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– No te vayas, que tenemos que hacer algo muy importante -dice Martxel.

Martxel y Andrea se miran, y Andrea se encoge de hombros y dice «Bueno», y dice:

– Pero que tampoco se marche Jaso.

Martxel suelta una carcajada.

– ¿Por qué no quieres que se marche Jaso? -dice Martxel, todavía riendo-. ¿Es que os habéis juramentado a mis espaldas para casaros? ¡Oh, oh…! ¡A ver, un balde de agua para refrescar las mejillas de Jaso!

– Es que no quiero quedarme a solas contigo dentro de esta cabaña -dice Andrea.

– ¿Por qué? -dice Martxel.

– Porque ama dice que es pecado que un chico y una chica se queden solos -dice Andrea.

– Sí, es pecado -dice Martxel-. Mi Ama también lo dice. ¿No es verdad, Jaso? -Deja de reír y se pone muy serio-. ¿Para qué te crees que he traído a Jaso?

– ¿De verdad que lo has traído para que no sea pecado? -dice Andrea.

Martxel se pone a un palmo frente a Andrea.

– Te voy a dar un beso -dice Martxel-. Con Jaso delante no es pecado.

– Un beso siempre es pecado -dice Andrea-. Ni siquiera los padres se besan, y eso que están casados. En Altubena sólo besamos a los muertos. A la abuela Idurre le gusta contar la muerte de mi hermanito que murió al nacer, cuando yo todavía no había nacido, y dice que no le pusieron en la cuna sino en la cama de los padres, desnudo, como un gazapo, y que era tan pequeño que apenas se le veía sobre la colcha, y que toda la familia se acercó para despedirle con un beso en la frente, y además la abuela Idurre le dio otro beso en el culo, diciéndonos: «Todo su cuerpo es puro y por eso está ya en el cielo».

– Nuestros padres no se besan -digo.

– Lo de ellos es distinto -dice Martxel.

– Nuestros padres no se besan -digo-. Yo nunca dejaría que aita besara a Ama.

– Lo de ellos no cuenta -dice Martxel.

– Ama no quiere que aita la bese, porque es pecado -digo.

– Pues se han besado. Yo los vi. Hace seis años, cuando yo tenía nueve -dice Martxel.

– ¡Mentira! -digo.

– Ella estaba sentada y él se le acercó por detrás y la besó en el cuello -dice Martxel.

– ¡Mentira! -digo-. ¡No le hagas caso, Andrea, lo dice porque te quiere besar! ¡Pero no te dejes! ¡Es tan sucio que inventa mentiras para poder besarte!

– Entonces, la abuela Idurre y todos los Altube pecaron al besar al niño muerto -dice Martxel.

– ¡Pero Andrea no está muerta! -digo.

Martxel coge una mano de Andrea.

– ¡Suéltala! -digo.

– El beso que yo te dé no es pecado -dice Martxel, mirándola a los ojos.

– ¡Suéltala! -digo.

Andrea cierra los ojos y Martxel besa su mejilla. La cara de Andrea se pone aún más roja. Pero no es por esto que ya no me parece la misma cara. ¡Ama, ya nunca más podrás decir que Andrea tiene la más perfecta cara de vasca! Pienso: «¡Martxel, maldito! ¡Martxel, maldito!».

– ¡Martxel, maldito! ¡Martxel, maldito! -digo.

– ¡Martxel, te está pegando! -dice Andrea.

– Déjale -dice Martxel.

– ¡Pero te está arañando la cara! -dice Andrea.

Estoy frente a Martxel. No se mueve. Caen por sus mejillas hilos de sangre. Respiro con tanta fuerza que no puedo ni pensar. Pero Andrea ha dicho que yo he pegado a Martxel, que he arañado su cara, y no le creería si dijera que he tocado su propia cara, pero le creo porque dice que ha sido la cara de Martxel.

– Ven, siéntate -dice Andrea a Martxel.

Y le tira de la manga hasta hacer que Martxel se siente en el suelo, y entonces Andrea sale de la choza y por entre las rendijas de las cañas la veo mojar las partes bajas de su vestido en el agua del charco, y vuelve y se arrodilla junto a Martxel y le limpia la cara con su falda humedecida.

– Era pecado -dice Martxel.

– No, no es pecado -dice Andrea.

– Sí, era pecado -dice Martxel-. Dios ha puesto loco a Jaso para que veamos que era pecado. Él tenía razón. Ojalá no te hubiera besado.

Martxel se pone a llorar.

– No me has hecho ningún daño -dice Andrea.

– Jaso sabía que era pecado porque él está más cerca de Ama y de Dios -dice Martxel.

– ¡No llores, no llores, no me has hecho ningún daño! -dice Andrea.

– Me confesaré con don Eulogio -dice Martxel.

– ¡No lo hagas, Martxel, porque luego me daría vergüenza ir a mí! -dice Andrea.

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– No podrás mirar a Ama a la cara si no te confiesas, pero con don Venancio. Ama ya no va a las misas de don Eulogio, sino a las de don Venancio.

– No me has hecho ningún daño -dice Andrea, y el rayo de sol que se cuela por una rendija de la pared de cañas hace brillar las lágrimas que le bajan por sus mejillas-. Y si no me has hecho daño es que no es pecado.

– Tú no eres quién para decir si es pecado o no -dice Martxel-. Sólo Dios y Ama lo pueden decir. ¿Por qué no juraste que te casabas conmigo? A lo mejor Jaso no se habría puesto loco… Eh, Jaso, ¿qué dices?

– Los besos son pecado -digo.

– ¡No son pecado! -dice Andrea, levantándose.

– Un beso toca la carne y la carne no es de Dios sino de Satanás -digo.

– ¡Si los besos fueran pecado yo lo sabría ahora que me ha besado Martxel! -dice Andrea-. ¿Cómo lo sabes tú, Jaso?

– Ama lo sabe -digo-. Ama no quiere que aita la bese.

– Eso es verdad -dice Martxel.

De pie en el centro de la choza, respirando con ahogo, Andrea pasa su mirada de Martxel a mí y de mí a Martxel.

– ¿Es que no sabéis lo que hacen los animales en las cuadras? -dice Andrea-. ¡Si lo supierais no diríais que el beso de Martxel es pecado!

Martxel levanta la cabeza, mira a Andrea y dice:

– ¿Juras que te casarás conmigo?

– ¡Sí, lo juro, lo juro! -dice Andrea.

– Entonces, el beso ha sido menos pecado, ¿eh, Jaso? -dice Martxel.

Andrea se acerca y se para ante mí. Me mira. Yo bajo los ojos, y aunque no quiero ver nada de ella, veo los bajos mojados de su vestido. Pero sé que ella tiene sus ojos clavados en los míos. Oigo su respiración cada vez más cerca. Ahora siento en mi cara el aire de su boca. Toca mis labios algo blando y caliente. Quiero huir, pero mis pies no se mueven. Grito: «¡Ama, Ama!», pero levanto los ojos y miro a Martxel y a Andrea y sé que no me han oído. Martxel ya está en pie. Mi mirada se cruza con la de Andrea. Estoy mirando los ojos de Andrea, que me miran.

– Te he dado un beso para que veas que no es pecado -dice Andrea.

Grito… ¿o sólo pienso?: «¡Maldita! ¡Maldita! ¡Maldita!».

Las criadas han quitado la mesa, pero yo sigo sin moverme de la silla. Ante mí, en la pared, está el gran cuadro de la niña vasca, de la que Ama dice siempre que se parece a Andrea, o al revés. Llevo mucho tiempo solo en el comedor.

– ¡Jaso, Jaso!, ¿dónde estás? -me llega la voz de Ama.

La piel de la niña del cuadro es del color de las manzanas. Está sentada sobre un tronco de haya, tiesa, los brazos recogidos sobre el halda y en sus manos un misal de pastas blancas y el rosario de cuentas, también blancas. Dice ama que la pintaron en el día de su primera comunión. A su lado, sentada en el mismo tronco, está su amama, y detrás, en pie, su ama. Es como estar viendo una misma cara en las tres. Al fondo, su caserío, la parra dando sombra al portalón. Y, detrás, los montes verdes. El vestido de la niña es de color ceniza claro, con el cuello blanco y cerrado, y tan bien lo pintó el pintor que sus pliegues parecen los pliegues de un vestido de verdad. Lleva a la cabeza un pañuelo de aldeana, atado por arriba con una roseta terminada en dos puntas. Sonríe sin separar los labios. Ama suele decir que sonríe de felicidad por haber recibido a Cristo por primera vez. Su cara es fina y alargada, y seria, a pesar de su sonrisa. Ama compró el cuadro cuando yo tenía siete años y acababa de ser pintado; es decir, que entonces la niña era de mi edad, y ahora tendrá también, como yo, trece años. Ama suele decir que la niña del cuadro y Andrea son casi iguales, que una y otra tienen las más bonitas caras de vascas que conoce, pero yo sé, desde hoy, que la cara de Andrea no es como la de esa niña, que la carne de la cara de Andrea ya no es vasca, porque es de Satanás, no es como la carne color manzana de la cara de la niña del cuadro.