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Ahora viene un hombre empujando un carro cargado de cajas que huelen a mierda. Se para ante cada casa, saca de su carro una caja vacía y la deja a la puerta de la casa y coge la caja llena que hay en el suelo y la carga en su carro y sigue hasta la siguiente casa, donde hace lo mismo. Ante la casa de Isidora hace también lo mismo.

Me acerco al hombre.

– ¿Qué haces? -digo.

– Soy el mierdero -dice.

Luego llegan Marcelo y su amigo. Al verme, Marcelo se para y me mira con cara de tonto, al principio, y enseguida aprieta los dientes y los puños. Su amigo se ríe por lo bajo mientras chapotean en el barro hacia la casa de Isidora. Y es ahora cuando la veo a ella y ella me ve a mí, cuando abre la puerta de su casa y se queda parada. ¡Dios mío!, ¿qué piensa, qué piensa al verme? ¡Dios mío!, ¿qué le dicen de mí sus ojos? Se cierra la puerta y me quedo otra vez solo.

Luego llega un hombre tirando de una mula cargada con paquetes. Ata la mula a un hierro de la pared de la casa de Isidora, llama a la puerta y vuelvo a ver a Isidora y ella me vuelve a ver a mí. Entra el hombre y la puerta se cierra.

Luego llega aquel otro de la maleta llena de libros y papeles. No me ve. Llama a la puerta. ¿Es que todo el mundo puede llamar a la puerta de Isidora y yo no? Sale ella y ocurre que esta vez me levanto para mirarla, y ocurre también que ella me mira, y cuando entra el de la maleta, ella no cierra la puerta sino que la deja como dejó ayer la del cobertizo de Sestao. Bueno, pues allá voy. Pero, una vez ante la entrada, no me atrevo a dar el último paso. Oigo voces. Oigo a Marcelo contar que en su mina una vagoneta ha aplastado a un hombre. «Dios haya recogido su alma», dice una voz que no conozco, una voz de viejo. «¿Por qué su Dios, amigo Urbano, no se preocupó antes de ese desgraciado?», oigo decir al hombre de los libros. Y grita: «¡Protesto! ¡Denuncio ante el mundo tanta humillación, tanta miseria, tanto dolor, trato tan inhumano dado por unos hombres a otros! ¡Protesto! ¡Protesto!». Marcelo se ríe. «¡Sólo palabras!», dice. «¡Nuestra respuesta ha de ir más allá! ¡Ellos sólo entienden el lenguaje de la fuerza!», y suena algo así como un puñetazo contra una mesa. «¿Cumplía con la Iglesia?», dice el viejo. «¿Qué diría usted, abuelo, si le hubiera alcanzado la vagoneta por estar distraído rezando un Padrenuestro?», dice Marcelo. «Tu lengua es mala, hijo», dice el viejo, «y no te extrañe que el mundo vaya tan mal con tanta irreverencia.» Por fin, habla Isidora. «Calla, Marcelo», dice. Su voz me despierta aún más las ganas de verla. ¿Por qué no me atrevo a entrar si es ella la que ha dejado la puerta abierta? Y de pronto, la veo ante mí.

– Hola -dice.

– Hola -digo.

– Tú dirás a qué has venido -dice. Parece muy tranquila, pero sólo lo parece: no tenía por qué haberse tocado un botón del cuello de su vestido, pues lo tiene bien abrochado. Sus dedos no dejan ese botón, lo toquetea como si quemara pero no pudiera quitar los dedos de él.

A mí no me salen las palabras. ¿Qué le digo? ¿Qué mentira le digo? Saco del bolsillo el papel que me dio el hombre de la maleta.

– Te traigo esto -digo.

Ella lo coge y lo mira.

– ¿Sólo has venido hasta aquí para devolvérmelo? -dice-. Sobraba el viaje. Haberlo tirado, como los demás.

Ahora me mira con la furia que le vi ayer cuando, subida en la caja, hablaba a los hombres.

– Este papel no es el tuyo -digo-. El tuyo lo tengo en casa. Este papel se lo pedí hace un par de horas a un hombre que está ahí dentro y que lleva una maleta.

– ¡Ah!, ¿eres tú, mi ayudante? -oigo decir al hombre de la maleta-. ¿Lo has pensado mejor y vienes a por uno de mis libros?

– ¡Pero es como el que yo te di ayer! -dice Isidora.

– Creí que te gustaría tener uno más -digo.

– ¿Uno más? ¡Si tengo la casa llena!

Nos miramos y es ella la primera en reírse. Nos reímos los dos, y qué bien que Isidora haya entendido por qué estoy aquí sin que yo se lo haya tenido que decir con palabras.

– ¡Maldita sea, hoy no es un día de fiesta! -oigo decir a Marcelo.

Entonces me fijo en que hay lágrimas en los ojos de Isidora.

– ¿Por qué lloras? -digo.

– Ha muerto otro minero en la mina -dice ella. Levanta su mano con el papel-. ¿Lo has leído siquiera? ¿Te interesa lo que dice? ¿Te gustaría ser de los nuestros?

Su mirada mojada me está pidiendo que le diga que sí. ¿Es que no puede pensar sólo en sus papeles y en sus gritos subida a un cajón? ¿Es que para ella las personas están para que alguien las convenza de algo? Isidora debe de ser como mi tía Alazne, la monja. Yo le pregunté: «¿Es que no te gusta ir a bailar a las romerías?». «Me debo al Señor», dijo ella. «Pero ¿te gusta o no te gusta bailar?», le dije. «No, mi vida la lleva el Señor por el camino de la predicación», dijo mi tía la monja. Y creo que Isidora es como ella, aunque no sé qué otra clase de dios la lleva por este camino de papeles y gritos subida a un cajón.

– ¡No, no quiero ser de los vuestros! -digo. ¿Y si ahora Isidora me echa de su puerta? Pero sólo se pone triste.

– ¡Entra de una vez, muchacho! -dice el hombre de la maleta-. Me ayudaste a llevar mi cruz por un rato y eso ya es bastante para que te sientes a tomar un trago con nosotros.

– Padre, ¿le importa a usted que entre en casa este chico? -dice Isidora.

– ¿Cómo voy a decir que no si no puedo verle la cara? -dice la voz del viejo-. ¡Que pase!

– Entra -me dice Isidora.

Entro, y entonces ella se mete en la cocina y me quedo solo ante los demás. Están los cuatro y un viejo en una silla hecha con tablas clavadas y cuatro ruedas pequeñas. Al viejo le faltan las dos piernas. Hay un quinqué encendido colgado del centro del techo.

– De modo que ésta era tu novia -dice riendo el hombre de la maleta.

– Te dije que yo no tengo novia -digo.

– ¿Le ha gustado tu regalo? -dice, sin parar de reír.

– ¿Regalo? -dice Marcelo.

– ¡Mira que regalarle uno de nuestros panfletos! -dice el hombre de la maleta-. ¡A ella, que fue quien los hizo! ¡Ja, ja, ja!

Todos ríen, incluso Marcelo y el viejo de la silla de ruedas. El viejo no me quita ojo desde que entré.

– Ven, acércate -me dice-. Quiero verte la cara.

Voy hasta la silla de ruedas.

– Más -me dice.

– No tengas miedo -dice el hombre de la maleta-, es que ve poco.

El viejo coge mi cara entre sus manos y la recorre con sus ojos como si me la estuviera barriendo con ellos.

– Eres de la costa, de las playas -dice-. Todavía eres joven, pero ya te apuntan en las esquinas de los ojos las arruguillas de los que al levantar la cabeza del trabajo pueden ver el sol. ¿Cómo te llamas?

– Roque Altube, del caserío Altubena de Getxo.

– De Getxo, del campo -dice el viejo-. Serás un hombre cumplidor con la Iglesia, Roque. A ver si me ayudas a convertir a esta cuadrilla.

– ¿Cómo puede saber usted que este muchacho va a misa los domingos con sólo verle la cara? -dice el hombre que está sentado junto al hombre de la maleta.

Ahora sale Isidora del cuartucho con una silla en las manos y lágrimas en los ojos.

– Siéntate -me dice.

– No sé por qué ha de quedarse aquí un tipo al que no conocemos -dice Marcelo.

– Me alegra que entre en mi casa alguien que va a misa los domingos -dice el viejo.

Isidora deja la silla a mi lado y yo me siento.

– ¿Cómo se llamaba? -dice Isidora.

No me habla a mí, no mira a nadie, y las lágrimas caen por sus mejillas. Estoy tan cerca de Isidora que me llega el olor de su cuerpo de ternera lechal. Y en esto que se oye el ruido de un carruaje parándose ante la casa. Abre Isidora la puerta y mira. Yo también me acerco y miro. Es un carruaje negro, muy brillante, tirado por un caballo bien comido y lustroso. En el carruaje van tres mujeres, tres señoras, pues visten como la marquesa Cristina Oiaindia de Getxo. Las tres llevan sombreros y esperan a que el cochero ponga sobre el barro unas tablas. El cochero ha cogido las tablas del pescante. Bajan las señoras y el cochero les ayuda a pasar sobre las tablas hasta la puerta de la casa.