Esto llevó al pueblo a recordar las circunstancias en que Ella arribó a la playa con su rebaño, y a hacer conjeturas sobre el contrato leonino con que les habría sacado de su tierra. Componían una banda asustada, trabajando cuantas horas les marcase la mujer y cobrando los sábados una cantidad aún más ridícula que la que regía en el mundo laboral de aquel tiempo. Apenas salían de los límites del prado, ni siquiera para adquirir comida o vino, pues Ella se los llevaba de La Venta en el pequeño carro, la comida en una gran perola humeante y el vino en un garrafón; era como estar a cargo de unas fieras enjauladas o de un hato de reses que no se atrevieran a salir del establo por temor a los lobos. De modo que para explotar a su gente según el modelo de explotación vigente en las minas, Ella no esperó a tener a sus esclavos en su colina de hierro; y no me refiero solamente a la jornada de doce horas con los mezquinos céntimos de hambre a cambio, sino al negocio dentro del negocio que representaban las cantinas mineras regentadas por los capataces, en las que las plantillas tenían la obligación de surtirse de ropa, tabaco, alimentos y deudas, pagando de más por géneros que en cualquier otro sórdido mostrador valían menos, incluidas esas deudas; restando de los jornales las compras, hasta que éstas superaban a aquéllos y aparecía la «deuda crónica» que ataba a la mina: Ella, pues, no sólo no esperó a tenerlos sobre su colina roja para venderles sus géneros, sino que no perdió tiempo en explotarles desde su doble figura de patrón-capataz.
De modo que Cristina apenas pudo gozar del descanso de no verla, pues la noticia de la compra de la mina llegó dos días después de la marcha de Ella con la mayor parte de su rebaño. Este hecho no aportó nada fundamentalmente nuevo: la casa iba adelante, con mina o sin mina, la docena de braceros sudaba sobradamente su pan en las zanjas; aunque significó el desvelamiento de hasta dónde pretendía llegar. Parece que sólo entonces tomó Camilo Baskardo conciencia clara del peligro. «Ahí la tienes, convirtiéndonos en el hazmerreír de todos», le decía Cristina. «¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer?», y le señalaba las zanjas, a menos de un tiro de piedra bajo sus narices. Al drama común de tener que sufrir, quizá hasta el fin de sus días, el insulto de su vecindaje, en el caso del marido había que sumar lo que podría denominarse «humillación profesional»: ¿cómo, aquella advenediza, osaba emular a los prohombres de la gran casta industrial y financiera, convirtiendo en fácil lo que, hasta entonces, era patrimonio de criaturas superiores? Pensaría Camilo Baskardo: «Estamos construyendo con el hierro nada menos que un mundo, y esa mujeruca se instala entre nosotros descalza, hambrienta, preñada, sin haber visto hierro ni siquiera en los cubiertos para comer que nunca habrá usado, y sólo en un par de años… ¡Dios, Dios!». Pero es que, además, ofreció a Getxo algún espectáculo menor lleno de ironía, aunque al mundo nacionalista no se lo pareció así; por ejemplo, el de la nodriza vasca que contrató para dar el pecho a su hijo.
Era Efrén una criatura blancuzca y famélica, una prueba palpable de la rebelión de la sangre, del coraje y persistencia de las sangres humilladas. En cualquier caso, no tenía el menor parecido con su padre: en esta ocasión, la antiquísima estirpe de los Baskardo desempeñó el modesto papel de instrumento procreador. Pensaban muchos que el niño hubo de sobrevivir por sí mismo a los dos primeros años de abandono: Ella y Madia le colocaban en el suelo de la cocina de La Venta, sobre una manta, y se entregaban al trabajo, olvidándose de él, y el niño no reclamaba cuidados, ni siquiera la comida a sus horas: sentado, tieso, triste, miraba con ojos muy abiertos el ir y venir de su madre y de su tía -o lo que fuera-, sin llorar nunca, olvidado, al parecer, durante horas y horas. Ni a una ni a otra se les vio nunca dedicarle efusiones. Y entonces apareció la nodriza: una joven madre del caserío Murua, una sólida hembra que repartía salud y llevaba siempre el peto de su vestido encharcado de su propia leche. Empezó a dar el pecho a Efrén cuando éste contaba ya dos años; la madre la había descubierto después de una tardía y concienzuda búsqueda por la zona de San Baskardo, algunos sospechaban que para rectificar el error de empeñarse en alimentar al crío de sí misma (ni siquiera con la maternidad se le advirtieron, bajo su pechera negra, otra cosa que dos espinas inhóspitas); y otros, que fue un nuevo escarnio dirigido a los habitantes de la mansión. Porque la nodriza no daba el pecho a Efrén en su propio caserío, o, al menos, en La Venta, sino en aquel prado, en el centro del espacio delimitado por las zanjas, al aire libre. Esto empezó en abril, con la llegada del buen tiempo, y podía verse a la nodriza, sentada en una banqueta, extraerse una de sus blanquísimas, tersas y pesadas calabazotas y colgarse de ella al pequeño de dos años -pero que no representaba ni siquiera la mitad-, quien succionaba con un sosiego impropio del retraso alimenticio que sufría. Sin embargo, no fue esto lo que hizo que Getxo no olvidara el episodio, sino las preguntas que la madre, a voz en grito, le formulaba a la nodriza:
– ¿Cómo te llamas?
– Andikona.
– ¿Y cómo te apellidas?
– Murua.
– Más.
– Iturza, Alaiza…
– Más, más.
– Sopitea, Elurbide, Butron…
– ¡Sigue!
– Garbizu, Pagazuria, Oyanburu…
– ¡Más!
– No me acuerdo.
Y entonces Ella, en pie y tensa, se volvía hacia la mansión de Camilo Baskardo y gritaba:
– ¡Enteraos de cuáles son los nombres de la leche que mama mi hijo!
Y obligaba a Andikona a repetir su rosario de apellidos, y la muchacha se prestaba al juego con su gran sonrisa bonachona, elevando la voz todo cuanto Ella se lo exigía. Y esto, un día y otro, y no menos de un par de veces por día. Y los más atentos y de mejor vista podían ver a Cristina -o su sombra- al amparo de las cortinas de la ventana, recogiendo la burla y la amenaza, temblando -a juzgar por la imperceptible agitación de los visillos-, haciendo acopio de los malos humores que la acabarían llevando a la locura.
En otro desesperado intento de cortar aquellas violaciones, Cristina se personó en el caserío Murua a echarles en cara su colaboración.
– ¿No comprendéis que se está burlando de nosotros?
– A mí me paga por darle teta al chiquillo y yo le doy teta -replicó Andikona.
– ¿Y lo otro? -exclamó Cristina-. ¿Entregarle tus apellidos a esa mujer para…?
– Yo sólo digo una verdad. Son mis apellidos, ¿no? Estoy orgullosa de ellos. Si a ella le gusta oírlos, pues… Y además me da buena propina.
– ¡Te está humillando y nos está humillando! -se desesperaba Cristina.
Y Andikona, abriendo mucho los ojos:
– ¿Por hacer de aña? Si Dios nos ha dado a las vascas buenos pechos… Ese chiquillo, coitao, no sabía lo que era buena leche hasta que yo…
– ¡No le estás dando sólo tu leche sino también tu sangre! ¿Es que todavía no lo comprendéis? Para remate de todo, ahora nos amenaza con un sucesor, ese crío medio moro que proseguirá la obra de destrucción de su madre… con la fuerza que le dará nuestra propia sangre vasca que tú le das. -Agarraba a Andikona por el vestido y repetía-: ¡Con la fuerza que le dará nuestra propia sangre vasca que tú le das!