– ¡Uy, qué montón de quisquillas! -dice Andrea.
Y entonces Martxel me ve y dice:
– ¿Qué haces ahí como una estatua?
Corro hacia mi redaña. La he dejado tanto tiempo que está cargada de quisquillas. El sol saca muchos pequeños soles del pelo de Andrea.
– ¡Cállate, Fabi, que nos espantas la pesca! -dice Martxel.
– ¿Quién es el alma caritativa que quiere apiadarse de este angelito del Señor? -dice Ama.
– ¡Mira lo que trae Anselmo! -dice Martxel.
Anselmo cruza ante nosotros con un pulpo. Es un pulpo tan grande que las puntas de sus tentáculos resbalan por las peñas.
– ¡A verlo, a verlo! -dice Martxel.
Obliga a Anselmo a detenerse. Veo a Juan a nuestro lado. Entre Martxel, Anselmo y Juan ponen al pulpo de pie. Es tan largo que le llega a Martxel a lo alto de la cabeza.
– ¡Ama, mira qué pulpo ha cogido Anselmo! -digo.
– ¿Qué dices que es?, ¿un madero de algún naufragio? -dice Ama.
Reímos todos.
– ¡Es un pulpo, Ama, un pulpo! -dice Martxel.
– Es un regalo del Señor -dice Ama.
Anselmo sigue su camino hasta la playa y deja el pulpo en la arena, a los pies de Ama. Vemos a Ama apartarse. Reímos. Anselmo vuelve a las peñas. Fabi ha dejado de berrear: agarrada a las faldas de Ama, no quiere regresar a la orilla del agua, por si le come un pulpo. Fabi es tonta. Martxel, Andrea y yo pescamos muchas quisquillas, y Juan muchas eskarras. Martxel guía a Andrea por los sitios de las peñas donde no hay mojojones cortantes. Hasta que, de pronto, ya no vienen quisquillas a las redañas. Es como si no les gustaran las sardinas. Es Juan el primero en quedarse quieto, y luego Anselmo. Miran a un hombre que viene desde unas peñas tan lejanas que parece que ha salido de la mar. Cuatro o cinco personas que andan por aquí dejan también de pescar y le miran.
El hombre trae al hombro un pulpo tan grande, tan grande, que casi no puede con él. Le cuelga por delante y por detrás hasta el suelo.
– ¿Qué ocurre? -dice Ama.
Hasta ella se ha dado cuenta del silencio que ha caído sobre el otro silencio.
– Seguro que el Negro no anda muy lejos. Por eso se ha ido la pesca -dice Anselmo.
– ¿Quién es el Negro? -digo.
– El más grande de todos los congrios -dice Anselmo.
– ¿Y qué hacen los congrios? -digo.
– Asustan la pesca -dice Anselmo.
– ¿Pues por qué no pescamos al Negro? -digo.
– Porque nadie lo puede pescar. Es una fiera que rompe todos los palangres, todos los cables y todos los anzuelos -dice Anselmo.
– ¿Has visto tú al Negro? -digo.
– No. El único que lo ha visto es Félix Apraiz -dice Anselmo.
– ¿Quién es Félix Apraiz? -digo.
– Ese que viene con ese cacho pulpo al hombro. Dicen que Félix Apraiz nunca anda lejos de donde anda el Negro -dice Anselmo.
Llega Félix Apraiz y pasa de largo, sin mirarnos. ¡Qué pulpazo lleva encima!
– Félix Apraiz es el mejor pescador de la ribera -dice Juan.
– No, los mejores pescadores son los Baskardo de Sugarkea, y dicen los viejos que ellos también han visto al Negro -dice Anselmo.
El silencio sigue a Félix Apraiz hasta la playa.
– ¡Dios mío, qué monstruo! Nuestro Señor Jesucristo sabe lo que necesita su pueblo, porque Él también fue pescador -dice Ama.
– ¡Ya vuelven las quisquillas! -dice Martxel.
Ama dice:
– Bien sabe Dios que no es afán de acumular poder lo que me lleva a pedirles que me vendan Altubena. Porque ustedes y yo formamos un solo cuerpo, pertenecemos a un solo pueblo y a una sola tierra. Aunque yo no posea la escritura de propiedad, Altubena es tan mío como de ustedes. ¿Qué significa un papelucho entre los vascos? Sin embargo, si ese papelucho cae en manos de… ¡Dios!, ¿es que no quieren ver el peligro?
– Altubena será siempre de los Altube -dice Zenón.
– Todos dicen lo mismo, pero el dinero de Satanás es muy tentador. En este tiempo perdido en que vivimos, todo se compra con dinero, incluso la tierra -dice Ama.
– Altubena siempre será de los Altube -dice el viejo Satordi.
Santiago «el Gordo» es el que come más quisquillas y eskarras. Hasta las quisquillas más grandes se las come con cáscara y todo y con cabeza. Entre Zenón y Bixenta lo han levantado de su mecedora y lo han puesto en la mesa, porque él no puede solo.
– Los papeles no valen para nada entre los vascos -dice Santiago, metiéndose en la boca un puñado de quisquillas-. La palabra que damos es más verdad que los papeles. Todo el mundo se fía de la palabra de un vasco. Yo pude vender Altubena a quien no era de la familia, pero me dije: «No, que se lo quede Zenón». Y que diga Zenón si entre él y yo hay algún papel.
– Martxel, Jaso, Fabi… ¿habéis oído eso? -dice Ama.
Bixenta coció las quisquillas y, de grises que eran, se pusieron rojas. Zenón ha traído a la mesa un martillo, una maza de madera y unas tenazas para partir la dura cáscara de las eskarras, y los golpes hacen que la mesa parezca una herrería.
– ¿Qué te pasa, Ama? ¿Por qué no comes? -digo.
– ¿Cuándo verán ustedes el peligro? Han empezado a suicidarse permitiendo que su Roque vaya a la fábrica. Pronto estas santas paredes oirán las blasfemias que aprenderá allí, y yo les digo que él será el Altube que venda estas tierras a los enemigos de Dios -dice Ama.
Martxel me quita el martillo para partir la boca de una eskarra y pasársela a Andrea, sentada a su lado.
– Que alguien dé un real a estos chicos. Yo se lo prometí -dice Santiago.
– Lander, el de Bukuena, también se ha metido en una fábrica. Ir a una fábrica es como salir a cazar para traer algo a casa -dice Zenón.
– ¡No, no, es distinto! ¡Dios mío!, ¿cómo hacérselo comprender? Sólo les pido una cosa: que me avisen en cuanto alguien les haga una oferta de compra -dice Ama.
– Nunca serán de otro las tierras de los Altube -dice Zenón.
– Sólo les pido su promesa de que me pasarán el recado tan pronto como… -dice Ama.
– No tenga miedo, señora marquesa -dice Zenón.
– No seas borrico y prométeselo -dice Bixenta.
– ¿Eh? -dice Zenón. Mira a Bixenta-. Bien. Lo prometo.
– Y también debe prometerme que yo seré la primera persona en saber si ustedes, algún día, tienen intención…, fíjense: sólo intención… -dice Ama.
– Eso nunca ocurrirá -dice Zenón.
– Pero desearía que… -dice Ama.
– Zenón -dice Bixenta.
– Bien -dice Zenón.
– No es bastante. El asunto es tan grave que me gustaría oírle pronunciar las palabras -dice Ama.
– ¿Qué palabras? -dice Zenón.
– Las de la promesa -dice Ama.
– No te pide un papel, sino tu palabra. Hace diecinueve años, yo te di lo mío con mi palabra a cambio de tu palabra. Sin papeles. Que alguien dé a estos chicos el real que les prometí por su kilo de quisquillas -dice Santiago.
– El trato -dice Zenón.
– ¿Qué te pasa? -dice Santiago.
– Los tratos son para comprar o para vender, no para no vender ni para no comprar -dice Zenón-. ¿Cómo voy a darle mi palabra a la señora marquesa si no podré cumplirla nunca porque nunca querré vender mi tierra?
– Creo que mi hijo tiene razón -dice el viejo Satordi.
– Yo conozco bien a Zenón -dice la vieja Idurre apareciendo con un puchero con berza y patatas-. Sé que no viviría más que para cumplir su palabra, y… ¡a ver!, ¿qué pasaría si siguiéramos hasta el día del Juicio sin querer vender Altubena? Yo sé lo que pasaría: que Zenón iría a la señora marquesa a decirle que quiere vender Altubena, sólo para cumplir su palabra.
Ama está sentada frente a mí. No come. Sus dedos se mueven como si quemase cuanto toca. Las alas de su gran sombrero de paja, con flores y cintas, tiemblan. «¡Ama, Ama!, ¿qué te pasa?»