– Buenas tardes, hija mía -dice una de las mujeres, flaca y larga-. Desearíamos ver a tu padre. Traemos algo para él y también para ti.
– Adelante, adelante -dice el viejo, moviendo su cuerpo a derecha e izquierda como si la silla le pinchara.
Entran las tres mujeres mirándolo todo de arriba abajo y mirándonos a todos.
– No sé cómo agradecerles, señoras -dice el viejo.
El hombre de la maleta y el otro hombre se ponen en pie, pero Marcelo y su amigo no se mueven.
– Isidora, acerca a las señoras estas tres sillas libres -dice el viejo, señalando la del hombre de la maleta, la del otro hombre y la mía.
– Muchísimas gracias, Urbano, pero tenemos la impresión de haber interrumpido algo, nos sentimos como intrusas y nos vamos enseguida -dice la más joven de las tres mujeres, que lleva cerezas en su sombrero-. ¿Cómo se encuentra usted?
– Bien, gracias a Dios -dice el viejo.
– Tiene usted muy buen aspecto, Urbano -dice la otra, una mujer con pendientes tan grandes que seguramente su peso le ha puesto esas orejotas. Las tres llevan pendientes, pero sólo los de ésta parecen cencerros de vaca.
Entra el cochero con unos paquetes. Coge uno la mujer flaca y larga, lo desenvuelven entre las tres, y la flaca y larga saca un jersey gordo y grande y se lo prueba al viejo por encima.
– Pues le queda bien, pero que muy bien -dice la mujer flaca y larga-. ¿No es verdad, queridas? Yo misma lo he hecho, Urbano, con mis propias manos.
– No sé cómo agradecérselo, señora -dice el viejo.
– Qué menos, para un antiguo trabajador de nuestra mina -dice la mujer flaca y larga-. Mi marido le envía saludos y sus mejores deseos.
– ¿El señor Sagarduy? -dice el viejo-. ¿Se lo ha dicho el mismo señor Sagarduy, señora?
– Yo misma se lo oí -dice la mujer de los pendientes grandes.
– ¿Qué dices a esto, Isidora? ¡Todavía se acuerda de mí el señor Sagarduy! -dice el viejo-. ¡Dejé su mina hace diez años y aún se acuerda de mí!
– Nosotros nunca olvidamos a las personas buenas -dice la mujer flaca y larga-. ¿Qué le parece mi jersey, Urbano? Póngaselo. Yo misma le ayudaré… ¡Perfecto! ¡Como un guante! Y, hablando de guantes…
– ¿Le gusta mi humilde obsequio, Urbano? -dice la mujer con cerezas en el sombrero. El viejo no quiere, pero ella le calza los dos guantes de lana-. Puede creerme usted que he sudado para hacerlos. ¡Uff! Más complicados que un jersey… ¡con tantos deditos!
Ríen las tres mujeres. La de los pendientes grandes coge de manos del cochero un paquete mayor y se lo da al viejo.
– Yo, como soy una inútil -dice-, he ido a la tienda a comprarle una manta.
El viejo abre el paquete y aparece una manta azul.
– ¿Te gusta, Isidora? -dice el viejo-. ¡La que necesitábamos! ¿Qué tienes que decir de tanta generosidad, Isidora?
– La mina se lo debía -dice Marcelo, mirando a las tres mujeres-. Le debe eso y mucho más. ¿O creían que con cuarenta duros le habían pagado las dos piernas?
– ¡Aquí no! -dice Isidora.
– Si ustedes buscan ir al cielo, Urbano es su hombre -dice Marcelo-. ¡Está dispuesto a recibir todas las limosnas que quieran traerle!
– ¡Aquí no! -dice Isidora.
– Él piensa que las necesita a ustedes -dice Marcelo-, ¡pero son ustedes las que le necesitan a él!
– ¡Te he dicho que aquí no! -dice Isidora.
Cruzo el cuarto hasta pararme ante Marcelo y le pongo la mano sobre la boca cuando va a hablar.
– ¡Aquí no! -le digo.
Marcelo me aparta la mano con las dos suyas.
– ¡Maldito seas! -dice, levantándose-. ¡Tenía ganas de agarrarte, imbécil!
Pero le sujetan entre el hombre de la maleta y el otro hombre. Marcelo lucha. Vuelcan la mesa y dos banquetas. Sólo lo deja cuando su amigo también le agarra.
– ¡Os digo que es imbécil! -dice Marcelo-. ¡Hace cosas sin saber por qué las hace! ¡Mirad qué cara de imbécil pone!
– ¡Jesús, Jesús! -dice la mujer con cerezas en el sombrero, santiguándose.
– Perdón, perdón… -dice Urbano.
– ¿Tan poco te importa la salud de tu padre, Isidora, que abres tu puerta a este tipo de gente? -dice la mujer flaca y larga.
– Sabíamos que te relacionabas con personas perversas -dice la mujer con cerezas en el sombrero-, ¡pero de ahí a meterlas en la casa de tu padre!
Isidora levanta la mesa caída y yo le ayudo. Mi mano roza sin querer la carne de su mano.
– ¡Cómo has cambiado, Isidora! -dice la mujer flaca y larga-. Ya no se te ve en misa los domingos, ni vas a dar el catecismo a los niños de la parroquia. ¿Con qué engaños te han apartado del camino de Dios, hija mía?
– Yo no lo he podido evitar, señora -dice el viejo-. ¡Créame, por mi salvación, que no han valido de nada ni mis consejos ni mis órdenes de padre!
– La recuerdo muy bien -dice la mujer de los pendientes grandes-: era una niña amorosa, un ejemplo para las de su edad. Las monjitas y el párroco estaban encantados con ella. ¡Y cómo sonreía al abrirnos esta misma puerta! ¿Qué palabras venenosas han vertido en tus oídos?
– ¿Por qué no se callan? -dice Marcelo. Le han sentado de nuevo en la silla.
– ¿Vas a consentir que se nos trate así en tu propia casa, Isidora? -dice la mujer flaca y alta-. ¿Llegarás a tanto?
– Mi padre y yo les agradecemos mucho lo que nos han traído -dice Isidora.
– ¿Nos estás echando? -dice la mujer de los pendientes grandes.
– ¡No, no, ella nunca haría tal cosa! -dice el viejo-. Mi hija ha cambiado un poco últimamente, ha dejado ciertas costumbres y tomado otras, pero en el fondo sigue siendo la misma. Yo no entiendo a sus amigos nuevos cuando se ponen a hablar y hablar alrededor de esta mesa… No sé qué buscan… Me lo dicen, pero yo no les comprendo… ¡Quieren cambiar el mundo hecho por Dios! Pero en el fondo son también buenos.
– ¡Pobre Urbano, las barbaridades que tendrá que oír usted en su propia casa! -dice la mujer flaca y larga.
El hombre de la maleta da unos pasos y se para delante de las tres mujeres.
– Con todos mis respetos, señoras -dice-, aquí nadie pronuncia barbaridades. No nos avergonzamos de confesar que somos socialistas. Pero, de barbaridades, nada.
– ¿Acaso no es una barbaridad ir contra Dios? -dice la mujer con cerezas en el sombrero.
– ¡Jamás podré creer que mi hija vaya contra Dios! -dice el viejo.
– ¡Pobre Urbano, qué ciego le tienen a usted! -dice la mujer flaca y larga-. ¿Por qué su hija ya no le lleva a misa los domingos? Pregúnteselo. Es demasiado cruel el negarse a ayudar a un padre inválido que desea cumplir con Dios los domingos y no puede.
– Mi hija sí quiere ayudarme, señoras -dice el viejo-, lo que pasa es que no puede sola. Entre mi silla y yo pesamos demasiado para ella. Ustedes han de comprenderlo.
– Sin embargo, antes sí que le llevaba -dice la mujer flaca y larga.
– Nunca sola -dice el viejo-. Siempre había alguien que…
– ¿Y sabe usted, Urbano, por qué ahora no hay nadie que se preste? -dice la mujer flaca y larga-. Sencillamente, porque su hija ha cambiado de amigos… ¡y los que tiene ahora van contra Dios! ¡Ay, Isidora, qué pesada carga para tu conciencia: privarle de la misa a tu propio padre!
Mañana es domingo. Mañana quiero venir otra vez donde Isidora. Digo:
– Yo llevaré esta silla a la iglesia siempre que haga falta.