En aquel tiempo, la mansión de Camilo Baskardo se hallaba rodeada de bosques, jaros, prados y campos de cultivo, sin contar el camino-carretera que ya la ceñía por dos lados, uno de ellos la fachada delantera. Frente a ésta, con el camino-carretera de por medio, se extendía un prado de regular tamaño, de yerba recién cortada: en este terreno acamparon los forasteros que Ella se trajo en el lanchón. Ya desde aquella madrugada el pueblo los veía amontonados alrededor de hogueras, silenciosos y sin mirar a las gentes que les miraban desde el camino-carretera mormojeando la palabra «maketos».
A las siete en punto de la misma mañana de su aparición, Cristina Oiaindia abrió la ventana de su dormitorio y descubrió a los setenta hombres en el prado de enfrente, y la vio a Ella, que en ese momento regresaba de La Venta con una perola humeante. Sacó de la cama a su esposo y le obligó a mirar el espectáculo. Cuando, en la tarde de aquel mismo día, vio Cristina cómo el ejército de forasteros empezaba a levantar una caseta con la madera procedente del desguace del lanchón, corrió hecha una furia al caserío de Gasento Ibaeta, en Berango.
– ¿Ya sabes, Gasento, lo que pasa en tu terreno? -le preguntó.
– ¿Pasar? -exclamó Gasento.
– Lo ocupa Ella con su gentuza. ¿Qué trato hay entre vosotros?
– ¿Trato? -exclamó Gasento.
– No me salgas ahora con que no sabes… En ese caso, yo misma me encargaré de avisar a la autoridad para que los eche. ¡Dios mío, los tengo debajo de mis propias narices!
Gasento Ibaeta era un hombre macizo y redondo, de cara roja y ojillos semicerrados, excepto entonces, dilatados por el terror.
– Pueden estar -silbó, retrocediendo un paso.
– ¿Quieres decirme que tienen algún derecho sobre tu terreno?
– Sí, señora marquesa.
Lo de «señora marquesa» lo puso Gasento a modo de muro de contención.
– ¿Por cuánto tiempo se lo has alquilado? -preguntó Cristina, blanca como una muerta.
– Se lo he vendido, señora marquesa.
En las siguientes horas, Cristina recorrió varios despachos de Bilbao en un desesperado intento de anular aquella operación, de borrarla de todos los libros legales. El tremendo final del episodio fue que hubo de aceptarla como vecina. La gran pesadilla era por cuánto tiempo; es decir, qué pintaban allí los setenta maketos, con qué fin Ella los había arrancado de su tierra (más tarde se sabría que los reclutó en las costas gallegas).
En sólo dos días, los «maketos de Ella» -como enseguida empezó a llamárseles- concluyeron la cabaña de tablas, el pequeño barracón, y el pueblo se preguntó cómo se las arreglarían para dormir todos dentro. Al parecer, se turnaban. Era Cristina la que mejor podría haber dado cabal información de la vida que hacían los forasteros: pasaba gran parte del día e incluso de la noche tras los visillos de su ventana, vigilando con pavor. En el tercer día, llegó un pequeño carro con herramientas, picos y palas, y los hombres se pusieron a cavar unas extrañas zanjas. Según los entendidos, eran los cimientos de una casa.
El pueblo no tenía ya por qué asombrarse de nada, pero contuvo su respiración ante la nueva insolencia. Cristina se precipitó al Ayuntamiento a comprobar, primero, si la mujer tenía en regla los trámites sobre edificaciones, y, segundo, si existía algún impedimento legal para construir una casa grande demasiado próxima a otra casa grande, o, más exactamente, si la vieja familia vasca de una casa grande se veía amparada por alguna ley que prohibiera se la humillase por gente extraña, nueva y enemiga que pretendiera levantar una casa grande tan próxima a la otra que hasta el más ingenuo lo calificaría de agresión. Se dijo, igualmente, que Cristina barajó la posibilidad de recurrir a la trampa, la falsificación, el perjurio e incluso el asesinato. Agotó el itinerario de los viejos jauntxos y de amistades vinculadas al poder económico de la ría, así como de amigos y socios de su esposo; no obtuvo de ellos ninguna garantía, sólo simples promesas de solidaridad de clase. Según don Manuel, la súplica de Cristina fue considerada asunto menor, un conflicto entre mujeres, el pequeño clamor de una hembra celosa ante la amenaza de que la amante de su marido se convirtiera en su vecina.
Una casa. Una mansión. Así, al menos, lo aseguraban aquellos entendidos en zanjas para cimientos, deduciéndolo de su profundidad y del perímetro que abarcaban, del excesivo número de obreros moviendo palas y picos. Un asentamiento con todo el carácter de ser no sólo definitivo, sino hiriente y ultrajante, aún más por ser un empeño desproporcionado a la situación económica y social de Ella. Porque hasta el odio y la venganza han de producirse dentro de los límites convencionales establecidos por cada comunidad, y Ella -decía don Manuel- se los saltaba.
La casa, pues, la aparatosa mansión expuesta atropelladamente a los ojos y conciencias de nuestra tribu sin dar tiempo a digerir lo anterior, lo mucho que la mujer ya había impuesto en los breves meses precedentes: una riada de afrentas que desbordaba la capacidad de chismorreo de Getxo, su capacidad para interpretar aquellas señales demasiado ostensibles, con toda la apariencia de presentárnoslas para advertir a los más ingenuos de hacia dónde nos dirigían los nuevos tiempos. Y, tras los visillos de la ventana, los ojos furiosos y atónitos de Cristina Oiaindia, vigilando a los advenedizos como una estatua temblorosa que no acierta a creer lo que está viendo: aquellos setenta hombres, oscuros y silenciosos, abriendo la vieja tierra vasca para depositar en los rectos, profundos y largos surcos de los cimientos la inapelable semilla del odio. Dicen que Cristina apenas comió ni durmió en quince días, hasta que se produjo el cambio: al término de cierta jornada Ella se llevó a la mayor parte de su ejército de braceros, dejando sólo una docena. Los hombres la siguieron con su exiguo equipaje. Es decir, se retiraban definitivamente. Camilo Baskardo abrió la boca por primera vez desde el principio de los quince días: «Ya ves, mujer, cómo no había por qué preocuparse. Ha comprendido que era demasiado y se va». «¿Y las zanjas abiertas? ¿Y esos maketos que se han quedado?», exclamó Cristina. «Cubrirán las zanjas y también se irán», dijo Camilo. Pero transcurrieron dos días más y la docena de hombres no sólo no se marchó, sino que siguió completando el cerco de zanjas. Ahora trabajaban sin la inspiración de la mujer. Y entonces llegó a Getxo la noticia de que Ella había adquirido una pequeña mina en Somorrostro, al otro lado de la ría.
El pueblo, que nunca aprendió a no asombrarse, se asombró. Al menos, creyó conocer la razón del numeroso ejército de braceros trabajando en los cimientos: la mujer no había podido coordinar la llegada de su troupe con la puesta en marcha de la mina, y, en el intermedio, utilizó a sus futuros mineros abriendo zanjas. Otros entendieron que esos quince días fueron los que necesitó para seleccionar a los más aptos para la mina, de ahí la escrupulosa atención que les dedicó, su constante presencia junto a ellos, incluso su implacable dureza: sucedió en la segunda semana, al enfermar uno de ellos; de madrugada, un compañero abandonó el barracón para traer al médico; contaría don Eloy que fue como entrar en una botella cerrada de amoníaco, y eso que no dormían en el refugio los setenta hombres, sólo la mitad; el resto se hallaba al socaire de la pared exterior orientada al mediodía, dándose calor unos a otros, tan juntos que parecían un solo cuerpo, y los viejos chaquetones con que se cubrían formaban una única costra continuada.
– El enfermo estaba en el interior de la caseta -contaría en La Venta don Eloy-. Le vi el rostro a la luz de una vela: los cadáveres, al menos, ofrecen una expresión serena, pero, por encima de las ojeras, la palidez y los huesos de pómulos, barbilla y nariz punzando la piel desde dentro, se agitaba una angustiosa zozobra. «Tiene que arreglarme para dentro de dos horas», me pidió el hombre, tosiendo. Le dije lo que ya tenía que saber: que su fiebre era crónica. «¿Qué va a ocurrir dentro de dos horas?», le pregunté. «Que serán las seis y empieza nuestro trabajo.» «Usted no puede levantarse», le ordené. «Usted debería haberse quedado en su tierra.» Me miró. «De acuerdo», le dije, «tómese estas pastillas para esa tos, y si se le pierden no se preocupe, no habrá perdido nada. Hablaré con quien sea para que, por lo menos, hoy…» Esperé en la cabaña hasta las seis, sintiendo sobre mí las miradas de aquellos treinta hombres que ya no dormían. Al cabo, el enfermo se agitó. «No la diga nada. No quiero que la diga nada. ¿No lo comprende usted? Tengo mujer y seis hijos en Lugo y les quiero traer, o siquiera que coman de lo que yo les mande.» Sólo me dije que fue una pena que el hombre no me hablara así al comienzo de aquellas dos horas perdidas.