mi tío abuelo miraba a todas partes, excepto a su familia; tosía y balanceaba sus brazos, tan gruesos como árboles. Y, de pronto, de las profundidades de su organismo emergieron dificultosamente sus primeras palabras:

– Veo que todavía no os habéis muerto ninguno.

«Bueno», pensaron, «ahora que ha roto el fuego dirá lo que tenga que decir.» Pero aún debieron esperar. Y lo que dijo, un par de minutos largos después, no resolvió nada, todo lo contrario, pues fue una despedida:

– Ya vendré cualquier día de éstos a haceros una visita.

Dirigió una precipitada seña a sus porteadores y éstos se lo llevaron. Y no hubo más, de momento. Todos sabían que el asunto, fuera cual fuese, no había hecho más que aplazarse, y, adivinándolo, el grupo de muchachotes se puso a fabricar unas parihuelas.

Transcurrió una semana más, y, en el atardecer de un sábado, el pueblo vio de nuevo viajar a mi pariente, y pensó: «Esta vez tendrá que atreverse a decirlo». Las palabras brotaron de mi tío abuelo antes de que las angarillas tocaran el piso de losas del portalón del caserío:

– Te vendo Altubena a buen precio.

Era como decir: «Si quieres Altubena, tienes que comprármelo». Todos comprendieron, claro, que detrás estaba Ella. Satordi, mi bisabuelo, avanzó hasta colocarse a un metro del montañoso pecho de mujer de Santiago y le metió la mirada por los ojos.

– Hay una palabra entre tu hermano y tú y la palabra nunca se rompe.

Santiago retrocedió un paso, perdió momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caer.

– Altubena está en venta -tartamudeó.

– Un vasco nunca se vuelve atrás de su palabra -dijo mi bisabuelo.

– Altubena está en venta -repitió Santiago, lleno de temblores, sudando copiosamente, a pesar del frío de diciembre, y empezando a oler ácido.

– La tierra no se puede vender -pronunció mi bisabuelo en el tono que reservaba para el Padrenuestro-. La tierra no se compra con dinero.

Y Santiago, una vez más, como si hubiera traído aprendida la lección: «Altubena está en venta, Altubena está en venta», pero sin sostener ninguna mirada y menos la de su padre.

Protagonizó una despedida penosa, retrocediendo de espaldas y pidiendo otra vez por señas a los muchachos no sólo que le retiraran de allí sino que lo hicieran pronto, como si le quemase el piso de losas o la familia que tenía delante fuera una legión de aparecidos.

Nadie se atrevió a hacer conjeturas acerca del futuro de Altubena. No habría ocurrido así si el conflicto no hubiera rebasado los niveles corrientes, pero sí los rebasaba. Las cuestiones sobre la tierra eran cuestiones familiares y simples, con sus costumbres y leyes seculares, que eran más bien códigos emanados de la vieja sangre, de modo que todo estaba ordenado y sentenciado de antemano a fin de que la tierra siempre sobreviviera. Ahora un elemento inaudito venía a introducir la alarma, pues si Ella había sido capaz de quedarse con una venta controlada desde siglos por la estirpe de los Ermo, y luego emplear el chantaje para abatir a un irreductible misógino tripón, tampoco Altubena podía considerarse a salvo.

Con todo, quedaba la desesperada esperanza en la perdurabilidad de la tierra, pues sobre ella continuó la gente de mi familia, trabajándola, haciendo lo mismo que habían hecho desde el Principio (don Manuel le daba una acepción especial, pronunciándolo con p mayúscula, pues me tenía dicho que los Altube procedían de las 48 criaturas que, según la leyenda, abandonaron la mar para empezar la vida sobre la tierra, descendían de una de esas 48 criaturas, es decir -según la leyenda-, eran Fundadores -también con/mayúscula- a quien, cuando nacieron la palabra y los nombres de cosas y personas, se les llamó Aldu, «pasto yezgo», y luego Altu, y finalmente Altube, «bajo el pasto»), viviendo como si no hubieran existido las dos visitas de aquel Altube que pretendía interrumpir la eternidad. Y esto es lo que tranquilizaba al pueblo: el contemplar a los Altube indiferentes al azote instalado en Getxo, a la amenaza que, aparentemente, había sido pronunciada por carne Altube, pero que, en realidad, sólo lo fue por un muñeco al que Ella había prestado la voz.

Transcurrieron así dos meses, y de pronto, en un amanecer, cruzó el mojón de Altubena el primer rebaño de corderos, una tropa blanca y campanillera que se puso a devorar las huertas y el verde para el ganado. Zenón, mi abuelo, se enfrentó a los cinco pastores, pero éstos se apresuraron a señalarle a sus espaldas, y, en efecto, de la neblina lechosa emergía en ese momento un viejo birlocho tirado por un caballo moteado. Mi tío abuelo, ocupando casi todo el asiento, parecía dormitar, y Ella sostenía las riendas. Sólo tiempo después se comprendió que aquel carruaje -también se supo que lo había adquirido en Bilbao- era la primera muestra ostensible de su propósito de emular a Camilo Baskardo, de utilizar sus mismos signos exteriores de riqueza, aunque entonces se ignoraba que aquello contenía algo más que un simple juego competitivo. El tílburi también se salió del camino e invadió un prado, rodando hacia el rebaño a marcha lenta, de paseo, como si no estuviera allí para plantear un terrible problema sino para contemplar el bucólico espectáculo de los corderos. Mi abuelo cortó el avance del coche sujetando el correaje del caballo.