No está Isidora en el callejón de la fábrica. Yo lo sabía, pero en toda la jornada no he pensado en otra cosa sino en que la vería donde la vi por primera vez. Tomo el camino de La Arboleda. Hoy no llueve, pero las abarcas se me entierran en el barro blando. Veo la espalda de un hombre caminando por delante. Lleva al hombro una maleta. Le alcanzo.
– Buenas tardes -digo.
– Ya son casi noches, hijo -dice él-. Y todavía me queda por visitar un pueblo.
Es un hombre pequeño y de cara grande con rosetones rojos. No es tan joven como yo y le pesa la carga.
– Si quieres, yo te llevo la maleta -digo.
Me la pasa. Es de cartón. Y pesa. Es como si llevara piedras.
– ¿Eres minero? -dice el hombre.
– No -digo.
– Me alegro por ti, hijo. Sin embargo, te diriges hacia las minas -dice el hombre.
– Voy a otra cosa -digo-. Vivo en Getxo y trabajo en Altos Hornos.
– Hijo, me acabas de contar tu vida como si la acabara de leer en un libro -dice-. ¿Estás organizado? Me huelo que sí… Aunque no recuerdo tu cara. Y es raro, siendo como somos, ¡diablos!, tan pocos. ¿Cierras la boca? Hijo, conmigo puedes hablar sin miedo. Soy un socialista de la agrupación de La Arboleda. Pero ¿estás organizado o no? ¡Por los clavos de Satanás! Sospecho que tú… Bueno, hijo, no me lo tomes a mal.
Ha dicho La Arboleda, donde está ella.
– ¿Vives en La Arboleda? -digo.
– Yo no vivo en ninguna parte. Viajo de aquí para allá vendiendo lo que llevo en esa maleta que tan amablemente te has ofrecido a…
– ¿Vas a La Arboleda? -digo.
– Pero, antes, he de tocar otro barrio -dice-. He de entregar unos libros que me encargaron… ¡Diablos, ya lo he soltado! Me había propuesto no revelarte que estoy loco. Sí, me gano el pan vendiendo libros a plazos en esta tierra donde la mitad de la gente no sabe leer. ¿Qué te parece?
– ¿Todo este peso son libros? -digo.
– No llevo otra cosa en la maleta -dice.
– Libros -digo.
– ¿Te gusta leer? -dice.
– Ya me hacían leer algo en la escuela. Los padres dicen que no hay que perder el tiempo, y don Eulogio, el cura, dice que las novelas no traen cosa buena -digo.
El hombre mueve la cabeza.
– Dile a vuestro cura que la Biblia también es una novela -dice-. A mí no me tragan ni los curas de los pueblos ni los de Bilbao, porque vendo libros. «Es menos pecado ser socialista que vender libros», me dicen. «Un socialista tiene alguna esperanza de que Dios le admita en el cielo», me dijo un cura, «porque los ejércitos de justos del cielo se pasan el día y la noche de la eternidad cantando salmos, con un solo momento de respiro para ir al retrete, y es en este único momento en que se está solo», me dijo, «cuando algún desviado puede llevarse un libro para leerlo a escondidas mientras hace lo suyo.» El hombre suelta una carcajada y no sé si se está riendo de mí o de lo que ha dicho. Sigue hablando mientras andamos. Y ahora me dice:
– Bueno, yo tuerzo por esta estrada. Dame mi maleta y muy agradecido.
Bajo la maleta al suelo.
– Me llamo Eduardo -dice.
– Yo, Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo -digo.
Nos estrechamos las manos.
– Espera, que quiero agradecerte tu favor con un regalo -dice. Y abre la maleta, y aparece, sí, llena de libros y papeles-. Roque, elige lo que quieras -y se pone a revolver todo aquello.
– No tienes que pagarme nada -digo.
– Sé que lo has hecho por pura hermandad y eso te honra -dice-, pero me iría más satisfecho si aceptaras algo de aquí…, cualquier cosilla.
– Pero no hay más que libros -digo.
– Espero que algún día cambies de opinión sobre los libros…, antes de que ellos cambien el mundo -dice-. Aunque en mi maleta no hay sólo libros. Mira.
Desenrolla varios papeles y todos son retratos de un hombre con barba.
– Podría ser san Pedro, ¿verdad? -dice-. En cierto modo éste también guarda las llaves de un reino. ¿Quieres llevarte uno? Lo cuelgas en una pared de tu casa, y como ni tú ni tu familia sabéis quién es, pues será como un santo más… ¿O prefieres un libro, a pesar de todo, un libro que no sea revolucionario? ¿Qué te parece éste? Los tres mosqueteros. Si eres capaz de leer el primer capítulo, no tendrás más remedio que seguir leyendo. ¿Cómo te lo explicaría? Es como cuando tu abuela se pone a contar una leyenda de la tierra: nadie se levanta de junto al fuego hasta que acaba. O cuando tu abuelo cuenta las aventuras de tu bisabuelo en alguna guerra carlista. ¡Novelas, todo son novelas! Y la ventaja de las novelas escritas es que te pueden hablar cuando tú quieras, a cualquier hora, incluso estando en el retrete. ¿Qué cara pondrían tus abuelos si les pidieras que te contaran una de sus novelas estando en el retrete? Si probaras a llevarte Los tres mosqueteros al retrete, me comprarías todos los demás libros que llevo en la maleta…, incluso éstos, los revolucionarios, que pueden leerse como novelas, y para muchos son más novelas que las mismas novelas, porque nos hablan de la mayor de las aventuras: la aventura de los pobres del mundo. Por ejemplo, este libro: se titula Colectivismo y revolución, aunque bien podría titularse Los tres mosqueteros… Bueno, hijo, pero ¿no tienes que hacer un regalo a alguien?
– ¿Regalo? -digo.
– ¿No tienes novia? Elige el libro de colores más bonitos para regalárselo a tu novia -dice.
Isidora.
– Vamos, habla -dice el hombre.
– Ella prefiere papeles en vez de libros -digo.
– ¿Papeles? ¿Te refieres a periódicos? -dice-. Aquí tengo uno, El Socialista. ¡Pero no vas a regalar a tu novia algo tan barato como un papel!
El hombre pone en mi mano lo que llama periódico.
– Es grande -digo-. A ella le gustan papeles más pequeños. Siempre anda con muchos, pero todos pequeños.
– Volvamos a los libros -dice el hombre-. ¿Qué te parece éste? Los miserables. Un libro es un buen regalo. Y te recuerdo que no te costará nada.
– ¿Tienes papeles más pequeños? -digo.
El hombre mueve la cabeza y busca en su maleta y saca varios papeles como los que repartía Isidora.
– Me parece que perderás a tu novia si le regalas una cosa tan pobre -dice.
– No es mi novia -digo.
– ¡Razón de más para que a esa chica le regales algo digno para que sea tu novia! -dice.
– Se me está haciendo tarde -digo.
– Mira, hijo, permíteme que te dé un consejo: olvídate de papeles, pequeños o grandes; olvídate de los libros, y lleva a esa chica una flor.
– ¿Una flor? -digo-. ¿Una flor? Flores hay en todas partes, las comen los burros, cualquiera las puede coger.
– Toma tu maravilloso panfleto -dice el hombre, moviendo otra vez la cabeza.
Ésta es su casa. La recuerdo bien. Hay luz dentro, pero no me atrevo a llamar. Me siento sobre una piedra. Dentro de Altubena cabrían muchas de estas casuchas, todas juntas. La gente que pasa me mira. Y yo pienso que es mejor que se vayan acostumbrando a verme por aquí. El calzado se pringa de barro sucio y blando, como el txitxiposo de la cuadra. Pasa gente, siempre hay alguien pasando. Por donde anda Isidora siempre hay gente.