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– No -dice el muchacho fuerte.

– Mañana nosotros nos reunimos en mi casa -dice la chica-. Adiós.

Echan a andar los tres, ella en medio.

– ¿Puedo acompañarte? -digo.

La chica se para y se vuelve. La oscuridad apenas me deja ver su cara y un frío me baja por dentro del cuerpo al pensar que puedo no verla más. Empieza a llover.

– Es tarde y debes volver a tu casa -dice la chica.

– Es igual -digo-. El padre hará solo el trabajo de la cuadra.

– Vives lejos -dice la chica-. Tienes que cruzar la ría… Bueno, si quieres, ven, pero no sé para qué vas a venir. Nosotros no vamos a otra reunión, sino a nuestras casas.

Me acerco hasta poder ver la cara de la chica. Nunca he visto unos ojos tan grandes en una cara tan bonita. ¡Dios mío!, ¿cómo he podido vivir hasta ahora sin ella?

Echan a andar los tres y les sigo, llevando en una mano el papel y en la otra el cestillo. Marcelo vuelve la cabeza una y otra vez, lanzándome unas miradas de perro rabioso. Pero la chica ha dicho que la puedo seguir. Ahora es el otro muchacho el que se vuelve y me dice:

– Vamos hasta La Arboleda y cae muy lejos.

– Es igual -digo.

De pronto, la chica se para, y esta vez no sólo vuelve la cabeza: se vuelve entera.

– ¿Por qué? -dice.

– ¿Eh? -digo.

Yo también me he parado, y los otros dos. Los ojos de la chica no se apartan de los míos.

– No comprendo por qué nos sigues -dice.

– No sólo es imbécil, sino que está loco -dice Marcelo-. Mira qué cara de tonto pone.

Desanda unos pasos y llega hasta mí y agarra mi blusa por la pechera.

– ¡Largo de aquí! -dice.

Le cojo con una mano por la muñeca y le obligo a soltar mi ropa y nuestros brazos echan un pulso en el aire.

– Te gana, Marce, te gana -dice el otro muchacho.

Y entonces ella viene y se pone a separarnos y su mano roza la mía, su carne roza la mía.

– ¡Quietos, quietos! -dice.

Nos separa y se queda en medio.

– ¿No te da vergüenza, Marce? ¡Asustando así a uno que empieza con nosotros! -dice la chica.

– ¡Sólo viene por ti y le voy a quitar esas ganas! -dice el muchacho fuerte.

– ¡Basta! -dice la chica con genio, y él la obedece. Cuesta creer que una fierecilla así viva en un cuerpo tan menudo. Lo empuja y se lo lleva. Los tres siguen su camino, ella otra vez en medio. Es mejor que no me pregunte a mí mismo por qué la sigo, pues la respuesta quedaría marcada en mi cara y al volver a Altubena la madre me miraría y lo sabría.

No sé cuánto tiempo llevamos de camino, ni por qué lugares pasamos. Sólo la miro a ella, su pelo atado y saltarín, su espalda silenciosa, esa falda recibiendo los latigazos interiores de sus piernas al andar, sus tobillos vistos y no vistos. Ahora, sí, avanzamos por un camino de monte.

Se paran los tres, yo también, y hay un barrio de pequeñas casuchas de piedras y tablas. Los dos muchachos se despiden de ella y se van. La chica no tiene más que extender el brazo para coger el hierro de una puerta vieja. Vuelve la cara y me mira.

– ¿Cómo te llamas? -digo.

Me sigue mirando.

– ¿Recuerdas cómo me llamo yo? -digo.

– Sí, Roque -dice ella-. Vuelve a casa.

– ¿Cómo te llamas? -digo.

La chica sonríe sin separar los labios.

– Isidora.

La saludo con la mano y doy la vuelta, justo cuando ella se mete en su casucha. Isidora. Ahora ya no me importaría contarle al mundo por qué la he seguido hasta aquí. Marcelo me vigila a distancia, entre las sombras. No le hago caso. Él y yo nos vamos por distintos caminos. Isidora. Ahora ya no me importaría contarle al mundo por qué he seguido a la chica hasta su casa.

La madre está en la cocina, esperándome junto al fuego. Cojo un plato y el cazo y destapo el puchero.

– Yo te sacaré -dice la madre, levantándose-. Tú quítate la ropa empapada. Creía que ya no venías.

– ¿Eh? ¿Que no venía? -digo-. Bueno, bueno. ¡Que no venía! Usted tenía que estar en la cama y no despierta.

– Ya creí que te había pasado algo -dice la madre.

– ¿Pasado algo? ¡Buh! ¿Qué me va a pasar? -digo-. ¿Por qué no deja de decir tonterías y se acuesta?

– El padre ha tenido que hacer solo todos los trabajos -dice la madre.

Me coge el plato de mi mano y con el cazo lo llena de purrusalda humeante. ¡Dios mío, Isidora, Isidora!

– Te abrasas la boca -dice la madre-. ¿Se puede saber dónde tienes la cabeza? ¿No tocas el talo?

De pronto me doy cuenta de que la boca me abrasa desde hace rato. ¡Si me atreviera a decirle a la madre que he conocido a la mujer con la que me voy a casar!

– ¿Qué miras? ¿En qué piensas? No sabes ni lo que te estás metiendo en la boca -dice la madre.

¡Isidora! ¡Isidora!

– Nunca habías vuelto a casa tan tarde por la noche. Ya te habrá visto algún vecino desde la ventana y luego hablará a nuestras espaldas. La persona que anda fuera de casa por las noches no acaba bien. ¿Qué estás aprendiendo en la fábrica? ¡A ver si va a tener razón la marquesa! -dice la madre.

Ya no tendré que llamarla más «la chica», sino Isidora.

La madre me pone delante un tazón de leche.

– ¿En qué piensas? -dice.

¿He sido yo el que ha llenado el tazón de sopas de talo?

– ¿En qué piensas, hijo? -dice la madre.

Ahora me sigue hasta la puerta de mi cuarto y ella misma la cierra, como si me fuera a escapar. Me desnudo a oscuras y me acuesto. Isidora. Isidora. Me gusta pensar que la tengo en algún rincón de esta oscuridad. Su sitio es Altubena y no aquel sucio lugar del otro lado de la ría lleno de fábricas y minas y casuchas amontonadas y rebaños de gente triste. Isidora es de Getxo y yo la traeré. Su gran pelo negro atado con una cuerda ha de ser movido por la brisa de mis playas y de mis anchos campos y no por el viento maloliente de las chimeneas. En Altubena vivirá pronto una cara nueva, porque mi sitio es el sitio de Isidora, Dios se equivocó poniéndola allí.

Oigo a la madre en la cocina. ¿Es que no se ha acostado en toda la noche? Es que yo no he dormido.

Oigo a la madre arrastrando los pies por el pasillo de losas. Se para ante mi puerta.

– Ya es hora -dice.

Durante toda la noche he tenido a Isidora en la oscuridad de mi cuarto. No quiero levantarme, para no perderla. No quiero dejar esta oscuridad de Isidora, porque ¿habrá Isidora a la luz del nuevo día? Otras veces también he soñado con chicas, y luego…

Lo primero que hago es correr a la cocina.

– ¿Qué haces? -dice la madre.

Mi blusa de ayer cuelga de una cuerda cerca del fuego.

– ¿Esperabas tenerla seca para hoy después de venir tan tarde y tan mojado? -dice la madre.

Toco la blusa. Está como si la acabaran de sacar del agua. Hay un charco en el suelo. ¡Isidora existe! ¡La blusa se me mojó por estar junto a ella, por saber su nombre! ¡Ya no me hace falta la oscuridad!

Me cruzo con el padre en el pasillo. Me mira como si supiera que esta noche también estará solo para hacer los trabajos. Si no me atrevo a mirarle a los ojos no es porque me avergüence de lo que estoy haciendo, sino porque no quiero que me lea en la mirada que ya he encontrado a la mujer con la que me voy a casar.

Poco ha faltado para que una prensa de laminar me aplaste los dos brazos. «¡Hay que estar a lo que se está!», me dice el encargado. Él y los demás compañeros se han asustado más que yo. A la hora de comer abro una cesta que no es la mía. «¡Eh, tú, espabilado!, ¿cómo sabías que hoy la vieja me ha puesto carne?» Este trabajo en Altos Hornos nunca me ha gustado, las jornadas se me hacen eternas, siempre con un sudor sucio encima, no como el sudor que sale trabajando la tierra, siempre rodeado de hombres mojados de sucio sudor de hierro, ahogado por los humos, cegado por los fuegos. ¡Cuánto echo de menos el trabajo en el campo, a cielo abierto, respirando a pleno pulmón la brisa que sube de la playa, y solo, solo, solo, a veces sin ver a nadie durante un día entero…! Sin embargo, hoy, cuando ha tocado el cuerno de acabar, yo creí que estábamos empezando. Salgo corriendo con mi cesta. Estoy en Altos Hornos porque la madre quiso que saliera a trabajar. Somos ocho bocas en Altubena, suponiendo que el tío Santiago sea una sola boca. La madre se queja de que nunca ha podido meter dos reales juntos en el calcetín. Dice: «Ya tenemos dos viejos y pronto seremos tres viejos más. Pronto las tierras de Altubena se reirán de nosotros». Y yo le digo: «Ama, usted se olvida de que Juan y Andrea no van para viejos sino para jóvenes, y de que yo ya he llegado a mulo de carga». Pero la madre corta así las discusiones: «Lo que quiero es meter dos reales juntos en el calcetín, porque a ver quién trae las patatas a esta mesa cuando Altubena sea un asilo». Desde hace cuatro meses, la madre mete casi entero mi jornal en un calcetín.