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– ¡Ya está Jaso tan rojo como antes! -dice Fabi.

– Jaso, tú y yo nunca hemos tenido secretos -dice Ama.

– ¡Yo no quería hacerte sufrir! -digo-. ¡Yo no quería que supieras que te he traicionado!

– ¡Oh, Jaso, no llores así, pobre niño mío! -dice Ama, y me abraza y estrecha contra su cuerpo-. Cuéntamelo todo.

Ama y yo nos miramos. Ahora sólo Martxel sostiene el cuadro.

– Ea, ya me dirás lo que pasa con ese cuadro -dice Ama-. No me has pedido permiso para descolgarlo. Bueno, no es una barrabasada de niño malo, pues tu intención era colgarlo en tu propio dormitorio, ¿verdad, Jaso?

Ama me mira más fijamente.

– Me gustaría saber por qué -dice.

– ¡Es que Jaso se ha enamorado de la neskita! -dice Fabi, saltando y dando chalos.

Me abrasa tanto la cara que tengo que cerrar los ojos. Ama vuelve a abrazarme, a estrecharme contra su cuerpo, y ahora nadie puede ver mi cara.

– A mi pequeño Jaso le gustaría despertar todos los días viendo esos rasgos jóvenes de nuestro viejo pueblo -dice Ama-. ¿No es así, Jaso? ¡Ah, qué bien le comprendo a mi hijito! -dice, estrechándome aún más contra ella-. Es el cuadro de nuestra esperanza, ¿eh, Jaso?

Me aparta y me mira.

– Sin embargo, no sé si está bien que tengas en tu dormitorio la cara de una mujercita tan hermosa -dice Ama-. Lo consultaré con don Venancio. También me gustaría consultarlo con tu padre, pero, ¿dónde está tu padre? ¡Dios mío!, ¿qué hace ese hombre, siempre tan alejado de las cosas nuestras?

– ¡Señora, señora, aquí llega! -dice una criada saliendo del comedor.

– ¿Quién llega? -dice Ama.

– ¡Ella! -dice la criada.

Ama lanza un gemido y corre a la ventana y mira y se queda como de piedra y dice:

– ¡Dios mío!

Conozco bien el ruido del coche de Ella. Fabi y yo corremos también a la ventana y nos ponemos a un lado y a otro de Ama. Martxel se queda sosteniendo el cuadro.

– No es posible -dice Ama-. Es el momento para que Dios haga algo.

– Se marchará, como otras veces -oigo decir a la criada a nuestra espalda-. Lleva cuatro años viniendo a vigilar las obras y marchándose cada día al anochecer. Una casa recién terminada no debe ser ocupada, y los barnizadores aún estaban esta mañana.

– Esta vez se queda, se queda para siempre -dice Ama con cara de muerta-. Han llegado para estrenar la cueva del dragón. ¿No veis sus trajes nuevos y el brillo infernal de sus miradas? Pero el Señor no puede permitir que ocurra.

Ama se va a morir. Pienso: «¡Yo los mataré a todos, Ama!».

– ¿Qué hago con este cuadro? -dice Martxel.

Ella, Madia y Efrén bajan del coche, Madia con un cofre en sus brazos.

– Ahí llevan el producto de sus rapiñas en La Venta -dice Ama-. Ven, Martxel, mira sus caras y no las olvides nunca.

– ¡No puedo! Si dejo el cuadro, se cae -dice Martxel.

Ella saca una llave y abre la puerta de su verja. Las matas de rosas y geranios todavía están prendiendo en su jardín, no hay más arbolitos recién plantados, no hay hierba. Ella, Madia y Efrén llegan a la puerta de la casa. Ella saca otra llave, pero no entra. Se vuelve hacia nosotros, mira justamente a la ventana en que estamos Ama, Fabi y yo, y la criada, detrás. Es como si supiera que estamos aquí, que no podemos estar en otra parte en este momento.

– ¡Quiero ver qué pasa ahí enfrente! -dice Martxel.

La mirada de Ella es quieta y lenta, se posa en la ventana y en nosotros durante un rato. Ahora entra en su palacio, seguida de Madia y Efrén. Se cierra la puerta a sus espaldas. Se encienden algunas luces.

– ¡No! -grita Ama.

– Siéntese aquí, señora -dice la criada recordándole con un gesto el sillón.

– No. Vete a sostener el cuadro para que Martxel pueda venir a esta ventana -dice Ama.

Pienso: «¡Yo los mataré a todos, Ama!».

Llega Martxel.

– Mira, hijo mío, la cueva ya está ocupada por ellos y el Señor no ha intervenido -dice Ama-. ¿Dónde está vuestro padre? ¿Qué tiene que decir él a esto?

– ¡Les sacaremos con perros de esa casa! -dice Martxel.

– Pondré cortinas negras en toda esta fachada y las tendremos siempre cerradas para no verles, y así quizá les olvidemos -dice Ama-. Rezaremos con más fervor que nunca… ¡Iratxe, corre a avisar a don Venancio! ¡Que lo deje todo y venga a ayudarme!… ¿Qué hacen las chicas trabajando tanto en el comedor?

– El señor trae invitados esta noche -dice la criada-. Usted lo sabía, señora…

– ¡Dios mío, sí! -dice Ama-. ¡Invasores por todas partes!… ¿No te he dicho, Iratxe, que vayas a llamar a don Venancio?

– Si alguien me sujeta el cuadro… -dice la criada.

– ¡Se marchan, se marchan! -dice Fabi desde la ventana.

Nos lanzamos todos a la ventana. Aún hay suficiente luz para ver cómo Ella sale de su casa. Ama contiene la respiración. Pero sólo Ella sale, y cierra la puerta. Dentro quedan Madia y el maldito bastardo. Entonces me doy cuenta de que allí sigue el coche, frente a la puerta de hierro del jardín. Sube Ella, agarra las riendas y toma la dirección de La Venta, y ahora sin mirar una sola vez hacia nuestra ventana.

– ¿Qué pasa? -dice Martxel con las manos en el cuadro.

– Es la instalación definitiva -dice Ama-. Va a recoger al pobre Santiago.

– Ama, ¿nos quieres decir de una vez qué hacemos con este cuadro? -dice Martxel.

La cara de Ama vuelve a ser de muerta y estoy seguro de que se va a morir.

– ¡Ya no quiero tener el cuadro en mi dormitorio! -digo.

– El Maestro arrojará el Mal de nuestra tierra -dice Ama.

– ¡A Jaso le da vergüenza pedir el cuadro! -dice Fabi-. ¡La piel se le va a tostar de roja que la tiene!

– ¿Qué cuadro? -dice Ama.

– ¡Jaso está enamorado! ¡Jaso está enamorado! -dice Fabi.

– ¡Cállate, imbécil! -dice Martxel.

Ama se aleja de la ventana y va hacia donde Martxel. Más que cortos, sus pasos son lentos, como si no se diera cuenta de que está andando, y el borde bajo de la falda de su vestido ni siquiera parece moverse. Llega ante el cuadro y se arrodilla, como en misa, y sus manos se acercan a la tela y a la cara de la niña, aunque sus dedos no llegan a rozarla. «¡Qué cara tan bonita!», dice Ama, casi sin voz, como si hablara para ella misma. «Es como la de una virgencita. ¿Por qué no comprendéis a Jaso? ¡Qué buen gusto tuvo Aurken al elegir a la modelo!»

– ¿Quién es Aurken? -dice Martxel.

– El gran pintor de este cuadro -dice Ama-. Mirad su firma, aquí, abajo, en esta esquina. Supo reflejar, como ningún otro, el alma vasca. Viajaba por nuestra tierra con su caballete y sus pinceles. Yo le conocí. Era un hombre de pocas palabras. Tenía su estudio cerca de la iglesia de Begoña y allá me fui un día a comprarle un cuadro… Este mismo. Lo acababa de terminar. Nada más verlo, nada más ver el rostro de esta chiquilla, le dije: «¡Me lo quedo!». ¡Me recordó tanto la carita de la pequeña Andrea Altube! Incluso le pregunté a Aurken si fue ella la modelo. «No», me contestó, «fue otra.»

– ¿Qué más? -digo.

– Qué más, ¿qué? -dice Ama.

– ¿Qué más dijo? ¿No dijo dónde vive esa otra? -digo.

– Aurken era un hombre de pocas palabras -dice Ama.

– ¿Por qué no se lo preguntaste? -digo.

– ¿No veis como Jaso está enamorado de la neskita del cuadro? -dice Fabi.

– ¿Y quién no lo está? -dice Ama-. Miradla: es la expresión de nuestra esperanza… ¡Dios mío!, ¿cómo he podido pensar que no es prudente que esta virgen esté en el dormitorio de mi hijo? Ya no necesito consultarlo con don Venancio. -Ama se pone en pie-. Ea, Jaso, vuelve a coger el cuadro y entre tú y Martxel subidlo a tu dormitorio y colgadlo en… No, yo subiré con vosotros y entre todos veremos dónde colgarlo.

– Ya no quiero tener el cuadro en mi dormitorio -digo.

La cara de Ama tiene el color blanco de los muertos. Estoy seguro de que se va a morir y yo tengo la culpa.