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– ¿Es pecado el que una madre hable con sus hijos? -dice Ama.

Nos llega la voz de aita cuando ya no se le ve en lo alto de la escalera:

– Aquí se confunde el histerismo con el hablar.

Ama se acerca a una ventana, aparta las cortinas y mira hacia fuera. Pienso: «¡No mires, Ama, no mires!».

– Y aún se atreve ese hombre… -dice Ama-. Venid aquí y ved esas piedras construidas sobre el pecado, pues muy pronto las habitará el bastardo. ¿Qué otra mujer soportaría tanto? Tengo motivos para comportarme como una histérica.

– Yo le mataré -dice Martxel.

– Yo también le mataré -digo.

– ¿No ibais a matar pájaros? -dice Fabi-. Yo he visto un bando de gorriones sobre los jaros de detrás de la iglesia.

– No inventes mentiras para venir con nosotros -dice Martxel.

– ¡Los vi, los vi! -dice Fabi.

– ¡Los vi, los vi! -dice Martxel, haciéndole muecas.

– ¡Ama, mírale! -dice Fabi, pataleando el suelo.

– Le miro y me parece un monito de imitación -dice Ama.

– ¡Nos vamos! -dice Martxel.

– Pero los tres hermanos -dice Ama.

– ¿Por qué Fabi no se va con las chicas? -dice Martxel-. ¿Qué culpa tenemos Jaso y yo de que no tenga hermanas? Si el bastardo fuese bastarda…

– ¡Martxel! -dice Ama. Se acerca a Martxel-. No has querido decir eso, ¿verdad? No has querido nombrarle, estoy segura. -Martxel baja la cabeza y Ama le besa-. Sé que ninguno de vosotros se pondrá jamás contra vuestra madre.

– ¡Vamos, Jaso! -dice Martxel.

– Fabi, hija mía, es mejor que no te mezcles con estos chicotes -dice Ama, atrayéndola hacia sí-. Ven conmigo a la cocina y me ayudas a hacer el pastel del domingo. Ya eres una mujercita de nueve años y debes… Pero, Martxel, ¿te vas sin tus trastos de los pájaros?

Martxel y yo ya estábamos en la puerta. Martxel me mira y se pone rojo y da la vuelta y sube a su cuarto. Vuelve y ya no está rojo y trae en una mano las varas de mimbre y en la otra el bote de liga.

– Que no se os pase la hora de la comida -dice Ama.

Martxel camina en silencio a mi lado. Yo tampoco le hablo, porque sé que él no quiere hablar. Si fuéramos a pájaros, hablaríamos de pájaros. Pero no vamos a pájaros, y Martxel no puede hablar.

– Si quieres, me marcho -digo.

– ¿Acaso no te pedí que vinieras? -dice.

– Prefiero marcharme.

– ¿No te das cuenta de que quiero que te quedes?

Sé que su furia no es contra mí. Se pone así cuando va a verla.

– ¿Por qué te paras? -dice Martxel, volviéndose. Retrocede los pasos que nos separan y tira de mi manga-. ¡Vamos!

Martxel y yo caminamos en silencio, yo, ahora, un poco detrás de él. Martxel vuelve continuamente la cabeza para vigilarme con el rabillo del ojo, pero yo no voy a huir, pues he visto que Martxel quiere de verdad que me quede, aunque no sé para qué.

Hemos dejado el camino para tirar por entre prados, huertas y bosques. Y, de pronto, al rebasar una loma, aparece al fondo de la hondonada el gran cañaveral de los Altube, en el límite de sus tierras.

– Agáchate -dice Martxel.

Bajamos la ladera bordeando un macizo de zarzas, sin asomar siquiera las cabezas. Una corriente de agua, de cuatro palmos de ancho, recorre el cañaveral a lo largo. Hemos llegado a uno de sus extremos, donde Roque Altube tiene hecho un hueco entre cañas, una choza verde, muy fresca incluso en verano. Es un buen sitio para tumbarse a escuchar el roce de las cañas movidas por la brisa o para dormirse con el canto de los jilgueros o de las chontas. Roque la hizo para esconderse y vigilar las dos mallas con que atrapa a los pájaros que bajan a beber al charco abierto enfrente, y cuando bajan, Roque tira de las cuerdas cruzadas y las mallas giran como puertas y quedan cubriendo el charco, con los pájaros debajo. Martxel y yo tenemos permiso de Roque para venir aquí. Dentro de la choza ya está Andrea, esperándonos, es decir, esperando a Martxel.

– Hola -dice Andrea.

– Hola -dice Martxel.

Asomo la cabeza por encima del hombro de Martxel y les veo mirarse, ella desde la hojarasca verde del fondo y él desde la entrada.

– Hemos tenido carta de Saturnino -dice Andrea.

– ¿Quién es Saturnino? -dice Martxel.

– Mi tío abuelo -dice Andrea.

– ¿Cómo es? -dice Martxel.

– No sé, no le conozco -dice Andrea.

– ¿Es tu tío abuelo y no le conoces? -dice Martxel.

– Es que no está aquí -dice Andrea.

– ¿Dónde está? -dice Martxel.

– En las Américas -dice Andrea.

– ¿Y qué dice en la carta? -dice Martxel.

– Que vendrá dentro de unos meses y que no le busquemos mujer -dice Andrea.

Martxel me mira y me dice:

– ¿Sabes que Andrea y yo nos vamos a casar?

Andrea no se mueve, no mueve ni los brazos ni el cuerpo ni la cara, no se le mueven en la cara ni los labios ni las cejas ni nada, pero toda ella se pone roja como un tomate.

– No nos vamos a casar -dice.

– Lo juraste el domingo -dice Martxel.

– No lo juré -dice Andrea-. Yo nunca juro.

– Lo prometiste -dice Martxel.

¡Dios mío, qué roja está la pobre Andrea! Pero aguanta, muy tiesa, nuestras miradas. Su vestido es amplio, de tela áspera, y largo, hasta los tobillos, y de color violeta, con botones en los puños y en el pecho. La carne de su pecho se habrá puesto tan roja como la de su cara. Los ojos de Andrea son claros. Su pelo es rubio castaño, y lo lleva corto, casi como el de un chico. Yo sólo miro a Andrea cuando ella no me mira.

– ¿Cuántos lo saben ya? -dice Andrea.

– Nadie, sólo nosotros tres -dice Martxel-. ¡Te lo juro, Andrea, te lo juro! Nosotros dos y Jaso, y Jaso no cuenta. No importa decirle a Jaso que somos novios.

Quiero decir a Martxel que no avergüence más a la pobre Andrea, pero sólo pienso en esa carne roja. La carne de Andrea puede ser blanca o roja, aunque no importa el color de fuera: lo que hay debajo siempre es su carne. Un día toqué la carne de su mano; en la romería de San Baskardo se formó una cadeneta y Andrea cogió mi mano con la suya, y oí la voz de Martxeclass="underline" «¿Qué te pasa, Jaso? ¡Vas a romper la cadeneta!». La carne de Andrea. «¡Espera, espera, Jaso!», dijo Martxel. «¡La vas a tirar también a ella! ¿Qué te pasa, imbécil?» «¿No veis que el pobre chico se está poniendo malo?», dijo una mujer. Cuando abrí los ojos, estaba tumbado sobre la yerba, bajo un árbol, y había muchas caras rodeándome, pero yo sólo vi las de Martxel y Andrea. La gente decía: «Es el hijo de Camilo. Ya vuelve en sí». «No ha sido nada, un pequeño mareo.» Luego yo sólo miraba la carne de la cara de Andrea. «¡Era una de las mejores cadenetas que se han visto y tú la has roto!», oí decir a Martxel. «Déjale, no le riñas», dijo Andrea. «Él no ha tenido la culpa. ¿Puedes levantarte, Jaso?» Desde entonces, mi mirada nunca más se ha vuelto a cruzar con la de Andrea, porque se pueden ver unos ojos sin tropezarte con la mirada de esos ojos. «Yo te ayudaré a levantarte, Jaso», dijo Andrea, y me tendió ambas manos y yo volví a sentir su carne contra la mía y entonces empecé a levantarme por mí mismo.

– ¿Qué hay de malo en que un chico y una chica sean novios? -dice Martxel.

– Me voy a casa -dice Andrea.

– ¿Es porque está aquí Jaso? -dice Martxel-. ¡Pero si Jaso es como si fuera yo mismo! Puedes decirme delante de él lo que me decías el domingo estando solos.

– Quiero marcharme -dice Andrea.

– No, me marcho yo -digo.

– ¡Jaso quiere irse con mi novia para quitármela! -dice Martxel, riendo-. ¡Sí, sí, es verdad, mira lo rojo que se ha puesto! ¡Me quiere quitar la novia, quiere robar la novia a su propio hermano!

Arde la carne de mi cara. La carne de Andrea también está roja. Sé que la carne de Andrea sigue blanca debajo del rojo. Y si el rojo de Andrea es igual que el mío, su carne blanca de debajo será también igual que la mía. Pero la carne de Andrea no es como la mía, no es como la de Martxel, y no me atrevo a tocar la carne de Andrea.