– Me gustaría ahora saber que está allí -dice Ama.
– ¡No seas tan buena, Ama! -digo-. ¡No quiero que sufras por mí!
– ¿Qué te pasa, hijo? ¿A qué viene esto? -dice Ama recogiéndome en sus brazos.
– ¡Yo sólo te quiero a ti, Ama! -digo.
– Lo sé, lo sé, mi niño. ¿Por qué no me dices lo que te pasa? -dice Ama, besándome en la cabeza.
Mi cara está contra el pecho de Ama y pienso que me gustaría morir así. Mis ojos están cerrados, pero sigo viendo el sufrimiento en la cara blanca de Ama, en su pobre cara blanca de muerta.
– ¡Te he traicionado, Ama! ¡Ya no quiero tener el cuadro en mi dormitorio! -digo.
– Calla, calla, mi pequeño -dice Ama-. No me importa que hayas descolgado el cuadro sin mi permiso. Estás perdonado, tranquilízate.
Pienso: «¡Por Dios, Ama, tú sabes que no es eso! ¿Por qué quieres engañarte a ti misma?».
– Tú, Jaso, y tú, Martxel, seguidme con el cuadro -dice Ama, soltándome y echando a andar escaleras arriba-. La vida de esta familia ha de continuar como si no ocurriera nada.
– ¡Despierta, Jaso, y agarra aquí, como antes! -dice Martxel.
– Era una broma. ¡No quiero el cuadro, Ama! -digo.
– ¡Si a mí también me gustaría tenerlo en mi dormitorio! -dice Ama, mirándome y sonriendo-. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes que a ti, Jaso?
Pienso: «Ama, ¿por qué no me odias por haberte traicionado? ¡Quiero morir! ¡Dios mío!, ¿por qué he podido desear tener a mi lado a esta otra mujer?».
– Lo colgaremos donde puedas ver a la neskita aun estando acostado -dice Ama.
Pienso: «¡Perdóname! ¡Perdóname!».
– ¡Aquí la tenemos otra vez! -dice una criada desde el comedor.
– ¿Quién? -dice Ama.
– Ella, esa bruja -dice la criada.
Me llega el ruido de las ruedas del coche contra las piedras de la carretera. Ahora sólo veo la espalda de Ama mientras termina de subir las escaleras. Quiero ver su cara.
– ¡Aprisa, Martxel, aprisa! -digo, tirando del cuadro para arrastrar a Martxel escaleras arriba.
Ama desaparece en el piso alto sin que le oiga una sola palabra.
– ¡Vamos, Martxel! -digo.
– ¿Quieres quedarte con un cacho de cuadro? -dice Martxel.
– ¡El caballo casi no puede con Santiago Altube! -dice Fabi apartándose de la ventana y cruzando a la carrera el salón y empezando a subir las escaleras-. ¡Dejadme pasar, apartaos a un lado!
– ¿Por qué no te has quedado a fisgar desde abajo? -dice Martxel.
– ¡Porque Ama ya está en la ventana de arriba! -dice Fabi.
– ¡Vamos, Martxel, aprisa! -digo.
Ahí está la espalda de Ama, sin apenas cubrir los cristales de la ventana de mi dormitorio. No le basta que la cortina esté corrida: se esconde tras la pared, acercando sólo la cabeza a los cristales, espiando con miedo a la maldita mujer.
– ¿Dónde colgamos el cuadro, Ama? -digo desde la puerta.
Fabi se abre paso con un empujón y corre a la ventana.
– ¿Dónde colgamos el cuadro, Ama? -digo.
Ama no oye. Dejo el cuadro en manos de Martxel y corro a la ventana.
– ¿Dónde colgamos el cuadro, Ama? -digo, agarrándola de las ropas.
– ¡Detrás del coche vienen corriendo cuatro hombres! -dice Fabi.
– El cuadro está ahí, Ama…, a tu espalda…, deja de mirar por la ventana… -digo-. ¡No mires más por la ventana, por favor! Ven conmigo, vamos a colgar el cuadro donde a ti te guste. Yo no quería tener el cuadro en mi dormitorio, pero tú dijiste: «Me gustaría saber que lo tienes». ¿Lo recuerdas? Lo hemos subido entre Martxel y yo. Al menos, vuélvete para mirarlo… ¡Míralo, Ama, por favor!
– ¡También viene don Venancio! -dice Fabi.
– Ni entre los cuatro pueden bajar a Santiago Altube -dice Martxel, al que no le he visto llegar a mi lado.
Veo cómo resoplan los cuatro hombres al sacar a Santiago Altube del coche y dejarlo en el suelo. Veo a Ella abriendo la puerta de su casa. No mira hacia atrás, no mira a nuestra ventana, ni tampoco a lo que ocurre en su propio coche. Abre la puerta y desaparece en la casa. Los cuatro hombres sostienen a Santiago Altube mientras da sus pasos de niño que no sabe andar hasta el porche, y lo sientan en la mecedora, la misma que usó en Altubena y luego en La Venta.
– Tómalo con calma, Cristina -dice don Venancio-. Sabías que tarde o temprano esa mujer se atrevería a habitar…
– Dios me quiere poner a prueba -dice Ama.
– Creo que te conviene sentarte, Cristina -dice don Venancio.
– ¿Dónde está mi marido? -dice Ama-. ¿Dónde está ese hombre? Siempre me deja sola contra ellos…
– Acercad una silla a vuestra madre, chicos -dice don Venancio, y Martxel y yo corremos a por una silla-. Tranquilízate, Cristina. -Coge la silla que hemos traído y la acerca a Ama-. Siéntate.
– Y la cena de esta noche… -dice Ama, sentándose.
– ¿Qué cena? -dice don Venancio.
– Camilo ofrece nuestra casa a un ministro de Madrid, un conde de Madrid, un jesuita de Deusto… -dice Ama.
– Un jesuita… ¡Dios nos coja confesados! -dice don Venancio.
El cuadro ya no está en el comedor sino en mi dormitorio, colgado frente a mi cama.
– No bajaré al comedor -dice Ama.
– Los cuatro hombres se marchan y cierran la verja -dice Martxel.
– ¡Santiago Altube no cabe en la mecedora! -dice Fabi.
– Santiago ya no es un Altube -dice Ama.
Hace tiempo que don Eulogio no viene a tomar chocolate. Ahora el que viene es don Venancio, el coadjutor.
Digo a Martxeclass="underline"
– El bastardo estuvo en la tripa de Ella porque aita la besó. -Y digo a Fabi-: ¿Lo oyes? ¿Lo oyes? Que no te besen para que tu tripa no tenga ningún bastardo.
Martxel, Fabi y yo cenamos pronto y solos, aunque Ama está a nuestro lado. Cenamos en el comedor, como siempre, pero en una esquina de la mesa que están preparando los criados. Luego, Ama nos acompaña a nuestros dormitorios y pasa de uno a otro para arroparnos y despedirnos con el beso de las noches. Sus labios están helados. Espero a dejar de oír sus pasos al otro lado de la puerta para saltar a oscuras de la cama y cojo el hierro de la chimenea y salgo y me siento en el último peldaño de la escalera para vigilar desde arriba que nadie le haga daño a Ama. Es pronto, todo sigue igual que hace un rato, pero si me quedo en la cama me duermo y no podría defender a Ama. Criados y criadas entran y salen del comedor y hacen todas las cosas sin que Ama los dirija. No sé dónde está: es la primera vez que permite que el servicio se las arregle solo.
Despierto. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Las únicas luces de la casa están abajo. No veo a nadie. El comedor está abierto e iluminado, y también la sala. Y ahora sé qué ruido me ha despertado. Oigo coches y voces fuera de la casa, se abre la puerta y es aita con tres hombres, uno gordo, otro con barba y otro con sotana: éste no es la primera vez que viene. Nuestro mayordomo corre a la puerta y sólo llega para cerrarla, y dice a aita: «Perdón, señor», pero aita no le hace caso porque siempre abre él mismo la puerta con su llave y siempre el mayordomo viene corriendo de alguna parte justo a tiempo de coger el picaporte y cerrar la puerta y decirle a aita: «Perdón, señor». Ahora aita le pregunta: «¿Dónde está la señora?», y les señala a los tres hombres la puerta del salón, y vuelve la cabeza y llama: «Cristina, ¿dónde estás?», y sigue a los tres hombres al salón y oigo el choque de botellas y copas, y oigo a uno de los hombres: «¡Excelente! ¿De la cosecha del ochenta y tres?», y aita: «No, de la del setenta y ocho, señor ministro», y el otro: «¿Bodegas propias?», y aita: «Sí, señor ministro, en el centro mismo de la Rioja». «¡Estupendo! Habrá que visitar con más frecuencia esta tierra vasca», dice el otro hombre y todos ríen. Ahora veo a aita asomado a la puerta del salón y pregunta al mayordomo dónde está la señora, y el mayordomo: «En el jardín de atrás, señor». «¡Pero si es de noche!», dice aita, y sale. Y ahora siento a alguien a mi lado. Es Martxel. «¿Qué haces aquí?», dice. Parece más alto con su camisón. «¿Para qué tienes en la mano ese atizador?», dice. Se oye la puerta de atrás, y pasos. Entran aita y Ama, uno al lado del otro, pero sin hablarse ni mirarse, Ama sacándole media cabeza. Ama lleva el vestido azul con muchos botones negros y cerrado hasta el cuello. Lleva el pelo recogido hacia arriba, pero tiene tanto que no cabe todo él en un moño y se lo peina como en olas en lo alto de la cabeza. No lleva ni collares ni sortijas ni pulseras, sólo un Cristo de plata sobre el pecho. Ama no quiere estar con esos hombres, pero él la obliga. Martxel se agacha a mi lado y los dos miramos a Ama. El cuerpo de Martxel está pegado al mío y los dos pensamos lo mismo. Ama y aita han entrado en el salón. «Mi esposa», dice aita. Y yo digo: «Ya sé por qué Ama no huye: porque sabe que tú y yo estamos aquí para protegerla». «No digas tonterías, ¿cómo lo va a saber?», dice Martxel. «Si lo supiera, subiría a escape para meternos otra vez en la cama.» «Lo sabe», digo. Luego el jesuita dice: «Del colegio de la Compañía me llegan las mejores referencias de vuestro hijo Moisés». Le pego con el codo a Martxel para que no se pierda aquello y en la penumbra en que estamos veo brillar sus ojos azules con malicia. «Podría hacer más de lo que hace», dice aita. «Sí, pero está cojo», dice el jesuita. «¿Cojo?», dice Ama. «Le falta su hermano», dice el jesuita. «Sería beneficioso para ambos estudiar juntos. Cristina, sigo estando en desacuerdo con el sistema de profesores particulares que empleas con Josafat.» «Sé lo que le conviene a mi hijo», dice Ama. Y el jesuita: «Los hijos enmadrados nunca llegan a ser adultos completos en un mundo…». «¿En qué mundo?», dice Ama. «¿En qué mundo? ¿En el mundo que nos están preparando todos ustedes?» Una voz nueva dice: «¿Qué mundo estamos preparando, señora marquesa?». Aparece de nuevo el mayordomo y se planta tieso en la puerta del comedor y aita dice: «¿Por qué no pasamos ya al comedor?». Salen. Junto a Ama va el hombre de barba y junto a aita el hombre gordo. El jesuita va el último, solo. «¿A qué mundo se refería usted, señora marquesa?», dice el hombre de barba. «Delirios de fanáticos», dice aita. «Algo nuevo está ocurriendo en este país», dice el jesuita. Entran al comedor y ahora Martxel y yo perdemos muchas de sus palabras. El mayordomo entra también, después de hacer una seña con la mano enguantada de blanco, y ahora vemos a un criado con la sopera. «Ama es más guapa que la niña del cuadro», digo. Ahora nos llega un murmullo de palabras y la única voz que me llega bien es la del hombre gordo: «¡Lo que estos diablos de jesuitas no consigan…! ¡Magnífico también este claretillo! ¡Buen vivero de dirigentes es su universidad de Deusto! La sociedad vasca de hoy no sería lo que es sin los jesuitas. En realidad, el mundo no sería lo que es sin ustedes… ¿Qué tiene contra ellos, señora marquesa? ¡Le enseñarían a su hijo todas las trapacerías para cuando herede el imperio del gran Camilo Baskardo!». Hablan, hablan, habla el hombre gordo, el jesuita, el hombre con barba, aita y también Ama, ella poco. Hablan, hablan. Los criados entran y salen con bandejas y platos. El cuerpo de Martxel está pegado al mío y los dos pensamos lo mismo. Me gusta pensar lo mismo que Martxel y que él piense lo mismo que yo. Estoy seguro de que ya no quiere cazar, ha perdido las ganas de matar lagartijas o pájaros o gatos o cualquier otra cosa viva, aunque sean quisquillas o eskarras o sarrones o Julias. Yo tampoco quiero contarle a Ama que Martxel y Andrea se ven a escondidas. Martxel y yo siempre le contamos todo a Ama, así que aquel día le pregunté a Martxeclass="underline" «¿Por qué no quieres que se lo cuente?». Y él me dijo: «No lo sé, la verdad es que no lo sé, pero es que siempre nos ha ido bien a Andrea y a mí sin que Ama lo sepa y me da miedo cambiar las cosas». Yo le dije que Ama siempre quiere nuestro bien y que dice que Andrea tiene la más perfecta cara de vasca que ha visto en su vida. «No lo sé», repitió Martxel, «a mí también me gustaría saber por qué lo quiero así.» Es que yo acababa de ver a Martxel y a Andrea tumbados muy juntos en lo más espeso del cañaveral de los Altube. Estaban boca arriba, mirando las puntas de las altas cañas que parecían rascar el cielo, sus manos entrelazadas, la derecha de uno con la izquierda de la otra, y no se hablaban. Tampoco me oyeron llegar, no oyeron mis suelas aplastando como pistoletazos cañas caídas. Se asustaron al verme parado ante ellos, pero sólo un momento, pues ni siquiera tuvieron tiempo de sonrojarse, como yo pensaba que ocurriría, porque se levantaron de golpe, y yo ya estaba viendo en Martxel la expresión de hombre que yo tanto envidiaba, y la boca de Andrea también sonreía con esa seguridad que sin duda él ya le había contagiado. «Así que aquí te habría encontrado siempre que te eché en falta en estos últimos meses», dije. Y añadí: «¿Por qué?». Ellos se miraron y me miraron a mí y fue como si me hubieran pillado a mí escondido para hacer algo malo, pues yo fui quien se sonrojó. «Sé que no lo sabe Ama», dije. «¿Por qué lo iba a saber?», dijo Martxel, sin dejar de mirar a Andrea y sin soltar su mano. «Porque tú y yo somos de Ama», dije. «No hay por qué contarle las tonterías», dijo Martxel, «y esto es una tontería.» «Si tú y Andrea os veis aquí en secreto es que os vais a casar», dije, «y eso no es ninguna tontería. Hay que contárselo a Ama.»