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– ¿Qué dices? -dice el viejo-. Paso porque celebréis en mi casa vuestras reuniones, y porque, de vez en cuando, soltéis monstruosidades que me obligan a pedir por vuestras almas, pero os cerraré mi puerta si alguien vuelve a atacar a mis visitas.

Se levanta Isidora, va hasta el viejo y se inclina para besarle en la mejilla y decirle:

– Le pedimos perdón, padre. Marcelo le pide perdón, ¿eh, Marcelo? No sé por qué le sigo queriendo tanto, padre. Usted es el culpable de mis desánimos, porque me pregunto: Isidora, ¿cómo vas a convencer a los de fuera si no eres capaz de convencer al único que tienes en casa? Siento envidia del viejo que ha sido besado por Isidora. En Altubena las hijas no besan a sus padres. Andrea nunca besa al padre, ni siquiera a la madre. No puedo apartar los ojos del sitio en la mejilla del viejo que ha besado Isidora. Ahora le abraza y yo sigo envidiando al viejo. Y le dice:

– Mi buen padre, mi buen padre Urbano, ¡qué ciego le tienen a usted esas brujas!

El viejo sonríe, abraza los brazos de Isidora, forma con ella una especie de ovillo. Me gusta verles así. En Altubena nunca hacemos esas cosas.

– Los ciegos sois vosotros -dice el viejo-, que os falta la luz de Dios.

El viejo besa a su hija y se pasa una mano por los ojos.

– ¡Qué día! -dice, metiendo la barbilla en el pecho.

– Está cansado -dice Isidora. Le acaricia el pelo casi blanco y dice también-: Algún día, yo haré que descanse en la verdad de la nueva luz… Si alguien le lleva a la mesa… Voy a sacarle su cena.

Marcelo y yo llegamos a un tiempo a la silla del viejo. Quiere agarrarla él solo y me mira como si me fuera a comer. Yo he agarrado un lado de la silla y ni el tirón furioso de Marcelo hace que la suelte. Nos aguantamos la mirada hasta que Isidora dice:

– A él le gustaría ver ese mismo coraje en alguien que se preste a llevarle a misa.

– Yo le llevaré mañana a misa -digo.

– Te lo agradezco mucho, hijo -dice el viejo-. Desde el primer momento me pareciste una buena persona. Será mejor que te vayas acostumbrando a mi silla.

Con sus manos aparta las manos de Marcelo y así soy yo quien le viaja hasta la mesa, hasta el sitio que Isidora me marca con un gesto de su mano. Es una mesa tan grande como la que tenemos en la cocina de Altubena. Pongo al viejo en una de las cabeceras. Isidora mete papel y leña en la chapa que está al fondo y enciende una cerilla. El pequeño puchero pronto empieza a oler a bacalao.

– Mi primera propuesta para la reunión de hoy es que mañana empecemos una colecta para enviar dinero a la viuda de Fulgencio Ferreiro -dice Isidora, mientras trajina.

– Bien -dice el hombre de la maleta-. Incluiremos la propuesta en el orden del día. De modo que a sentarse todos, a ver si podemos empezar de una vez.

– Adelante, adelante, yo acabo enseguida -dice Isidora.

Todos cogen banquetas, se acercan con ellas a la mesa y se sientan. Yo hago lo mismo.

– ¿Qué pinta este imbécil entre nosotros? -dice Marcelo-. Se me revuelven las tripas viéndole en medio de todo sin enterarse de nada. Mi propuesta es que le echemos de esta casa. No es de la agrupación de La Arboleda ni de ninguna otra agrupación, y no debe enterarse de lo que hablamos.

– ¿Es que andamos tan sobrados de gente como para rechazar a…? -dice Isidora.

– ¡A este imbécil le importan un pito nuestras ideas socialistas! -dice Marcelo-. ¡Lo único que le importa es llevarse de noche a la Isidora a un descampado!

– ¿Qué queréis hacer hoy conmigo? ¿Matarme? -dice el viejo.

El hombre de la maleta da una puñada sobre las tablas.

– ¡Aquí no se permiten duelos personales ni malos juicios sobre las personas! -dice-. Si este muchacho ha de retirarse, será por decisión general.

– Yo sólo pido que le miréis la cara -dice Marcelo-. ¡No sabe ni quiénes somos, ni qué queremos, ni para qué estamos aquí! ¿Es que no veis que esa cara suya de imbécil sólo tiene ojos para Isidora?

Todos los de la mesa me miran, en silencio. La única que no me mira es Isidora. El hombre de la maleta tose y dice:

– Bueno, parece que este muchacho desea ingresar en nuestra agrupación, noticia que nos debe llenar de alegría y nueva moral. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última solicitud? Yo os lo diré: ¡tres meses! ¿Acaso miento, José? Tú fuiste ese último.

El amigo de Marcelo, el que casi no habla, se llama José. Dice que sí con la cabeza.

– Algunos de nosotros llevamos dos años desarrollando una dura labor de captación -dice el hombre de la maleta-. ¿Resultados? Nos avergüenzan los informes que enviamos a Perezagua, a Carretero y a los demás. Ahora, al cabo de tres meses, la agrupación de La Arboleda va a contar con un miembro más. No seré yo quien se oponga a ello.

Marcelo se pone en pie de un salto.

– ¡Precisamente -dice-, protesto en nombre de nuestra causa! Tenemos pruebas de que ese imbécil no es de los nuestros ni nunca lo será. ¿No recordáis cómo se puso de parte de las tres brujas cuando lo de llevar a Urbano a misa? Además, trabaja en Altos Hornos, esa empresa que tiene domesticados a sus obreros con ciertas obras sociales que suenan al no va más social en medio de la explotación sin disimulos que se sufre en otras partes. ¿Podemos hacer un socialista de un aldeano al que sólo le preocupan las vacas y las mujeres y nunca ha oído hablar de la revolución y, lo que es peor, no le interesa saber nada sobre ella?

Isidora se acerca a la mesa con una cuchara, un cacho de pan y un vaso lleno de vino, y apenas tiene tiempo de ponerlo todo delante del viejo. Quiero decir, que empieza a hablar antes de ponerlo, y habla con tanto fuego que sólo de milagro llegan esas cosas a la mesa.

– ¿Qué importan las razones que le hayan traído hasta nosotros? -dice-. El caso es que está aquí y nos conocerá, nos oirá, y como nuestro mensaje es la verdad que están esperando todos los hombres que, sabiéndolo o no, son explotados… ¡pues acabará siendo uno de los nuestros! ¡Que nadie me hable de echar de nuestro lado a quien se nos acerca!

Los ojos de Isidora vuelven a parecer dos llamas. Está más bonita que nunca. Repito como un tonto para mis adentros: «Isidora, Isidora, Isidora…». ¡Dios mío, que algún día ella me pida con tanto fuego que huyamos juntos a mi playa de Getxo! Creo que me estoy volviendo loco por ella y no sé lo que digo. La veo, la tengo a veces a dos palmos, y no puedo tocarla, ni siquiera decirle lo que guardo dentro a duras penas. Todo lo fío a mis ojos, esperando que ella lea en mi mirada que me moriré si no puedo verla a solas.

– ¡No nos busca a nosotros sino a ti! ¡Está en su cara! -dice Marcelo.

Es verdad, es verdad. ¿Por qué lo ha sabido él y no ella?

– ¿Nadie le va a prohibir a Marcelo pronunciar semejantes tonterías? -dice Isidora, volviendo a su chapa. Creo que nos ha dado la espalda con tanta rapidez porque Marcelo le ha sacado los colores. Cuando vuelve a hablar es como si hablara su espalda, y ahora su voz es suave, y viene como de muy lejos, ya no es la voz de tigresa de antes-. Se empieza por el asombro… «¿Qué dicen estos locos?», piensan al oírnos… Luego, si acertamos a emplear las palabras debidas, si somos capaces de transmitir lo que llevamos dentro, la gente empieza a entendernos, a descubrir que les traemos lo que esperaban desde siempre sin saberlo, a preguntarse por qué nadie les ha hablado así antes… ¿Quién rechaza la lluvia que cae en el desierto? De modo que tenemos que preguntarnos si lo estamos haciendo bien. -Todos los de la mesa la escuchan tan quietos que no parece sino que están clavados a las banquetas. La cena del viejo está en ese puchero que Isidora medio tapa con su cuerpo, y el puchero hierve y humea y está claro que ya no hace falta calentarlo más, y me pregunto por qué no le saca de una vez al viejo su cena. Pero, sigue hablando, sin que su espalda se mueva-: Nuestro mensaje es mucho mejor que nosotros. Nuestros esfuerzos, nuestras lágrimas, nuestras palabras no están a la altura del mensaje que predicamos. Ello explica que, a veces, alguien se acerque a nosotros sin entender lo que hemos dicho, sólo presintiendo que es la gran medicina que remediará su triste situación, lo que ha esperado desde aquel día en que el mundo le enseñó que unos hombres explotan a otros. Recordad que no es la primera vez que alguien se nos acerca sin saber qué estamos ofreciendo. Tú mismo, José… ¿lo has olvidado? -Ni siquiera para nombrarle se ha vuelto Isidora-. Nunca se me olvidarán tus primeras palabras, tu saludo: «En el almacén de la mina me venden tocino agusanado. Quiero unirme a otros para protestar todos juntos por el tocino agusanado». Me fui a la mina y hablé en los barracones y convencí a muchos para presentar un escrito de protesta. Hoy, tres meses después, se sigue vendiendo tocino agusanado, pero tú te quedaste con nosotros, José. Leíste hojas, panfletos y algún libro, y en tu pecho entró nuestra fe.