– ¿Te importa que te siga un rato? -digo.
La chica se encoge de hombros y echa a andar y dice por señas a sus amigos que hagan lo mismo.
– ¡Maldita sea! -dice el muchacho fuerte.
Les sigo por entre las sombras de las casuchas. Nunca le diré a la madre lo que estoy haciendo, pero es lo que quiero hacer. No estoy muy seguro de si estoy viendo en la oscuridad los brincos del pelo de la chica. Llegan los tres ante un cobertizo apoyado contra el costado de una casa de ladrillos sucios. Se abre una puerta y sale a la noche la luz de un quinqué. La chica y sus dos amigos pasan dentro. Me acerco. La puerta sigue abierta y la luz sale. Me acerco tanto que, de pronto, veo a la chica: tiene una mano sobre el hierro de la puerta abierta y es como si me esperara.
– Hola -digo.
Sólo me mira. Luego deja la puerta y se mete más en la casa. Oigo voces y asomo la cabeza: hay otros cuatro hombres sentados sobre cajas alrededor de una mesa coja con una botella de vino en el centro. Los dos amigos de la chica arrastran con el pie otras cajas para sentarse entre ellos. La chica también coge una. Habla muy bajito. Los siete me miran cuando me dejo ver de cuerpo entero. Los ojos de la chica no me dicen nada, es decir, no me dicen que me vaya. Creo que hago con el brazo algo parecido a un saludo. Me doy cuenta de que aún llevo entre mis dedos el papel.
– Puedes sentarte ahí para leerlo -dice un hombre delgado y con bigote, y me señala una caja en un rincón-. Cierra la puerta.
La cierro y me siento en la caja y dejo en el suelo el cestillo donde la madre me pone la comida. Busco la cara de la chica.
– Os agradecemos vuestra ayuda de estos tres días -dice el hombre delgado-. Bebed, tendréis sed.
Pasa la botella a los dos amigos de la chica y ellos beben a morro.
– ¿Ayuda? -dice la chica-. ¡Hemos vuelto con casi todas las hojas!
– Habéis hecho lo que estaba en vuestra mano -dice un hombre gordo y pequeño-. A nosotros no nos ha ido mejor. ¡Mirad qué montón de octavillas nos ha sobrado!
– ¡Es injusto, es injusto! -dice la chica, y creo ver lágrimas en sus ojos-. ¿Por qué nos rechazan si lo que les llevamos es su salvación?
– Me gustaría creer en Dios para maldecirle -dice el muchacho fuerte.
Se oye una tos, una sola tos, interminable, como el largo mugido de una vaca en la lejanía. Es de un hombrecillo con gafas, que se pasa un pañuelo por la boca cuando acaba de toser, y luego tiene que esperar un rato antes de hablar, y nadie habla hasta que él habla.
– Se suele decir algo muy cómodo: que el mundo está mal hecho, que el hombre está mal hecho -dice, arrugando su cara pequeña y oscura, como si el sacar sus palabras se le rompiera algo por dentro, y eso que suenan como si hablara desde un pozo-, pero yo os aseguro que con este mismo mundo, con este mismo hombre, algún día podrá hacerse el milagro que no ha podido o no ha querido hacer Dios. Ni el mundo ni el hombre están mal hechos: las que están mal hechas son las leyes, siempre dictadas por los de arriba. Nunca ha habido leyes buenas que impidan elaborar leyes malas. ¡Leyes, leyes, todo arranca de las leyes! ¡La carne de los hombres nunca peca, el pecado no existe, sólo existe la injusticia!… ¿Cómo está tu padre, hija mía? -Esto lo dice volviéndose a la chica.
– Siempre tiembla cuando salgo -dice la chica-. Ahora nos permite reunirnos en casa, sólo por no verme salir.
– Nunca ha sido un hombre -dice el muchacho fuerte.
– No hables así, Marce… Te llamas Marcelo, ¿verdad? -dice el hombrecillo con gafas.
– Ella sabe que nunca ha sido un hombre -dice Marcelo. Ahora los ojos de la chica sí que están con lágrimas. Nunca he visto una carita tan preciosa como la suya-. El mundo está lleno de hombres que no son hombres. ¡Les pisan los cojones y callan!
Marcelo coge la botella por el cuello y la levanta, pero luego no bebe sino que la deja otra vez sobre la mesa.
– La maldición histórica -dice el hombrecillo de gafas-, la maldición histórica de los pobres. Pero cada día que pasa nos acerca a nuestra resurrección.
Habla ahora el muchacho que todavía no ha abierto la boca. Coge del suelo su mochila de lona y la deja caer de golpe sobre la mesa y los papeles se desparraman.
– ¡Éste es nuestro avance de hoy! -dice.
Los ojos del hombrecillo de gafas se vuelven hacia mí.
– ¿Y ése? -dice.
– ¿Ése? -dice Marcelo.
Todos los ojos están sobre mí, incluso los de la chica.
– Es nuevo, ¿no? -dice el hombre delgado y con bigote-. Nunca se había acercado a nosotros.
– No es ni nuevo ni nada -dice el muchacho fuerte. Se lleva el dedo a la frente-. No le funciona la chimenea. Nos ha seguido como un imbécil.
– Pero está aquí, ¿no? -dice el hombrecillo de gafas-. Yo he visto cómo entró sin que nadie le obligara. Pienso, compañeros, que hoy no habéis perdido el día. -Todos se miran y yo no sé adónde mirar.
– ¿Cómo te llamas? -dice el hombre de barba.
– Roque Altube, del caserío Altubena -digo.
– ¿Dónde está eso? -dice el hombrecillo de gafas.
– En Getxo -digo.
– Es un borono -dice Marcelo.
Silencio. No me quitan ojo los siete.
– Acerca tu cajón a la mesa y bebe con nosotros, Roque -dice el hombrecillo de gafas-. Hay que brindar para darte la bienvenida.
Pero no me muevo.
– Ya os lo dije, sólo nos siguió. Está mal de la chimenea -dice Marcelo.
Ahora la chica se pone en pie y enseguida la tengo cerca, mirándome con sus grandes ojos. No sé decir si su carita es redonda o afilada, porque es las dos cosas. Su piel es blanca y suave, estoy seguro. A su espalda está la pared negra del cobertizo.
– ¿Lo has leído? -dice. Me había olvidado del papel. Lo levanto-. ¿Lo has leído? -dice otra vez la chica.
Ahora cojo el papel con las dos manos y me lo acerco a la cara.
– ¡Lo que nos faltaba! ¡Lo tiene al revés! -dice Marcelo.
Las manos de la chica rozan la carne de las mías cuando me obliga a dar la vuelta al papel.
– Primero habrá que preguntarle si sabe leer -dice Marcelo.
– ¿Qué importa si sabe o no leer? -dice la chica-. Me arrancó el papel de la mano…, ¿no visteis cómo me lo arrancó? ¡Quiere acercarse a nosotros!
– Sé leer un poco -digo.
– ¿Qué pone en el papel? -dice Marcelo.
Silencio. Esperan mis palabras. Siento sus miradas sobre mí.
– Sé leer -digo-. Soy del campo, pero sé leer.
– Es orgulloso el borono -dice Marcelo-. Sabe leer, pero no lee nuestro papel. Lo que busca entre nosotros es otra cosa y lo mejor será echarle…
– ¡No, esperad! -dice la chica-. Dadle tiempo…
– Le hemos dado un asiento -dice Marcelo-, pero él no lo ha usado para leer, porque necesitaba todo el tiempo para mirarte.
– Sí, sólo te miraba -dice el muchacho que casi no habla-, y con la hoja vuelta del revés en su mano.
– Nos escuchaba, quería saber más de nosotros -dice la chica.
– No le defiendas -dice Marcelo.
– ¡No le defiendo a él! ¡Estoy defendiendo nuestro esfuerzo de hoy! -dice la chica. Siempre está bonita, sobre todo ahora, con sus ojos llenos de furia, sus labios temblorosos. Me mira-. ¡Por favor, dime que vendrás con nosotros, que hoy has empezado a saber que los explotados debemos unirnos para luchar! ¡Dime que no hemos perdido el día, que al menos tú…!
No viven en este barrio la chica ni sus dos amigos. Al salir todos del cobertizo, se despiden de los cuatro hombres, y éstos también se despiden de mí, el hombrecito de gafas me abraza y me dice: «Roque, bienvenido a la familia. Yo me llamo Proto», y se van. El hombre delgado y con bigote echa el candado a la puerta. La chica se me acerca.
– Mañana también puedes verles -me dice-. Se reúnen en este mismo sitio, al anochecer. ¿Vendrás? -y sus ojos esperan con miedo mi respuesta.
– ¿Vendrás tú? -digo.