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– Esto no se ha visto nunca -dijo.

Y Santiago:

– Voy a echar todo Altubena para corderos. Dicen que rinden más que otra cosa.

– ¿Eh? -exclamó mi abuelo. Y cuando superó su asombro-: Tú sabes que donde pasta un cordero ya no…

– Voy a echar todo Altubena para corderos -repitió Santiago. Y lo repitió varias veces en aquel breve encuentro, mientras Ella, puesta en pie, indiferente a la pugna entre los dos hermanos, lanzaba su mirada a la devastación que llevaba a cabo el gran rebaño.

Aquella misma tarde se presentaron los dos tasadores desconocidos y procedieron a medir las inmensas heredades y a inspeccionar el caserío, incluso su interior, ante los atónitos ojos de mi familia, que no acertaba a reaccionar ante semejante sucesión de ultrajes sin precedente. Y detrás de todo este drama, el birlocho, con sus dos ocupantes, atentos e inexorables, señalando con su simple presencia la irrebatible realidad de la primogenitura de mi tío abuelo.

En los días siguientes, el coche acudió siguiendo a nuevos rebaños de corderos, y el pueblo desfilaba en grupos silenciosos a contemplar la ruina de aquellas tierras, sabiendo que los míos no podrían soportar por mucho tiempo aquel estrago irreversible. Y, en efecto, al término de esa semana infernal, Zenón y Bixenta, mis abuelos, se acercaron al birlocho con unas caras que no parecían las suyas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Zenón a su hermano.

Desde su altura, Santiago le miró, después de hacer girar su enorme cuello con pesado asombro.

– ¿Eh? -exclamó roncamente.

Zenón no contestó más que a través de aquellos ojos que, en un instante, desbarataron el exiguo aplomo que le quedaba a su hermano.

– Te ha preguntado cómo te llamas -dijo entonces Ella-. Díselo -le ordenó, pues era la única capaz de incorporarse impunemente a aquella escena absurda.

– Santiago -dijo Santiago, mirando a todas partes menos a Zenón, buscando desesperadamente un refugio en cualquier rincón del escenario.

– No me basta tu palabra -exclamó Zenón-: dámelo por escrito.

– ¿Eh? -repitió Santiago.

– Esta vez emplearemos… ¿cómo se llaman? -preguntó Zenón.

– Papeles -dijo Ella.

– Si no me pones tu nombre en unos papeles no creeré que te llamas Santiago.

– ¿Eh? -se asombró, por tercera vez, Santiago.

Y entonces Ella emitió, en reales, el precio de Altubena: cuarenta y dos mil setecientos treinta y cuatro, y dicen quienes lo oyeron que preferirían no haberlo oído; no por el efecto que produjo en Zenón -parece que, tras siete interminables días de incubación, el dolor le había preparado para resistirlo todo-, sino por cómo sonó el imposible precio de aquella tierra al ser chirriado por la lengua moviéndose con una frialdad metálica para arrojar la maldita cantidad, en la más insoportable sentencia de consumación de una era.

Parece que, en el último momento, mi abuelo se aferró a una evidencia: «No puedo pagar porque no tengo dinero», le oyeron decir, y contaron que la expresión de su rostro no esperaba ningún error o concesión de la mujer que con tan diabólica eficacia había llevado sus asuntos hasta entonces; no esperaba nada, así que su última protesta quizá sólo existió para facilitarle a Ella -suponiendo que lo necesitase- el paso a la postrera fase de la liquidación, en el más noble gesto de corajudo desdén del vencido.

– ¿Quiere subir? -le invitó la mujer; y, al adivinar en mi abuelo una aceptación (ninguno de los testigos de la escena pudo observar en mi abuelo el más leve indicio de esa aceptación, así que habrá que pensar que Ella sabía, también, el final que el destino señalaba al episodio), pidió por señas que alguien ayudase a bajar a Santiago, y así se hizo, y entonces mi abuelo pudo subir y se lo llevó en el birlocho en dirección a Bilbao.

Santiago no se movió de donde le dejaron, al borde del camino vecinal, excepto para sentarse, cuando vio que el birlocho tardaba en regresar y sus piernas desfallecían bajo el descomunal peso de la carne; le facilitaron el descendimiento los mismos que mosconeaban por los alrededores para no perderse nada. Se sentó de espaldas a Altubena, sin atreverse a mirar hacia los bultos que asistían, inmóviles, al exterminio, de cuyo clan ya no podía considerarse miembro.

Sin embargo, él birlocho tardó en regresar un tiempo casi ridículo, considerando el requerido para una importante operación bancaria que se inicia desde cero; sin duda, Ella ya la había puesto en marcha días atrás, acaso en el mismo momento en que se le ocurrió la sucia idea de los corderos, de modo que en el Banco Nervión ya tenían listos todos los documentos, perfectamente inapelable y repetido el imposible número de 42.734 reales en que se había convertido aquella tierra, el leonino interés, los implacables plazos de devolución del préstamo, y sólo restaba la cruz de analfabeto de mi abuelo al pie de cada uno de los papeles; también se había adelantado a su última exigencia de registrar en esos papeles el nuevo pacto entre hermano y hermano, y nadie diría, por el tiempo empleado por el birlocho en su viaje a Bilbao, que hubo una segunda gestión, la visita al despacho de un notario, quien sustituyó, profanó con testificatas el insustituible y ancestral apretón de manos callosas.

Finalmente, bajó mi abuelo por tercera vez del birlocho, y mi tío abuelo fue ayudado a subir a él por las mismas manos que, cuatro horas antes, le bajaran, y allí quedó, sin despertar, asiendo torpemente con su manaza tantos papelotes como nunca en su vida viera juntos, mientras el carruaje se sumergía en la primera oscuridad del anochecer.

El pueblo se preguntó qué vendría después. La incógnita no la constituía Zenón -sentenciado a reventarse trabajando para pagar al banco la deuda en que se había convertido su propia tierra-, sino Ella, cuya actividad no se había detenido desde su llegada a Getxo. Cosa de un mes después, los asiduos a La Venta advirtieron que llevaban días sin verla, que era Madia o Magda la que apechugaba con todo el trabajo, el del mostrador, la cocina y el niño; quien guisaba las cazuelas destinadas, principalmente, a su cuñado, tío o lo que fuera para la chiquilla mi tío abuelo, pues nunca llegaría a saberse qué parentesco unía a las dos forasteras.

No obstante su aparente endeblez, la pequeña Madia o Magda cumplía bien con su tarea. Contaría por entonces trece años, aunque, por su tamaño, no representaba más de diez; bajo un jersey oscuro que le sobraba por todas partes, se le marcaban unos hombros huesudos y unos brazos de alambre; su cuerpo presentaba, en su estómago y vientre, ese hundimiento característico de los organismos insuficientes. Cuando le preguntaron dónde estaba su hermana -lo mismo habría servido llamarla tía, y, de hecho, el pueblo llegó a usar el hermana, tía o prima indistintamente, en su necesidad de disponer de un asidero funcional- contestó:

– Por ahí.

El pequeño enigma se prolongó algunos días más, hasta la madrugada en que los pescadores nocturnos que regresaban de las peñas de Arrigúnaga vieron el silencioso ejército de figuras decrépitas desembarcar del lanchón varado en la arena y adentrarse por tierras de Getxo con la niebla hasta las rodillas. Al frente del grupo de más de setenta hombres, iba Ella.